HOGAR AJENO
A Joshe Mari le expuse mi situación. Mi primo presenció mi examen y se convenció de que habían hecho conmigo una injusticia.
—Vente a vivir a mi casa —me dijo.
—Gracias, no; yo no quiero ser parásito, quiero trabajar.
—¿Te gustaría ir a Bilbao?
—¿Por qué no?
—Yo tengo allí un primo, algo pariente tuyo también, que tiene grandes negocios. Le escribiré hablándole de ti.
—Bueno.
Le escribió y la contestación fue favorable.
—Vete a casa del sastre —me dijo Joshe Mari— y que te haga un par de trajes, y luego a casa del camisero y del zapatero.
—¡Psch! ¿Para qué?
—Es que si vas tan raído como andas aquí, no van a querer tenerte. Los ricos nuevos son así, fantasiosos.
—Pues tú eres rico nuevo y no tienes esas ínfulas.
—Es que nosotros somos aristócratas de espíritu, y la quincalla no nos puede hacer efecto; pero a ti te conviene un poco de barniz.
—Bueno, pues me arreglaré una indumentaria decente.
—Y vete en primera.
Fui en primera. En el vagón iba una mujer que me pareció inglesa o americana. Era una mujer muy delgada, esquelética, muy bien vestida, con el cutis tostado por el sol, los ojos brillantes, la cara larga y la mandíbula cuadrada. Me hizo algunas preguntas en mal francés, y entablamos conversación. Venía del Transvaal y era hija de un militar. Había viajado por todo el mundo, y, a pesar de esto, tenía un aire infantil.
En Miranda le convidé a tomar el desayuno.
Me despedí de la inglesa, que me invitó a ir al Transvaal seriamente, como se invita a tomar algo en un café próximo, y seguí mi viaje.
Llegué a Bilbao, donde me esperaba Ramón Larrea, el primo de Joshe Mari, que me llevó a una fonda.
Yo no sé por qué hablan de Bilbao como de una ciudad extranjerizada y moderna. A mí me pareció un pueblo tan hispánico como Villazar o Valladolid; pueblo áspero, sin vida social alguna. Allí, la gente rica se siente orgullosa por su dinero y se aísla; la gente media se aísla, quizá por despecho, y la gente pobre, venida de todas partes, es desvergonzada e insolente.
Me gustó mucho la ría de Bilbao; pero la vida de la ciudad no me gustó nada. Me pareció una vida de factoría, una vida estrepitosa y chillona, unos cafés llenos de humo y unos teatros llenos de hombres, y de hombres petulantes, cosa verdaderamente desagradable.
El trabajo que me dio don Ramón Larrea, el primo de Joshe Mari, fue de poco empeño; tenía mucho tiempo para salir y para aburrirme. Don Ramón Larrea, que quería pasar por un hombre serio, grave y sesudo, era en el fondo una cabeza destornillada. Se había encontrado con negocios tan fáciles, tan productivos, que se había hecho rico sin esfuerzo. Era más ligero que una bailarina y mucho más fantástico. Hablaba sin parar. Cuando conocí a otros ricos del pueblo me convencí de que aquella gente no tenía grandes condiciones para la vida moderna. Ninguno me pareció capaz de llevar la orientación de una ciudad grande complicada; ninguno apto para dirigir los acontecimientos. Eran los acontecimientos, la fuerza de las cosas, la que les arrastraba a ellos.
El primer domingo de estar en Bilbao, don Ramón me llevó a comer con su familia. Larrea había hecho su casa, medio chalet, medio palacio, en una calle nueva. Tenía hermosas vistas; desde las ventanas, a lo lejos, se veía el pico de Serantes entre la bruma, y por la noche, el resplandor rojizo de los Altos Hornos.
Don Ramón me presentó a su mujer como pariente, y para comprobar el parentesco se puso a hablarme de tú.
La mujer de don Ramón, Adela, era una mujer de unos treinta y tres a treinta y cuatro años, no guapa, pero con cierto aire de bondad. Tenía tres hijos, dos niñas, una de doce años, Adelita; otra de diez, Pepita; y un chico de seis, Ramoncito.
Después de comer, con el pretexto de que tenía mucho que hacer don Ramón, se fue y me dejó en el comedor charlando con su señora.
La mujer de mi primo tenía muchas ganas de hablar. Su marido, por lo que me dijo, siempre estaba fuera. Ella conocía poca gente, porque era de un pueblo de la costa, en donde había vivido hasta casarse.
Mientras hablaba Adela, sus hijos me mareaban a preguntas y me enseñaban sus juguetes. Cuando salí de la casa para marcharme a la fonda, era ya de noche. Al día siguiente, don Ramón me dijo que fuera a comer a su casa todos los días. Él estaba siempre fuera y su mujer no tenía con quién hablar.
—Bueno, ya iré.
—De paso, cuando estés libre —añadió—, debías de hacerme un pedido de libros para formar la biblioteca. Tengo unos cajones de libros, pero no los he abierto. No sé qué habrá.
Don Ramón no podía parar en casa; tenía que moverse, gritar y vociferar para todo. Yo me figuraba al principio que era la fiebre de negocios la que le intranquilizaba, pero luego supe que tenía una querida excorsetera, muy flamenca. Me lo dijo un dependiente del escritorio, un joven bizkaitarra de los que defendían el mito de Jaun-Goikoa eta lege-zaharrak (Dios y las leyes viejas).
—En un vascongado, eso de tener una querida está mal —añadió el dependiente con seriedad.
—Si está mal en un vascongado, estará también mal en un chino —le dije yo.
El dependiente no se había ocupado jamás de la moral de los chinos.
Este hombre quiso hacerme a mí bizkaitarra.
—Pero si yo he nacido en Cádiz, donde mi padre estaba de guarnición —le dije yo.
—No importa, sus padres eran vascos.
—Mi padre, sí, pero mi madre, no. Mi madre era de la Rioja.
—La Rioja es una tierra vasca irredenta.
La cosa me pareció enormemente cómica.
Este bizkaitarrismo era en Bilbao una chifladura general; halagaba la vanidad de las gentes del pueblo, haciéndoles creer que sólo los de la región eran buenos y nobles, de la raza de Abel, y que los hombres de las demás regiones españolas eran unos energúmenos descendientes de Caín.
El dependiente bizkaitarra, para llevarme a su campo, me prestó algunos libros que leí. Al cabo de algún tiempo me preguntó:
—¿Ha leído usted eso?
—Sí.
—¿Y qué?
—Me parece que están ustedes en un error. He visto que el Jaun-Goikoa de ustedes es un dios moderno. El dios antiguo de los vascos es Urci o Urtzi, el trueno, que es el mismo dios Thor de los escandinavos. Hay que desterrar a Jaun-Goikoa, que es un dios de ayer, y volver a Urtzi. Respecto a las leyes viejas no tenga usted simpatía por ellas. El tradicionalismo y el amor por las leyes viejas es una idea esencialmente judía y romana. Los hijos de Thor y de Urtzi nunca han sido amigos de las leyes, ni antiguas ni modernas.
El dependiente se quedó un poco asombrado con lo que le decía, porque él no había leído ninguno de los libros que me había prestado. También hablé de esta misma cuestión con Adela, que manifestaba grandes simpatías por el bizkaitarrismo.
Iba yo a casa de Ramón todos los días. Por entonces estaban haciendo el ajuar de una prima de Adela, que se casaba con un médico.
Esta chica, Rosario, era hija de un marino mercante, y era muy simpática, muy decidida.
Las hijas de Adela y sus amigas colaboraban en el ajuar con gran entusiasmo.
Yo no quería estar cerca de aquellas muchachas porque me parecía que impurificaba el ambiente con mis ideas eróticas involuntarias. Por esto tomaba ante ellas una actitud adusta y burlona.
Estas chicas se educaban la mayoría en un colegio de monjas, de externas. Un día quise averiguar qué sabían y les hice algunas preguntas acerca de materias científicas.
No sabían una palabra de nada de cuanto a mí me parece trascendental. No tenían ni la más ligera idea del sistema planetario ni de las estaciones, ni de la materia, ni de los cuerpos simples, ni de la elíptica, ni de los volcanes, ni del mar, ni de las plantas, ni de los animales. De cuestiones históricas y artísticas, lo mismo es decir nada. Si se les hubiera asegurado que Napoleón era contemporáneo de César, no les hubiera chocado nada.
—Estas chicas tendrán que casarse con hombres tan ignorantes como ellas —le dije yo a Adela.
—¿Y para qué van a saber más? —me replicó ella—; con que sean buenas y hacendosas.
La maniobra de don Ramón de meterme a mí en su casa no tenía más objeto que el que yo entretuviese a su mujer mientras él andaba de parranda. Sin duda estaba muy seguro de la virtud de su esposa y de mis buenas intenciones. La mujer de Larrea, a la que llamaba ya mi prima, había abandonado el piano; yo le insté a que volviera a él, y volvió; Ramón se rio con esto.
—Ya veo la influencia de Luis —dijo.
También le aconsejé a mi prima que quitara algunos muebles y adornos de mal gusto de la casa, pero Ramón protestó.
—No, señor —gritó—. No, señor. Es que tú eres un esteta. Es que tú quieres, sin duda, que haya aquí una corrección ática; no, no estoy conforme. Yo soy un rico, y un rico de Bilbao, de un pueblo de mal gusto, sí, señor, ¿y qué? ¿No hay derecho al mal gusto? Porque aquí no ha de venir nunca un hombre de buen gusto; aquí no ha de venir el admirador de Botticelli, o del Donatello, o del Bramante, sino el minero de Gallarta o de Somorrostro.
Yo me reí. Esta fraseología erudita entusiasmaba a Larrea; reconocí que tenía razón y se dejaron los adornos de mal gusto en donde estaban.
Un día, no sé cómo, después de una conversación larga con Adela, me dijo que sabía que su marido tenía una querida. Hablamos fríamente. Ella estaba dominada por la prestancia del marido y por la vida sexual. Me aseguró que no le importaba tanto la infidelidad espiritual como la material. Yo, puesto a hablar rudamente, quizá le tenía en el fondo cierto odio a aquella mujer por su reaccionarismo y por su fidelidad conyugal; le dije:
—Eso no lo comprendo, la verdad; porque para el amor material un criado le sirve a usted lo mismo que su marido.
Ella se estremeció.
—¿Y la deshonra?
—La deshonra existe cuando se hace pública.
—¿Y el pecado?
Yo me encogí de hombros.
Esta mujer buena estaba dominada por su marido, que era egoísta, infiel y un tanto botarate. A pesar de esto se preocupaba de él con entusiasmo.
—Claro, la vida no ha de dar a cada uno lo que merece —pensaba yo al salir de su casa—. Buscar la idea de la justicia fuera de la cabeza del hombre es una ilusión.