LA ENRIQUETA
AL comienzo del verano Joshe Mari se fue al Norte y se llevó a la Anita. La Enriqueta, enterada de que yo no tenía un cuarto, levantó el vuelo y anduvo por verbenas y kermesses. La vi en coche, con mantón de Manila. Hacia principios de agosto la encontré, y estuvo conmigo más afable que de costumbre.
—¿Por qué no me convidas hoy a alguna parte? —me dijo.
—¿A qué quieres que te convide?
—Llévanos al teatro a mi hermana y a mí. ¿No tienes dinero?
—Tanto como para eso, sí.
Nos citamos en el café del Vapor, de la plaza del Progreso. La Enriqueta vino con su hermana, que era muy parecida a ella, un poco más fea y más agria. Fuimos a la Puerta del Sol, montamos en el tranvía y entramos en el teatro del Príncipe Alfonso. Tomé tres butacas. Había empezado la función y atrajimos las miradas de las gentes.
—Siéntate tú en medio —me dijo la Enriqueta.
Me senté. Representaban la Isla de San Balandrán, una zarzuela del tiempo de los Bufos, ya bastante encanallada de por sí, y que los cómicos se encargaban de encanallarla aún más. Toda la gracia de la zarzuela estaba en que en la isla de San Balandrán los hombres hacen los oficios de mujeres y las mujeres los de los hombres. El ejército de la isla, siguiendo la convención zarzuelesca, es de mujeres, y a la cantinera, en cambio, le corresponde ser hombre. El cómico que hacía de cantinera era un hombre bajito, rechoncho, y salía con la cara llena de polvos de arroz, los labios y los ojos pintados y un lunar grande en medio del carrillo. Vestía falda corta, polainas; llevaba gorra de cuartel y un barrilito al lado, y venía andando con unos pasitos cortos y moviendo las caderas. Estaba verdaderamente desagradable. Del paraíso gritaban: ¡Zape! ¡Sarasa! La Enriqueta se echó a reír, con una risa tan escandalosa y tan chillona, que todo el mundo se volvió para mirarnos. Había un señor gordo, con chaqueta de alpaca y chaleco blanco, en una butaca de adelante, que se volvía, entre indignado y sorprendido, a contemplarnos. Era un tipo de caricatura, gordo, apoplético, con los ojos saltones e inyectados; parecía que iba a reventar.
La Enriqueta con esto se reía más.
—Calla —le decía yo.
—El tío gordo…, cómo me mira… otra vez.
—Estamos llamando la atención —advertí.
No había advertencia que valiera.
—Pero cállate, cerda —le dijo, incomodada, su hermana.
El público murmuraba y protestaba de nuestra charla.
—¡Jesús, qué gente más indecente viene a estos teatros! —dijo una gorda a nuestro lado.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la Enriqueta, volviéndose.
—No se ha referido a ti —le dije yo—. Es que tiene detrás unos señoritos que la están parcheando.
Con esto se tranquilizó. Cuando dejó la gente de mirarnos volví la cabeza para atrás, con el objeto de contemplar la sala, y en una platea próxima encontré a mi amor del Barrio de Salamanca, a María Nájera. Ella, al verme, desvió la vista con marcado desdén, y su hermano, que estaba con ella, sonrió burlonamente. Salimos del teatro y volvimos a la Puerta del Sol; la Enriqueta quería tomar horchata y, después, que fuéramos a pasear al Retiro, pero su hermana se opuso; dijo que no, y las acompañé hasta su casa.