XV

DECAÍDO

JOSHE Mari, que no tuvo éxito con la Rita, se dedicó por entonces a una cupletista francesa que trabajaba en un salón de la calle de Alcalá.

La cupletista se llamaba o se hacía llamar Fathma, y pasaba por argelina, aunque al parecer era de Marsella.

Joshe Mari me llevó dos o tres veces al teatrillo, a ver una farsa titulada algo así como El pachá Bum-Bum, en donde no faltaba un baile que entonces, y no sé si ahora, se llamaba por los técnicos la danza del vientre.

A mí estas cosas nunca me han divertido. Joshe Mari quiso que les acompañara a la Fathma y a él y a una cupletista insignificante del mismo salón; pero yo rechacé la oferta.

La gente de teatro siempre me ha producido poca simpatía.

Además, aquella cupletista que Joshe Mari quería adjudicarme era una mujer bestia y sin ninguna gracia.

Un día que les acompañé a un colmado, en el camino me tiró el sombrero tres o cuatro veces al suelo, me quitó un duro del bolsillo y se lo guardó, e hizo otra porción de gracias de la buena sociedad.

Al entrar le dije yo a Joshe Mari:

—Esta chica tiene demasiado ingenio parisiense para un palurdo como yo. Adiós.

—¿Pero te vas?

—Sí, sí.

Por aquella época, a pesar de no ser yo un patriota, me ponía de mal humor el leer los periódicos y el ver lo mal que iba la cuestión de Cuba y Filipinas. Al comenzar la guerra con los yanquis, varias veces me propuse no enterarme de nada; pero las aglomeraciones de gente delante de las oficinas de un periódico en la calle de Sevilla, que anunciaba en un telón las noticias de la guerra, me hacían pararme.

La gente patriotera se contentaba con cantar un cuplé bastante estúpido, que terminaba diciendo:

Para cerdos, Nueva York.

Yo me irritaba.

Al fin, sin quererlo comencé a leer los periódicos, y las noticias de la guerra siguieron apasionándome.

Solía ir a casa de doña Asunción, que se mostraba muy patriota.

Por entonces comencé a sentirme débil y con cierto malestar.

Un día, en la calle de Alcalá, escupí sangre.

—Bien —me dije—. Este es el principio del fin.

Fui temblando a la Casa de Socorro de un médico amigo mío. Me reconoció. No había nada en el pulmón, según él. La intranquilidad que me produjo el creerme enfermo se mezcló a las noticias del desastre de nuestra pequeña escuadra, y anduve varios días triste, decaído y nervioso.

Se me quitó el sueño casi por completo, y no podía dormir nunca hasta que no empezara a entrar en mi cuarto la luz del día, y entonces dormía un par de horas.

Para remediar esto me decidí a hacer una vida más activa, y comencé a levantarme temprano. Solía marcharme a dar un paseo por la Moncloa, y pronto volví a la vida normal.