FILOSOFÍA DEL QUE SE SIENTA EN LOS BANCOS DE LA CALLE
LLEVABA dos meses en París; estaba dispuesto a volver a España, cuando un aventurero francés me proporcionó una copia de unos documentos para un político centroamericano. Como había mucho trabajo, lo repartí con Más y Gómez; pero a Más no le gustaba trabajar. Se había hecho amigo de un francés medio loco, místico, que opinaba que no había apenas necesidad de comer, y que las enfermedades se tenían porque se querían, y se curaban por la oración.
Este hombre, Bertrand el profeta, no tenía casa, y dormía en las iglesias, en los bancos, en cualquier parte, a veces de pie. Más, con su insubstancialidad, aceptó las doctrinas del profeta, y a los cuatro o cinco días de copia me dijo que estaba harto de trabajar y que no quería seguir.
—Bueno, bueno. Está bien.
Un par de años después le encontré a Más en Madrid, ya muy enfermo, y le pregunté qué había sido de su amigo, y me contó una historia que a él le parecía muy seria y a mí se me antojó muy grotesca. Un día, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, le encontraron al profeta Bertrand que se estaba lavando las hemorroides que padecía en el agua de una pila de agua bendita. Miraron el acto como una profanación y lo llevaron al profeta a la cárcel, y allí murió.
Como Más no quiso hacer la labor de copia, la hice yo, trabajando al día diez y doce horas. Para no excitarme demasiado, daba largos paseos por los afueras.
Viví con el dinero que me dio este trabajo otro mes; pagué mis pequeñas deudas, y empezaba a verme en la necesidad de quedarme, porque no tenía dinero para volver, cuando un español me vendió un billete que tenía del consulado, como indigente, por quince francos. Tomé un coche y me metí en el tren. Nadie pretendió identificar mi personalidad.
No llevaba ninguna simpatía por París ni un recuerdo agradable de una sonrisa o de una palabra grata. Naturalmente, en cualquier gran ciudad, a la que hubiera ido con poco dinero, me hubiera pasado lo mismo. En los pueblos civilizados, la pobreza es casi un crimen, porque indica inutilidad o inadaptación.
Pensando en mi estancia en la gran ciudad, comprendí que no había perdido del todo el tiempo.
Había aprendido y practicado algo de esa filosofía que se adquiere mirando a un río por donde pasan barcos y gabarras, y sentándose en los bancos de los jardines públicos. Este punto de vista del banco del jardín público no deja de ser trascendental. Se ve el mundo de muy distinta manera desde el banco de un jardín público que desde la terraza de un palacio particular, desde la imperial de un ómnibus que desde el asiento de un automóvil.
También llevaba una impresión de pánico, sentida al asomarse a la vida del suburbio parisiense.
De lo que he visto, nada me ha producido más espanto que algunos rincones de los barrios exteriores de París. En otros lados hay miseria, en otros crímenes; pero en esos rincones, cafetines y bares se reúne el vicio, el crimen, la abyección y la petulancia. Apaches jóvenes y fuertes, hombres robustos, inyectados por el alcohol, que pegan a sus queridas; mujeres también fuertes, morenas o de pelo rojo, peinado como un casco, con un delantal, unos brazos musculosos y unas manos que parecen hechas para estrangular; viejos y viejas derrotados, deshechos…
La curiosidad me impulsó algunas veces a asomarme a estas tabernas y rincones; pero luego el temor me hacía huir. Me veía asesinado a la puerta de algún cafetín de las afueras.
—¿Cómo un español, un hombre de un país de riñas y de navajadas, podía encontrarse asustado en París? —me preguntaba el judío turco. Esto a él, como a un francés que le acompañaba, le parecía una extravagancia.
A la vuelta a España iban en el tren dos mujeres, que marchaban a Burdeos; debían ser modistas. Yo no tenía ninguna gana de entablar conversación, pero ellas, sí. Me preguntaron qué era y adónde iba. Les contesté que era español, que volvía de París a Madrid, Me volvieron a preguntar qué me parecía París. Les dije que era un pueblo admirable, sobre todo para los ricos.
—¿Y para los pobres, no?
—Para los pobres todos los pueblos son malos.
—Es un filósofo —dijo una de ellas a la otra, refiriéndose a mí.
Y la otra replicó:
—Es un idiota.
Al llegar a Burdeos tuve que esperar unas horas sin comer. No me quedaban más que cuatro o cinco pesetas españolas, que no me las quisieron cambiar en ningún comercio. En Irún tomé café con leche, y me senté en un banco de la estación y me quedé dormido.
—Este pobre, ¿de dónde vendrá? —oí que le preguntaba una señora a otra con voz muy suave.
Le agradecí la compasión, y estuve por decirle:
—Señora. Muchas gracias por su piedad, aunque no sea digna de ella.
Esta simpatía por el pobre siempre será una cosa admirable de España.