XII

EL VERANO

MI casa era muy caliente, en verano sobre todo, en las horas de sol. Para no tostarme, salía, y por las mañanas me refugiaba en la Biblioteca Nacional.

Por las tardes comencé a llevar las cuentas del taller de las de Bernedo. Santos había aceptado una contrata para tocar el violín en un pueblo de Portugal. La contabilidad no era muy complicada, y con atención y algunas explicaciones que me dio Santos, pude sustituirle, sin que se notara su falta.

Las chicas de Bernedo me trataban siempre como a un señor, como al sobrino de la casa de Arellano, y yo las trataba a ellas como a mis patronas. Me daban el mismo sueldo que a Santos.

La Filo fue a París y me invitó a ir con ella.

—Si quieres, te convido —me dijo.

—No, chica, no; no quiero ir de gorra.

—¡Cobarde!

—Cobarde, ¿por qué?

—Porque me tienes miedo.

—No, no; es que no quiero ir en tan malas condiciones.

—Yo no tendría inconveniente en dejarme convidar por ti.

—Es distinto.

—¡Ah! El orgullo del hombre. Bueno, pues aquí os quedáis la Puri y tú, cuidando de esto. Sed formales.

—Ya sabes que la Puri no me puede ver. No haremos ninguna calaverada.

—¡Hum! Qué sé yo.

El caso fue que la Puri, cuando se quedó sola, me hizo que la acompañara de noche a los teatros, a los jardines del Retiro y, algunas veces, a la Bombilla a cenar juntos. De noche se agarraba a mi brazo, y a veces me decía:

—Nos toman por enamorados.

La tesis de la Puri era que su hermana tenía debilidad por mí, y, después de afirmar esto, me iba especificando los muchos defectos, físicos y morales, que tenía la Filo.

—Para mí es una mujer muy simpática —le decía yo; lo que a la Puri le molestaba profundamente.

—Y, entonces, ¿por qué no te entiendes con ella?

—Qué quieres. Los amores con Lozano y el chico son cosas que no las puedo pasar, porque el chico es el retrato del padre.

—Sí, es verdad —decía la Puri—. ¡Quién había de pensar que allí en el pueblo, cuando andabais juntos Lozano y tú y parecíais tan amigos, fuerais tan enemigos!

—Entonces ya me era antipático. Yo comprendo que es una antipatía inmotivada, que no tiene un motivo serio de existir, pero existe. ¿Tú no le conociste al Apañadico de Ujué, el criado de mi tía, que fue guarda de unas viñas en la Mota?

—Sí.

—Pues aquel hombre había sido carlista, y no era de mal corazón. Sin embargo, contaba que, en tiempo de la carlistada, siendo él cabo y yendo con tres soldados, había hecho dos prisioneros liberales, y a uno de ellos, sin más explicaciones, le puso el fusil en la sien y le levantó la tapa de los sesos.

—¿Y por qué hizo usted eso? —le pregunté yo una vez.

Y él me contestó:

—Era un rubico más atravesado… Si tú recuerdas cómo era de negro y moreno el Apañadico, comprenderás el asco que debía tener a un hombre rubio. Pues la antipatía que yo tengo por Lozano es de esa clase.

No agregué que el haberle escogido como amante la Filo en otro tiempo en vez de haberme elegido a mí no lo podía olvidar.