BEBÉ
ADELA, como la mayoría de la gente burguesa rica, tenía la tendencia de acercarse a la aristocracia. Así, yo la vi varias veces saludar a una señorona de Madrid que se sabía que había hecho una vida de mujer de prostíbulo, y hablar con ella con entusiasmo. Esta aristocracia española, fea, mezquina, insignificante y ramplona tiene todavía sus entusiastas. Las cosas viejas duran mucho, más de lo que parece.
Entre las amigas de Adela había una tal Luisa, una mujer joven, guapetona, casada con un dueño de una fábrica de Asturias. Era una rubia vistosa, con los ojos azules y la cara con pecas. Vestía siempre muy subversiva, como decía ella misma. Le gustaba pasear con Adela, porque esta, casi siempre de negro, le daba un aire de respetabilidad.
Luisa tenía una prima bastante parecida a ella en el tipo y en la cara, a la que llamaban Bebé. Esta Bebé tenía mucho éxito. Era también rubia, muy oxigenada, con los ojos claros, los labios gruesos y rojos, mucho pecho y caderas. Tenía la piel un poco basta y vestía bien. Yo la comparaba con una mariposa de esas grandes, pomposas y de colores. Había en Bebé y en Luisa un ascendiente alemán, y esto quizá les daba a los dos un aire exótico. A mí me gustaba Bebé por la voz: tenía una voz fuerte, pastosa, de mujer sensual y bonachona.
La chica mayor de Adela, la Adelita, le tomó un odio profundo a Bebé en cuanto la vio.
—¿Te gusta a ti? —me preguntó.
—Sí; es guapa.
—¡Qué va a ser guapa! Tiene la nariz gorda, los labios pintados… el pelo teñido…, luego ese color de carne asada.
—Claro, como tú eres verde como un sapito.
—Pues prefiero ser verde que no como ella.
—No digo que no: todo puede tener su encanto, hasta lo verde.
Esta Bebé tenía un pretendiente militar, joven, con quevedos, con un aire un poco seco y malhumorado.
Un día, Adela, sus hijas y yo, fuimos a pasar la tarde a Hernani, y nos instalamos para merendar en la terraza de un hotel.
Estaban también Luisa y su marido, Bebé, el hermano de Bebé y el novio de esta. Hicimos un corro común y charlamos. El hermano de Bebé era un jovencito rubio, muy elegante, con algo de melena, que venía del extranjero. Como yo tenía la idea de que Luisa era una presa fácil, cuando la veía hablando con algún joven observaba su actitud. Me pareció que el primo rubio le llegaba al alma. Había bastante gente en la terraza, y observé que Luisa le empujaba al primito con la pierna. El primo la miraba y se ponía rojo.
Bebé estuvo coqueteando conmigo, produciendo la desesperación de su pretendiente, que, echándome una mirada furiosa, se fue en compañía del marido de Luisa.
Adela advirtió antes del anochecer que se marchaba, porque Adelita estaba acatarrada.
—Si quieres volver —me dijo.
—Le llevaremos nosotros a Luis —advirtió Bebé.
Me quedé con Luisa y Bebé hablando. Luisa, la casada, le tenía al primito al rojo blanco. Bebé charlaba, y yo le decía barbaridades que le hacían reír a ella a carcajadas sonoras.
—Qué loca —decían al lado unas señoras.
Volvimos en el coche de Luisa los cuatro, ya oscuro. Bebé llevaba un enorme ramo de rosas con madreselvas y hojas de hierba luisa, con un olor admirable. Me sentí conquistador y guerrero. Le agarré la mano a Bebé, y viendo que no se oponía, le pasé la mano por el talle. Ella se inclinó hacia mí y noté sus cabellos en mi cara, y le besé en la nuca. Sentía su cuerpo blando, que se apoyaba en mí.
Cuando empezaron a brillar las luces se separó y entramos en la ciudad.
Al día siguiente pensé:
—¿Qué actitud tendrá esta muchacha conmigo? ¿Creerá que hay algo ya entre los dos? ¿Querrá dejar a su pretendiente?
Al otro día la vi a Bebé en la playa con su novio, y me saludó con una sonrisa muy amable. Yo quedé un poco asombrado y confuso.
—Es tan corto de genio —decía Milagritos, mi vecina de Villazar—. Quizá decía lo mismo Bebé.