DILIGENCIAS VANAS
LLEGUÉ a París, busqué cuarto y encontré uno muy barato en un piso alto, abuhardillado, de la calle de Vaugirard, enfrente del jardín del Luxemburgo, en una casa de muy buen aspecto. Costaba el cuarto veinticinco francos al mes.
Estaba citado con Más y Gómez, y fui a buscarle a la calle de Flatters, donde él vivía. Hablamos, me acompañó hasta mi casa, y al ver que había encontrado para vivir un sitio de buen aspecto, me dijo con cierto énfasis estos versos, que creo que son de Zorrilla:
Siempre vive con grandeza
el que hecho a grandeza está.
Llegado a París, pensé perder unos cuantos días en orientarme un poco y luego buscar un medio de trabajo. Presencié un Catorce de Julio feo, sucio y sofocante; nunca había visto yo tal cantidad de harapientos inundando las calles; los soldados marchaban en coche por los bulevares un tanto borrachos, y de noche, en las plazuelas y encrucijadas, adornadas con farolillos de papel, se bailaba.
El momento era muy político y el proceso Dreyfus volvía medio locos a los franceses más cuerdos. Constantemente había manifestaciones, riñas en los cafés y peleas en las calles.
Intenté ver si podía traducir para alguna casa editorial, pero no encontré nada; diez o doce españoles y sudamericanos explotaban las traducciones, ganando una bicoca, pero esto se consideraba una ganga. Entre los españoles que vivían allí había gente extraordinaria dedicada a las más extrañas ocupaciones. Uno de ellos, pintor, que no ganaba con la pintura, se dedicaba a la magia y solía estar en su estudio de Montmartre, el verano, con la estufa encendida, vestido con una túnica negra y, delante de un atril, con un libro cabalístico recibiendo a su clientela y aconsejando a uno y a otro qué amuletos debía usar para librarse de los maleficios.
Yo no era bastante audaz ni bastante hábil para inventar un recurso así. Los días se me pasaban en andar, en visitar museos, en diligencias vanas, como hubiera dicho Más; vivía con muy poco dinero, no gastaba arriba de tres francos al día. Encontraba París hermoso, pero nada amable. Es muy difícil encontrar amable un pueblo no teniendo dinero; naturalmente, se tropieza yendo en calidad de pobre con lo más triste y feo de una urbe. Mi francesismo disminuía progresivamente. Era una época de desprestigio absoluto de España, de su vida, de su política, de sus costumbres, de su moneda, y aquel desprestigio acompañaba, como la sombra, a cada español en el extranjero. Nada para mí más estúpido. Yo no estoy seguro de ello, pero creo que ha habido épocas en que no se ha medido a cada hombre por la fuerza política o militar de su país. Actualmente es así, cosa antipática y antihumana. Sólo los ingleses he visto que todavía son capaces de medir a los hombres por lo que valen individualmente.
Además de esta desventaja de ser español, con la que tropezaba entonces al pretender algo, tenía uno que luchar con la gente, que, al menos la que a mí me rodeaba, era de una sordidez exagerada. Con dinero no me hubiese importado aquello mucho; pero no lo tenía, y era indispensable defender los céntimos contra el dueño del restaurante o contra la portera, que, cuando había uno gastado dos o tres bujías a la semana, decía que cinco o seis.
Al mes de estar en París me convencí de que no iba a hacer nada, y empecé a pensar en volver a España. Tenía decidido el viaje, cuando, en una gran manifestación dreyfusista, a la que acudí por curiosidad, conocí a un judío turco que hablaba español y que me proporcionó una labor de copia en la Biblioteca Nacional. Cobré por el trabajo doscientos cincuenta francos. Decidí quedarme otro mes en París.
Un día se me presentó en casa Más y Gómez y salimos a pasear. Entramos en el jardín del Luxemburgo. Era un día de calor bochornoso. Más me contó largamente sus dificultades; luego se sentó en un banco, se quitó el viejo sombrero de paja, ennegrecido por el sol, y, secándose el sudor de la frente con un pañuelo de color, sucio y remendado, me dijo con acento lastimero:
—Puesto que está usted en las mismas condiciones que yo, le voy a decir que soy muy desgraciado.
—Hombre, no me mate usted —le indiqué yo.
Le animé un poco, y fuimos a cenar a un restaurante próximo al Odeón, un restaurante balzaquiano, amarillo, raído y triste. Después de cenar, Más, encontrándose animado, me convenció de que fuéramos hacia Montmartre. Marchamos a la otra orilla. Anduvimos por un bulevar vacilando, sin decidirnos a entrar ni aquí ni allá, y acabamos metiéndonos en un café cantante. Tuvimos mala suerte; no había más que siete u ocho personas dentro. Nos dieron un café muy malo y oímos unas canciones de argot poco agradables. Yo me hubiera marchado enseguida, pero Más no quería. Cantaba un hombre grueso, que era el principal del café, un atleta con un sombrero muy ancho, unos calzones azules, chaqueta de terciopelo y corbata flotante, y después de él cantaban otros de menos categoría, tipos hambrientos, vestidos de negro, acompañándose todos con un piano pequeño. Cuando concluía alguno de ellos, pasaba un chico con una bandeja y se le echaba dinero; diez céntimos, por lo menos.
A la octava o novena vez nos pareció la cosa un tanto abusiva, y, de común acuerdo, Más y yo no echamos un cuarto a la bandeja.
Los cantantes nos insultaron horriblemente, y sobre todo el atleta de los pantalones azules. Más, que era un hombre absurdo y débil, fue a encararse con él y a pedirle explicaciones en un tono agresivo. El cantante atlético le miró despreciativamente. Yo me temí que lo iba a deshacer de una guantada.
El café estaba cerrado.
Afortunadamente, en aquel momento entró un gendarme; yo le agarré del brazo a Más, y salimos al bulevar entre el abucheo de los cantantes.
—No se le ocurren a usted más que necedades —le dije a Más con furia—. Parece mentira que sea usted tan imbécil.
Más quería convencerme de que un español no debía dejarse atropellar de una manera tan villana.
Insistía en la palabra villana, como si se tratara de la exactitud del calificativo y no del golpe que le podían haber dado.
—¿Pero no comprende usted que le hubiera hecho polvo? —le dije yo.
—No crea usted que yo soy manco —me contestó él.
Esto me dio una risa inextinguible.
Mi amigo, que estaba aquella noche turbulento, quiso que nos acercáramos a Moulin Rouge a ver la salida de la gente. Entre el público, Más conoció a un pintor catalán que iba con un periodista sudamericano.
Me presentó a ellos, que me acogieron desdeñosamente, y echamos a andar todos hacia la plaza de la Trinidad. Hablamos de lo que nos había pasado en el café.
El pintor catalán, secundado por el sudamericano, defendió la tesis estólida, con una falta de gracia absoluta, de que había que ser un hombre refinado para saborear una canción popular insulsa. Me pareció una tesis que no valía la pena de rebatir. Antes de llegar a la esquina del jardín del Luxemburgo, tomamos Más y yo por una callejuela que salía al Odeón; y a la puerta de una taberna, el Cabaret du Cygne, presenciamos un altercado entre el dueño y unos parroquianos. El dueño era un viejo templado, de perilla blanca, y luchaba a puntapiés con unos apaches jóvenes. Las camareras de la taberna, unas mujeres fuertes, grandes, tomaban parte en la riña, gritando e insultando. Todos los clásicos insultos del bajo pueblo parisiense cruzaban el aire. Más y Gómez, siempre entremetido, se había acercado al lugar de la reyerta. En esto se abrió un balcón de un tercer piso y estalló en la calle algo con estrépito. No era precisamente una bomba, sino un envoltorio hecho con periódicos, en el que habían vaciado unos cuantos bacines.
Los de la calle empezaron a gritar y a insultar a los de la casa.
Más y Gómez se me acercó, oliendo no precisamente a rosas.
—¿Qué voy a hacer? —me dijo el pobre hombre.
—Vaya usted a lavarse.
Yo, riéndome sin querer, me marché a mi buhardilla.
Otro día, con este judío turco a quien había conocido en la manifestación dreyfusista, estuve en un mitin ácrata, en un picadero próximo a la calle del Faubourg Saint-Antoine. Era de noche. Estaban los alrededores llenos de gendarmes, ciclistas y de soldados de línea, como si se fuera a dar una batalla. A mí me parecían estas precauciones un poco de broma; pero a la salida, por un callejón estrecho, nos dieron una paliza terrible. Los puños de los gendarmes maniobraban sobre las pobres cabezas ácratas de poco seso, como quien varea lana.
La gente caía al suelo, golpeada y pateada.
Yo escapé como pude con un puñetazo en un hombro, que me dolió bastantes días.