XIII

LA RITA Y SU AMIGA

A pasé el verano, bastante entretenido, y al comienzo del otoño apareció en Madrid Joshe Mari Larrea.

Me contó que la Anita se le había escapado en San Sebastián con un pollo elegante, pero esto no le quitaba el sueño y venía dispuesto a nuevas aventuras.

Yo soy un hombre que estimo a las gentes con dificultad, y a Joshe Mari no le estimaba. Joshe Mari, en cambio, pretendía protegerme a su modo, pero yo no aceptaba esta protección.

Él juzgaba de mi vida por la suya. Le parecía, por ejemplo, que yo sufría mucho no veraneando. No comprendía que para mí hubiera sido mucho mayor sufrimiento el veranear con una mujer como la suya.

—No he tenido ninguna pena por quedarme el verano en Madrid. Puedes estar tranquilo —añadí.

Me preguntó cómo vivía, y se lo dije; quiso saber dónde trabajaba, y a esto le contesté de una manera vaga.

En el taller de las de Bernedo hablé de Joshe Mari con la Filo, la Puri y la maestra, que tenía derecho a opinar; dijeron las tres que lo llevara un día a que lo conocieran ellas.

—Bueno, ya saben ustedes qué clase de pájaro es.

—Sí, sí; no importa.

Efectivamente, llevé a José Mari al taller, y el hombre estuvo alegre y concurrente. A media tarde mandó traer pasteles, helados y vino de Jerez, y obsequió a las chicas.

Joshe Mari habló mucho con la Filo, y se refirieron, principalmente, a mí. Lo noté por su sonrisa y su mirada.

—Ya sé que os estáis riendo de mí —les dije—; pero no me importa.

Entre las oficialas del taller había una chica muy vistosa, muy guapa, con unos ojos negros, grandes: la Rita. A Joshe Mari le hizo mucho efecto, y al día siguiente andaba tras ella. A mí aquella chica no me gustaba nada; no tenía vida en la cara ni gracia, ni energía; en ella no había más que fachada, y con todo su aspecto rozagante estaba siempre enferma del estómago y del vientre, y con dolores de cabeza.

A la semana de conocer a la muchacha, Joshe Mari me indicó que me necesitaba para ir al teatro con la Rita y su madre.

—A ver si le distraes un poco a la madre —me dijo.

—¿Hay que llevar la cesta?

—Hombre, yo estoy dispuesto a hacerlo por ti.

—No digo que no. Yo también estoy dispuesto.

—Bueno; pues esta noche vendré a buscarte, a las ocho, cenaremos juntos e iremos al teatro.

Cenamos Joshe Mari y yo y fuimos a la Zarzuela a un palco, en donde estaban la Rita, su madre y una señora joven.

Las saludamos, y la madre de la Rita nos presentó a la señora joven, que se llamaba Matilde, y charlamos.

La madre de la Rita era una andaluza de mucha trastienda, morena, un poco chata, con hermosos ojos negros y dientes blancos; tenía un aire de tan poca distinción, que nadie la hubiera podido tomar más que por una patrona de casa de huéspedes o por una mondonguera. Estuvo hablando conmigo. Al hablar se reía y guiñaba los ojos con mucha gracia.

Me dio a entender, con un tono entre malicioso e irónico, que sabía que Joshe Mari era casado, pero esto no le daba miedo; su hija, aleccionada por ella, no era tonta ni daría un mal paso; mientras tanto, la pobre chica se divertía.

A la media hora de estar en el palco, la madre de la Rita tenía confianza conmigo, y me dijo, por lo bajo, que yo a quien debía hacer el amor era a la señora joven, Matilde, la amiga de su hija, que estaba casada con un viejo diplomático.

—¿No le gusta a usted? —me preguntó.

Matilde, la amiga de la Rita, era una mujer morena verdosa, de ojos hermosos y rasgados, nariz fina, bien hecha, la boca de labios pálidos y el pelo negro. Era un tipo de judía que a mí no me ha gustado nunca.

Cuando se levantó vi que era bajita y gruesa.

—Ella está rabiando por tener un hijo —me dijo la madre de la Rita aparte.

—¿Hace tiempo que está casada?

—Sí, ya hace cuatro años.

—¿Y vive aquí con su marido?

—Sí, ahora viven aquí. El marido ha sido embajador en varios sitios. Era amigo de mi familia. Ya verá usted. Al final de la función aparecerá por aquí.

Efectivamente, a eso de las doce apareció en el palco un señor elegante, alto, de barba cana y lentes. Nos saludamos, y poco después el diplomático y su mujer se fueron.

La Rita siguió hablando con Joshe Mari, y la madre, con su risa burlona y guiñando los ojos, trató de convencerme de que debía poner un sitio en regla a Matilde, la embajadora.

Me dijo dónde vivía, qué costumbres tenía, a qué hora salía; me habló de sus encantos interiores, como un chalán puede hablar de un caballo.

Era la madre de la Rita una mujer para entenderse con Joshe Mari; pensaba que engañar a un marido o llevarse a una muchacha no tenía importancia, lo cual no era obstáculo para que guardase a su hija como quien guarda un capital.

Joshe Mari, interesado con la Rita, le hacía regalos y la convidaba a todas horas. La madre, muy lagarta, tenía el sistema de aceptar todo lo que le dieran y no comprometerse. No quería que la chica dejase el taller de ningún modo, y como tenía gracia y mucha labia, solía recurrir a la Filo y le contaba lo que pasaba. La Filo se reía a carcajadas y permitía que la Rita llegara un cuarto de hora o media hora más tarde al taller.

La madre de la Rita siempre me estaba azuzando para que hiciera el amor a Matilde la exembajadora.

—Ella lo que quiere es tener un chico, y su marido es muy viejo. Si no se lo hace usted, se lo hará otro —me decía, y se reía la mujer, mostrándome sus ojos brillantes, su nariz respingona y sus dientes fuertes y blancos.

Aprovechando que el marido de Matilde había ido fuera, la madre de la Rita y Joshe Mari prepararon una cena en un café muy poco frecuentado de la calle del Desengaño. Joshe Mari aseguró que iba a hacer una limonada especial.

Primero se pensó sólo en convidar a Matilde, a la Rita y a su madre; pero luego hubo que invitar a la Filo y a la Puri, con lo cual éramos cinco mujeres y dos hombres.

Cenamos en un cuarto del piso principal, bajo de techo, tapizado con papel rojo, con un espejo grande y un piano. La cena, como dirigida por Joshe Mari, fue espléndida, y se hizo un gasto de limonada grande. Después mandó traer mi primo dos botellas de Champagne, y se bebió y se brindó.

Joshe Mari tocó en el piano valses y polcas y el chotis de Con una falda de percal planchá

Yo, como no tengo habilidad ninguna, no hice más que fumar.

—¡Pero qué desaborío es usted! —me decía la madre de la Rita.

—Es un asaúra —añadió la Filo, también hablando en flamenco.

—¡Qué le voy hacer! —repliqué yo—. Nunca he sabido hacer nada.

Joshe Mari preguntó a Matilde y a las demás si querían que trajera un tocador de guitarra, con quien había hablado de antemano.

Matilde pareció vacilar, pero luego dijo que sí.

Entró el tocador, un viejo andaluz de pelo blanco y de buen aspecto; nos saludó finamente, se sentó, templó la guitarra y comenzó a lanzar jipíos metafísicos. Yo le dije que debía cantarnos canciones populares, tangos y cosas por el estilo. El hombre empezó con aquello de:

Granada estará orgullosa

con el Frascuelo.

Yo insistí en que debía bajar más el diapasón y dedicarse al tango callejero. Cantó el tango de la bicicleta, el de las mujeres que entran en quinta, uno dedicado a los personajes del crimen de la calle Fuencarral, que empezaba diciendo:

En la primera corrida,

que demos en mi lugar…

Luego cantó tangos misóginos:

De las grandes locuras

que el hombre hace,

no comete ninguna

como casarse.

Y el otro de:

Con pañuelos de Manila

todas van;

la camisa muy cochina

y sin lavar.

Después se dedicó al tango del Espartero y le dio a esta elegía popular todo su empaque, y luego, como contraste, en un compás de seguidillas, cantó el del Reverte:

Cuando dicen los papeles

que el Reverte va a matar…

Estábamos después de la cena envueltos en efluvios populares. Se nos pasó el tiempo rapidísimamente.

Como ya el repertorio del cantador se iba agotando, tuvo que recurrir a canciones más viejas, y una que me gustó por lo pintoresca fue un tango explicando la sublevación de Villacampa, que terminaba con esta enérgica imprecación dirigida a uno de los militares, enemigo, sin duda, de la algarada republicana:

¡Anda, so pillo, charrán,

asesino de mala estampa,

que quisiste regar las calles

con la sangre de Villacampa!

A la Filo le gustaba como a mí esta música plebeya, de callejuela, un poco encanallada.

—A mí me gusta mucho Madrid —me dijo la Filo—, soy muy madrileña.

—Sí, eres un poco chulona, a pesar de tu barniz parisiense. Goya te hubiera puesto entre las ángelas guapetonas de San Antonio de la Florida.

—A ti también te gusta Madrid.

—Sí, en algunas cosas. La verdad es que para esto de la canción popular suburbana un poco encanallada no ha habido pueblo como Madrid, como el Madrid de hace años. París tiene la canción inventada por un autor de más o menos categoría, una canción semiliteraria para burgueses, horteras y estudiantes; la canción suburbana de Roma y de Nápoles es romántica, de amores y cabellos rubios, de ángeles y claros de luna, está hecha por los Amicis y los d’Annunzios del arroyo; la canción de Londres es infantil, alegre, de clowns; la canción de Madrid es completamente popular, sin ornamentos literarios; sale de las entrañas de la plebe como un dragón de su agujero, pero ya va en decadencia.

—¿Crees tú?

—Sí, a medida que Madrid aumente y mejore y se haga socialista, la canción suburbana, el tango, desaparecerá. La civilización esteriliza el genio popular.

A la una y media de la noche, las de Bernedo dijeron que ellas tenían que trabajar al día siguiente, y aunque lo sentían mucho se marchaban. Se disolvió la reunión. La Rita, su madre, la Matilde y Joshe Mari tomaron un coche.

Yo las acompañé a las de Bernedo a su casa. En la calle le dije a la Filo.

—Si valiéndome de la oscuridad te hago un zirri, como dicen allá en mi tierra, no te alarmes.

—No, chico, no —me contestó ella con gracia—; pero yo no me contento con eso.

Me dio mucha risa su respuesta, y fuimos por la calle empujándonos el uno al otro.

—Te puedo —me decía la Filo.

—Claro, tú tienes mucha más base.

—Vamos; id con seriedad —dijo la Puri con acritud, a quien no le gustaba que se ocuparan mucho de su hermana.

Llegamos a su casa y me despedí de las dos chicas.