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JOSHE MARI LARREA

DESDE Valladolid no le había vuelto a encontrar a mi primo Joshe Mari Larrea. Una tarde le vi en la calle de Alcalá; bajaba de un coche. Me presentó a su mujer. Era una mujer gorda, llena de alhajas, con una tez ictérica, una cara inmóvil, unos ojos negros brillantes y un acento al hablar muy recortado y displicente, como extremeño o murciano.

No era quizá una mujer fea, pero para mi gusto, muy desagradable. Tenía algo como de india en la inexpresión de la cara. Hablamos sólo un momento. Me pareció que la misma antipatía que yo sentí por ella al verla, ella debió sentir por mí.

Pensé que por mucha fortuna y muchas fincas que tuviera, yo no me hubiese casado con ella. Para mí, al menos, tenía un aire siniestro.

Así como yo le compadecí a mi primo por su mujer, él me compadeció a mí por mi miseria.

—¿Dónde vives? —me preguntó Larrea.

Le di las señas de mi casa, y al día siguiente, por la mañana, muy temprano, estaba en mi cuarto. Me dijo que llevaba seis años viviendo en el pueblo de su mujer, en una finca de Extremadura. Era el cacique de la comarca: como se aburría en el pueblo con su caciquismo, había emprendido grandes negocios, que por el momento le iban muy bien. Con esto tenía pretexto para pasar en Madrid una larga temporada.

—Mira, chico —me dijo—, yo vengo aquí a correrla; necesito de alguien que me sirva de tapadera, y como tú eres soltero y no tienes compromiso de ninguna clase, pues, me servirás divinamente para el caso.

—Hombre, gracias por la misión que me asignas.

—¿Qué tiene de raro? Tú tienes libertad, y yo tengo dinero. Entre los dos nos completamos.

—¿Cómo vamos a completarnos? ¿Por qué sistema?

—Tomaremos un cuartito a tu nombre y allí llevaremos nuestras conquistas.

—¿Es que las haremos? Me parece un poco dudoso.

—¡Bah! Con pasta todo se consigue; ya verás.

Yo no me acordaba de los planes de Joshe Mari, cuando este, pasados unos días, me avisó que tenía un nuevo cuarto arreglado en la calle del Espejo, y que fuera por la tarde. Fui después de comer y dar un paseo, y me encontré la casa muy elegante y a mi primo hablando mano a mano con una vieja, a quien me presentó como doña Ruperta. Doña Ruperta era una lagartona, con el colmillo retorcido, que ejercía de celestina entre gente pudiente.

Al poco rato se nos puso a hablar de tú a Joshe Mari y a mí.

Estuvimos charlando hasta que sonó un campanillazo.

—Ahí están esas chicas —dijo la vieja.

Eran dos muchachas bonitas, con un aire desvergonzado.

—Estas aventuras no son para que uno se crea un Tenorio, ni mucho menos —le dije a Joshe Mari.

—¿Tú crees? La mayoría de las conquistas de los Tenorios son así: conquistas al contado y sin plazos.

—Pues, chico —le repliqué yo—; si esto es así, no pasamos de ser lo que dicen las cocotas francesas, un miché, y lo que nuestra golfería llama de una manera más descarnada un cabrito.

—No nos ocupemos de las palabras —replicó Joshe Mari con gracia.

Joshe Mari no se contentaba con aquellas conquistas al contado, y habló a doña Ruperta para que encontrara dos muchachas presentables, a las que se pudiera llevar al teatro o a un restaurante de moda.

Doña Ruperta echó sus redes y nos presentó en un café a dos muchachas amigas, la una Anita, modelo de pintor, y la otra Enriqueta, que había trabajado de bordadora en un taller de la calle de Segovia. La modelo era la más guapa, y, como decía doña Ruperta, don José María se quedó con ella. La más fea, la bordadora, me la adjudicaron a mí. Realmente, no se podía decir que fuese fea. Era una mujer pálida, con los ojos brillantes; tenía un olor fuerte de morena, un poco desagradable. Estaba algo anémica y mal alimentada. Tenía un gusto encanallado, no de un encanallamiento inteligente, sino de un encanallamiento de incomprensión. Su charla estaba formada por todos los lugares comunes y timos del bajo pueblo madrileño. Para la Enriqueta era un argumento y una gracia nueva decir: «¡Pa chasco!». «Me alegro de verte bueno». «¡A la vuelta lo venden tinto!». «¡Que si quieres arroz, Catalina!».

Estas frases espirituales, y otras por el estilo, constituían el fondo de su conversación.

Hay una canción de Beranger, La Marquesa de Pretintaille, en que se dice:

En amour j’aime la canaille.

La canalla y lo canalla tienen sus encantos, no cabe duda; pero el encanallamiento, cuando es rutinario y protocolar, es antipático. Yo siento un desprecio innato por lo que es corriente y vulgar; ahora que, para mí, lo no vulgar no es lo que se halla catalogado con la etiqueta de distinguido o de exquisito, sino lo que en realidad es, o lo que al menos a mí me parece que es.

La Enriqueta vio pronto que el que tenía el dinero y llevaba la voz cantante era Joshe Mari, y que yo no pasaba de comparsa, y me despreció. Se burlaba de mí. Me llamaba calvo, viejo, nariz de porra Si lo hubiera hecho con gracia, yo lo hubiera pasado; pero no tenía chispa ninguna, únicamente intención de molestar.

—Esta Enriqueta es una mujer tan bestia —le decía yo a Joshe Mari—, que por momentos la voy tomando odio. A veces me dan ganas de pegarle un puntapié.

—Ya veo que eres un salvaje —me replicaba él.

Por Carnaval fuimos a varios bailes, lo que era bastante aburrido llevando, como llevaba yo, la decisión de no emborracharme.

—Tenemos que ir un día al baile de la Flor —me dijo la Enriqueta—. Allá estará mi hermano. Mi hermano es un chulo de baile.

Yo no sabía qué es ser chulo de baile, ni me interesaba gran cosa saberlo; no tenía curiosidad por ir al salón de la calle de la Flor; pero Joshe Mari aceptó la idea, y fuimos a este baile. En el local, siniestro e infecto, había un olor a sudor horroroso.

Enriqueta nos presentó a su hermano. Era un chulo triste, pálido, con unos ojos azules verdosos y un aire de indiferencia. Llevaba traje claro, un pañuelo blanco en el cuello y una gorra gris. Por su tipo y su indumentaria podía haber pasado por un aristócrata.

Para demostrar su influencia en el baile, el hermano de Enriqueta se puso a coger de la mano a las chicas que andaban por allí y hablarlas de tú. Una de ellas se le mostró esquiva:

—Oye, tú, ¿tú qué te has creído? —le dijo él.

—¿Me meto yo con usted? —preguntó ella.

—¿Tú qué te vas a meter conmigo? Tú no puedes meter na. No tienes con qué.

El chulo se me quedó mirando, como diciendo:

—Esto es ingenio y aticismo, y lo demás son bromas.

Yo le pregunté por aquellas muchachas, y el hermano de la Enriqueta me dijo, recalcando las palabras:

—Estas chicas todas están vacunadas. Las baila usted, y se las van cayendo al bailar los algodones.

Aquello me dio verdadero asco. La Enriqueta creía que su hermano era un Jorge Brummell del arroyo, y le admiraba con entusiasmo.