EL AMOR Y LA CRUELDAD
UN domingo, con el dependiente bizkaitarra, que había decidido abandonar su nombre latino de Pedro y aceptar el semítico de Kepa, fui a Portugalete. Había mucha gente en el tren y fuimos Kepa y yo en la plataforma, al lado de dos chicas que venían riendo y bromeando.
Kepa se dedicó a lo que los madrileños llaman parcheo, y nosotros, los vascongados, el zirri.
—Quite usted la mano de ahí, ¡cerdo! —le dijo de pronto una de las chicas—. El asqueroso anciano este. ¡Sinsorgo!
Kepa se rio de mala gana.
—Las sensillas costumbres vascas —le dije yo, y viendo que estaba algo confundido, añadí—: No haga usted caso. Si esto no es más que civilización.
Una de las chicas me miraba atentamente, separándose de mí.
—No tenga usted cuidado —le dije yo—; mi religión me prohíbe esa clase de exploraciones.
Al volver y coger el tren en Portugalete, nos encontramos con las mismas muchachas, que venían seguidas por tres o cuatro jóvenes que las acosaban de una manera un tanto bárbara.
—Ya estamos aquí de nuevo —me dijo la chica que había venido a mi lado.
—Y con escolta.
—Estos chicos de Bilbao son más brutos…
Los jóvenes perseguidores, al ver que hablaban las muchachas con nosotros, se aplacaron.
Charlamos la chica y yo. Era esta muchacha costurera, y trabajaba en un taller. Era guapa, morena, con la cara un poco ancha y los ojos claros, verdosos. Se desocuparon dos asientos en el vagón y nos sentamos ella y yo.
La costurera me pareció muy simpática y ocurrente, aunque tenía ese desgarro un poco brutal que parece que da la orilla del Ebro. Era riojana, algo paisana mía.
Llegamos a Bilbao, y al despedirme de ella le pregunté si nos veríamos otra vez; me dijo que el domingo siguiente iría al baile de los Campos Elíseos.
Fui y la encontré en seguida. Las convidé a merendar a ella y a su amiga. Mi costurera se llamaba Teresa. Hablamos mucho, y la vi a mi gusto. Su cara no era fina, sino más bien un poco basta, como si estuviera hecha de prisa y corriendo; su color rojizo, las manos ásperas y como vináceas; pero tenía unos ojos grises verdosos, con unas venillas azules en las ojeras, que eran un encanto.
—Mirarle a usted los ojos es para mí un espectáculo.
Estaba bien aquella chica; tenía un fondo inquieto de audacia y de decisión muy simpático. Hacía los diminutivos en ico, a lo aragonés y riojano, cosa que en ella me gustaba, pero que, en general, me fastidia.
La gracia y alegría que tuvieron nuestras primeras entrevistas se convirtió pronto en tristeza y en riñas. Cinco minutos que fuera tarde a una cita, y ya estaba Teresa de malhumor todo el tiempo.
La chica, celosa, creía indispensable infundirme celos. Me hablaba de lo guapo que era este o el otro; generalmente, se refería a dependientes de comercio jovencitos, de los cuales yo no podía ser rival. Para ella un hombre moreno, muy derecho, recién salido de la peluquería y con ademanes de conquistador, era el tipo del perfecto galán. Yo me encogía de hombros.
—No comprendo, si ese es tu ideal, por qué me haces caso a mí —le decía yo.
El generalizar para Teresa era la más estúpida de las preocupaciones. Yo pensaba que tenía las mismas ideas y los mismos sentimientos que una mujer del siglo XVII.
Para ella no había más preocupación que cuanto se relacionara con el amor y con el lujo.
Un hombre, según ella, no podía tener valor más que por la forma de la nariz, o por el color del pelo, o por la manera de vestir, o porque le faltara un diente. La vida para ella tenía dos núcleos: uno, la casa en donde se hacía el nido de amor, otro, la calle, donde se lucía. Lo demás no era nada. Así, todo trabajo que no se relacionara con la casa le parecía un trabajo envilecedor. ¡Ser mecanógrafa o maestra!… ¡Qué ridiculez! ¡Qué rebajamiento!
En el paseo, todo lo que no fuera lucir era denigrante. Ella no hubiera ido nunca con un obrero mal vestido, aunque hubiese sido su hermano. Llevar un paquete por la calle le parecía un horror; pensaba que el mundo entero se estremecía. Al principio de conocerla y de acompañarla, la vi algunas veces ponerse roja y mirarme inquieta, todo porque yo llevaba en la manga una mancha de yeso o la corbata torcida.
También quería hacer una comparación de la cantidad de entusiasmo que yo podía tener por ella y ella por mí. Yo la decía que no puede haber una reciprocidad completa en el afecto, Lo lógico es que no lo haya. Desde el momento que el amor es una gracia, un don que se da porque sí, no es natural que nos contesten con la misma cantidad de afecto. Nos darán más o menos, difícilmente la misma cantidad. Hay que resignarse, pues, a querer más o a querer menos de lo que nos quieran. Estos razonamientos míos, a mi parecer sensatos, le irritaban.
Teresa tenía un erotismo pánico y unas pasiones de salvaje. Toda su sensualidad se revestía con ideas violentas y sanguinarias. Su egocentrismo era absoluto. No le cabía en la cabeza la más ligera sombra de una idea general. Yo no he conocido persona que llevara más lejos la limitación. Ella y yo nada más. Muchas veces me preguntaba:
—¿Qué tal estoy así?
—Muy bien.
—¿Y así?
—Pues, muy bien.
Otro día me decía:
—No me has dicho nada.
—¿Qué pasa?
—Que tengo zapatos nuevos.
Todo esto me aburría lo indecible. No podía decir yo nada de ninguna mujer. Que encontraba que esta estaba bien vestida o tenía una figura bonita, bastaba ya para que se quedara enfadada.
—Te hablo de eso, porque a ti te gusta —le indicaba yo—; pero, sí lo prefieres, hablaremos de filosofía.
Ella me miraba iracunda. Teresa había decidido que todas las mujeres eran enemigas suyas; y como ella estaba por entonces interesada por mí, todas querían conquistarme.
El convertirle a uno en ídolo, para mí siempre ha sido muy desagradable.
—¡No tengas cuidado! ¿Quién se va a enamorar de mí? —le preguntaba yo.
Este sentimiento de comprensión de uno mismo le parecía a ella una finta, un engaño.
Ella aseguraba que los vascongados eran hipócritas, calculadores y egoístas; creía que los riojanos valían más, que tenían más corazón. Yo le atajaba no defendiendo a los vascongados, pero hablando mal de los ribereños del Ebro.
Una vez me dijo que ella ya no podía querer a nadie más y que ya no podía vivir; luego añadió, hablándome de usted:
—¿Usted no pensará casarse conmigo?
—No sé, chica —le contesté—. Todavía no te conozco bastante bien.
—Pues tendrá usted que decidirse pronto.
—¿Por qué?
—Porque tengo una tía en el pueblo y me ha arreglado la boda con un señor rico.
—¿Le conoces a ese señor?
—Sí.
—¿Cómo es?
—Un señor que está bien, pero que es ya viejo.
—¿Cuántos años tendrá?
—Lo menos, treinta y cinco.
—Pues yo ando cerca de los treinta; así que soy casi tan viejo como él.
—Yo no quiero casarme con él; si usted quiere, yo me voy con usted, si usted me da palabra de no abandonarme…, porque si usted me abandonara y me hiciera desgraciada, entonces le mataría…, no me mataría yo.
—¿Pero yo por qué he de hacerte desgraciada? ¿Por qué?
Ella aseguró que sufría mucho con mi indecisión.
La serenidad, un tanto amable, que yo me propuse tener con ella, le ponía furiosa y le sacaba de quicio. No pensaba más que en cosas terribles. En qué haría yo, si a ella le pegaran una puñalada o tuviera las viruelas. Todo esto me empezaba a aburrir. Tenía una tendencia a la exasperación y a los celos extraña.
A medida que hablaba con ella se revelaba esta personalidad brutal, rabiosa e iracunda. Y, sobre todo, la crueldad. Ella había notado que a mí no me gustaba matar a los animales, y, cuando salíamos al campo, se divertía, si veía algún bicho, poniéndole el pie encima. Hablaba de las mujeres con rabia. Si fuera hombre, ¡qué chascos les daría, después de aprovecharse de ellas!
El día de su santo le compré una sortija con una esmeralda.
¡Qué impresión le produjo este regalo!
Le acompañé hasta casa y en el portal me besó de una manera bárbara.
Después, recordando a esta muchacha y leyendo libros de psiquiatría, he pensado que había algo de sadismo en ella, porque me pellizcaba, me arañaba y a veces me pinchó con un alfiler.
Empecé a tenerla casi miedo. No era una mujer que pudiera vivir con un hombre tranquilo y de costumbres apacibles.
Como estábamos riñendo todos los días, un día le dije que tenía un carácter insoportable y que la iba a abandonar. Ella armó un escándalo tremendo.
Comencé a dejar de asistir a las citas y a ir tarde otras veces.
El furor que le daba era terrible. Afirmaba que estaba liado con la mujer de mi primo Ramón. Un día le dije a su madre delante de ella:
—Mire usted, su hija tiene un carácter imposible. Yo me hubiera casado con ella, porque el que sea obrera, para mí no es obstáculo; pero la voy a dejar.
—No me diga usted nada —me contestó la madre—, ya sé demasiado cómo es. Es una fiera. A esta lo que le conviene es que la peguen todos los días una paliza que la deslomen.
La chica nos oía dando taconazos en el suelo, de impaciencia. Al día siguiente no apareció, y a los dos días me escribió una carta, rabiosa, colérica y llena de faltas de ortografía. Me decía que se casaba con el señor viejo de su pueblo y que se marchaba de Bilbao para no volver. Añadía que se quedaba con el anillo que la había regalado, pero que, si se lo pedía, me lo devolvería.
La chica se marchó. Tuve luego pasados algunos años, ocasión de saber de ella, y me dijeron que pasaba por una mujer rara, de genio violento, que apenas salía de casa y que dominaba al marido.
Muchas veces sucede, cuando se intenta poner en marcha una máquina complicada, que se impacienta uno al ver que no se sabe manejarla; en cambio, otras veces, si toca uno un botón y, por casualidad, la maquinaría comienza a funcionar, se queda uno espantado de haber hecho moverse todo aquel tinglado. Algo de esto me pasó a mí con esta chica riojana.