I

CAMINO DE PARÍS

LA pérdida de las colonias hizo hablar a muchos políticos españoles de una necesidad de regeneración inmediata. No sé si la tal regeneración conmovió los Ministerios; el caso fue que en una de estas regeneraciones me dejaron cesante. Mi amigo Más y Gómez me dijo que él no encontraba ninguna colocación en Madrid, que estaba desesperado y que había dispuesto marcharse a París de profesor de español a un colegio, con doscientos francos al mes. Yo me decidí a seguirle para ensayar, aunque sin grandes esperanzas. Tenía unas trescientas pesetas guardadas. Con el cambio quedaban reducidas a ciento cincuenta o ciento sesenta francos. Empeñé un reloj de oro, por el que me dieron diez duros, y vendí unos cuantos libros por otro tanto. Tomé un billete de baños de tercera clase, de ida y de vuelta, muy barato, para San Sebastián; fui allá muy incómodamente, por cierto, y a la salida de la estación lo vendí.

Alguno me advirtió que yendo a París con poco dinero, lo pasaría mal. No me asustaba la perspectiva. Era hombre que me acostumbraba fácilmente a todo, menos a soportar a los demás. En las comidas me contentaba con lo que me dieran. No tenía apenas preferencias; vegetales o animales, carne o pescado, legumbres o verduras, todo me era igual. En el traje me pasaba lo mismo, y respecto al espectáculo, lo había suprimido. A esta indiferencia estoica llegué, parte por razonamiento y parte por desprecio.

De San Sebastian fui a Hendaya y tomé un billete de tercera para París.

Al ocupar mi asiento en el coche, en Hendaya, se colocó a mi lado un matrimonio francés. Él era capataz de unas minas de Ciudad Real, y bretón, ella parisiense; los dos hablaban muy bien el castellano. Estábamos cerca de la ventanilla charlando, esperando la salida del tren, cuando un hombre de bigote rubio y nariz roja se puso burlonamente a remedarnos.

—No haga usted caso —me dijo la mujer del capataz—. Ese hombre está borracho.

Efectivamente, no hice caso. Partió el tren; seguimos hablando en castellano el matrimonio francés y yo, cuando, de pronto, se abrió la puerta que separaba nuestro departamento de otro del mismo coche y apareció el hombre de la nariz roja y del bigote largo y se lanzó contra mí gritando enfurecido e inyectado:

Pas d’espagnol! Pas d’espagnol!

El capataz y otros dos se levantaron, agarraron al hombre y lo empujaron hacia fuera.

La parisiense me dijo:

—No vaya usted a juzgar a Francia por esto.

—No, no.

A pesar de todo, el detalle me molestó. Luego, queriendo darle una explicación, pensé en el odio étnico que hay entre los hombres y en el acto terrible del Apañadico de Ujué con el soldado que había matado porque era rubio.