IX

LA NIÑA ENFERMA

EL catarro de Adelita no se curó. La chica tenía muchas veces fiebre, las manos calientes y una mejilla más roja que otra. Yo le dije varias veces a su madre:

—Esta chica está enferma; más grave de lo que se cree.

La vio el médico, la reconoció, encontró que padecía una bronquitis sin carácter específico, y dijo que sería lo mejor llevarla a vivir a un sitio alto. Se olvidó el consejo porque la niña mejoró un tanto. Fuimos de San Sebastián a Bilbao, se empezó a hacer la vida corriente; pasaron unos meses, y una tarde, al ir a casa de mi primo, encontré a Adelita en la cama y a Adela con los ojos rojos de llanto. Adelita había tenido un vómito de sangre. Estaba la chiquilla en la cama tan serena, tan sonriente, como si no pasara nada.

—Ya ves lo que me ha pasado, tío Luis —me dijo—; pero no me voy a morir todavía. No tengáis cuidado.

Adela y su marido se miraron espantados. Yo creo que Ramón pensó, con la mentalidad de un bosquimano, que aquello no era la obra del bacilo de Koch, sino un castigo especial de Dios para él porque tenía una querida.

Pasó tres días Adelita en la cama tomando una poción de morfina y de bromuro potásico, y al cabo de este tiempo se levantó. La chica, que no había sido al principio muy cariñosa conmigo, ahora tenía un cariño por mí absorbente.

—Que venga el tío Luis; quiero que venga el tío Luís.

Yo no sentía por ella más que piedad.

Como a mí me gusta enterarme un poco de todo, le pedí a un médico amigo un libro de patología para ver lo que era la tuberculosis. Leí los capítulos dedicados a esta enfermedad. Cada día iba comprobando un síntoma en Adelita: la roseta en el pómulo, el sudor pegajoso, el olor a ratón que había en su alcoba.

Me entró la preocupación por la chica. Cuando salía a paseo con la madre estaba lleno de ansiedad, y las esperaba en la ventana pensando siempre verla volver con el pañuelo lleno de sangre. Se me ocurrió marcharme de la casa y de Bilbao, y dije que iba a ir a Madrid a pasar unos días.

—No te vayas. Yo no quiero que te vayas —me dijo Adelita llorando.

—Bueno, bueno; no me iré.

Hablamos largamente Adela y yo. Yo creía que lo mejor que podía hacer con la chica era llevarla a otro clima más alto y más seco.

—¿Adónde se la podría llevar? Pensamos en varios pueblos y consultamos con el médico. Este dijo que un clima muy alto, de más de quinientos metros, quizá no convendría a la enferma.

Después de muchas vacilaciones resolvimos que el mejor pueblo sería Vitoria.

—Id a Vitoria —le dije a Adela.

—Tendrás que acompañarnos. Si no, Adelita no va a querer venir.

—Sí, ¡no ha de querer ir!

—No, no. Estoy segura que no querrá.

—Bueno, pues ya iré.

Ramón estuvo primero en Vitoria y alquiló una casa bastante grande, amueblada, que daba por un lado hacia un paseo y por otro a un descampado. Yo tuve que ir con Adela y Adelita, y una criada vieja. Elegí en la casa un cuarto para la enferma, al mediodía, e hice que se blanqueara y se desinfectara el suelo y las maderas. La enferma dormiría con el balcón abierto y tendría en el cuarto constantemente un cacharro hirviendo con hojas de eucaliptus. Al principio mejoró la chica y comenzó a engordar.

El padre venía un día a la semana. Decía que no podía estar allí todo el tiempo que hubiera deseado por la urgencia de sus negocios. A los dos chicos menores no los traía a ver a su hermana por miedo al contagio.

El ver que el padre se iba zafando de la cuestión de la enfermedad de la niña, me produjo verdadera cólera. Yo hacía de padre con abnegación, y esta abnegación forzada me ponía iracundo.

—Pero, ¿qué cree ese hombre? —pensaba—. ¿Que así se puede descargar en otro los deberes de la paternidad? En estos casos los que saben tomar con autoridad una postura cómoda y dejan para los otros las incómodas son los que lo entienden.

Me hubiese marchado muchas veces de allí si no hubiera sido por la mirada de la niña, que parecía adivinar mis intenciones con esa clarividencia rara de los niños enfermos.

Al entrar en la primavera, la chica se acatarró y se puso peor. No prestaba atención a las recomendaciones que yo le hacía y se reía de ellas.

—Tened cuidado con esta chica —le decía a la madre.

—¿Pero yo qué voy a hacer? —exclamaba Adela llorando—; si no me hace caso.

—Pues hay que tener energía, si no esta chica se muere.

Les hice que alquilaran un coche y fueran lejos y pasearan por el campo. Adelita protestaba, decía que se aburría e iba a regañadientes. A todo lo que se le mandaba o se le suplicaba decía que no. Le había brotado un espíritu de contradicción y de negación verdaderamente raro.

Yo, por entonces, había comprado unos libros de Nietzsche, en francés, y mientras madre e hija paseaban, yo las esperaba leyendo. ¡Qué salto daba mi espíritu de aquellos lirismos trágicos del superhombre a la situación pobremente humana en que me encontraba!

Cuando dejaba el libro, que me entretenía, caía en una ansiedad angustiosa. Creo que hubiera preferido marchar delante de una ametralladora que padecer esta ansiedad.

El médico había recetado una mezcla de guayacol y de cloroformo para darle a la enfermita en inhalaciones cuando tuviera accesos violentos de tos que amenazaran con la hemoptisis. Cuando había este peligro echaba unas gotas en un algodón, dentro de un tubo, y le hacía respirar a la niña. Me recomendó el médico que no dejara el frasco con esta mezcla, ni a la madre ni a la hija, para que no abusaran. Muchas noches Adelita me exigía que me quedara en el cuarto.

—No te vayas. No quiero que te vayas.

Había que quedarse; unas veces a jugar con ella a las cartas, otras a que le contara cuentos o tocara en un piano viejo que había en la casa algunas canciones de zarzuela entonces en boga.

Otras veces me decía que le diera la mano para dormir.

Algunas noches se pasaba hasta la madrugada haciéndome preguntas.

—Oye.

—¿Qué?

—¿Las viudas no tienen hijos?

—No.

—¿Y por qué no tienen hijos las viudas?

—Porque se les ha muerto el marido.

—¿Y sin marido no se tienen hijos?

—No.

Al cabo de un rato volvía a preguntar:

—Oye.

—¿Qué?

—¿Cómo nacen los niños?

—Pues nacen de las madres.

—No es cierto que los traen de París, ¿verdad?

—No.

—Los llevan dentro, ¿verdad?

—Sí.

—¿Como la gata que parió?

—Sí.

—¿Así que mamá a mí me llevó dentro?

—Sí.

—Y tener hijos, ¿hará mucho daño?

—Sí.

—¿Mucho, mucho?

—Sí.

—¿Y por qué tienen hijos las mujeres, si les hacen tanto daño?

—No se sabe, chica, no se sabe.

Otra vez me decía:

—Oye, tío Luis, ¿dónde estará el cielo?

—Dicen que arriba, muy arriba.

—¿Y hay alguno que ha estado en el cielo?

—No creo.

Al cabo de un rato preguntaba:

—Oye, tío Luis.

—¿Qué?

—¿Qué es pecado?

—No sé. Hay muchas cosas que dicen que son pecado.

—Si tú me besas a mí, ¿es pecado?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque eres mi sobrina.

—Y si no fuera tu sobrina, ¿sería pecado?

—Creo que no.

Otra noche me preguntó:

—Oye, tío Luis.

—¿Qué?

—Yo no soy fea, ¿verdad?

—No.

—Pero a ti no te gusto. A ti te gustan las rubias, como aquella Bebé que había en San Sebastián.

—No; tú también me gustas.

—¿De verdad, de verdad?

—Sí.

Como yo intento buscar una razón fisiológica a los motivos íntimos que mueven la naturaleza humana, muchas veces pensé en qué podía haber en el fondo de la simpatía que experimentaba la enferma por mí y de la piedad que yo experimentaba por ella. En su efusión había una raíz erótica y en mí un principio de paternidad manca.

Como la situación se prolongaba y yo me encontraba cansado, nervioso, le dije a Adela que debía llamar a su marido.

—Sí; pero él no puede abandonar sus negocios.

—Pues los tendrá que abandonar —replique—. Es su hija.

Estuve por añadir que su marido me parecía un egoísta de una cuquería indigna.

El marido tenía sus negocios; no podía ocuparse constantemente de la enferma, la mujer, los cuidados mecánicos y la iglesia. A mí me dejaban lo duro, lo triste. La enferma misma había muchos ratos que era feliz; en su pobre cerebro febril fermentaba un idilio, en donde yo debía ser el personaje principal.

Varias veces le dije a Adela con cierta acritud que si me quedaba era por la niña. Sentía una gran irritación contra marido y mujer.

La noche que murió Adelita fue una noche de primavera horrible. El viento silbaba, daba alaridos, luego sonaba el repiqueteo de la lluvia torrencial en los cristales. Poco después se oían ladridos de perros, y una ventana rechinaba con un largo lamento, que terminaba en un golpe.

La niña estaba febril, caprichosa. Había tenido a media noche un vómito de sangre.

Después del vómito quedó pálida, y comenzó a delirar por lo bajo. La madre y la criada rezaban en un rincón del cuarto.

A veces la enferma extendía las manos, las agitaba sobre la cubierta de la cama y abría los ojos.

—¿Estás bien? —le preguntaba yo.

Tardaba en conocerme, hacía un esfuerzo para sonreír, y decía:

—Sí. ¡Cómo me zumban los oídos! Me parece que voy en el tren…, de viaje.

—¡Terrible viaje, donde no se vuelve! —pensaba yo.

Por la mañana comenzó a desvariar y tuvo un nuevo vómito de sangre.

La incorporamos, le dimos el calmante y al tenderla sobre la cama gritó:

—¡Tío Luis! ¡Tío Luis!

—¿Qué?

No contestó. Los ojos se le pusieron vidriosos, tuvo un pequeño movimiento convulsivo y quedó muerta.

Miré a Adela.

—¿Ya? —me dijo ella, con la voz llena de lágrimas.

Le indiqué con la cabeza que sí.

Ella se arrodilló, hasta casi dar con la cabeza en el suelo, y se persignó.

—¡Qué fuerza la de la religión! —pensé yo.

Cogí el cadáver. Era un cuerpo flaco, flaco; no tenía más peso que un pajarito.

Se le quitaron las ropas manchadas de sangre, se la peinó, se la cerraron los ojos y se la puso sobre una sábana limpia. Luego la criada vieja vino con unas vecinas.

Después no me ocupé de cosa alguna; me eché en la cama y me quedé dormido. Al día siguiente hice mi maleta y me marché a Madrid, sin despedirme de nadie.