EN MI RINCÓN
LLEGUÉ a Madrid y busqué a mi antigua patrona, la señora Petra, la mujer de un empleado de la estación del Norte. La encontré: vivía en un piso tercero de la cuesta de San Vicente, y me alquiló un cuarto con vistas al Campo del Moro.
Me decidí a tomar precauciones en cuestión de crear amistades. Veía, no sé si estaba en lo cierto, que en mis relaciones sociales, por debilidad, salía siempre perdiendo; así, que me decidí a permanecer en guardia y a conservar, sobre todo, mi independencia. Tenía algún dinero, no mucho, pero lo suficiente para vivir modestamente siete u ocho meses.
En mi estancia en Bilbao había visto que en este pueblo enriquecido las cuestiones de genealogía y de heráldica iban tomando mucha importancia. El conocimiento de lo humano, de lo demasiado humano, me impulsó a estudiar tales materias. El pensar que podía sacar dinero a la vanidad de las gentes me hizo gracia. Di un curso de Paleografía en la Escuela Diplomática, y fui durante seis meses al Casón del Retiro a aprender a dibujar del yeso. Luego me hice unas tarjetas, en donde me ofrecía como investigador de cuestiones históricas y genealógicas. Al poco tiempo tenía el encargo de dos personas para hacer la documentación necesaria para obtener un título. Conseguí esto por medio de mi amiga doña Rosario, que tenía parentela aristocrática. Me pagaron por anticipado. Fui a la Biblioteca Nacional, al Archivo Histórico, a la Chancillería de Valladolid, y cobré muy barato, con lo cual tuve pronto nuevos encargos.
Esto de que la tontería humana sirviera de corriente para mover la turbina de mi vida, me parecía muy bien, muy divertido.
Creí que debía tomar una actitud nueva ante la vida. Tenía que limitarme más aún, y no dejarme llevar por ilusiones ni por sueños.
Llegué a hacerme un buen lector. Necesité un esfuerzo de voluntad. Siempre había leído mal, salteado; ahora, ya no. Encendía la luz, me ponía mis anteojos, porque la vista se me iba cansando, y leía. La lectura de ejecutorias me acostumbró a poder leer libros absurdos y aburridos; comencé también a armarme de paciencia para soportar historias largas, de varios tomos, que, por lo menos, no me impacientaban como en otros tiempos.
Iba con mucha frecuencia al Archivo Histórico, a la sección de Raros de la Biblioteca Nacional; al principio me estorbaba la gente para el trabajo, pero llegué al último a sentirme tan aislado como en mi casa.
También solía acudir al Museo Arqueológico, con el objeto de orientarme un poco en cuestiones de arte, sobre todo de arte cristiano y moderno. Lo demás no me interesaba.