IX

AMORES DE EMBOZADO

EN mi tiempo todavía se usaba la capa como prenda usual. De pronto desapareció, y luego volvió a aparecer con un aire de snobismo artístico.

Yo encuentro que el uso de la capa fomenta en el hombre ideas distintas que el empleo del gabán. El embozo parece ocultar y defender y ser propicio al enredo y a la aventura. Quizá, en realidad, no lo sea, pero da esta impresión. En España se nota que mientras se ha usado capa ha habido aventuras, lances de amor y revoluciones. Al desaparecer la capa ha desaparecido todo el aparato romántico de la vida.

Yo recuerdo que me dediqué, durante algún tiempo, a seguir a una muchacha a la antigua española. Probablemente fue la sugestión de la capa.

Cuando la conocí era invierno, después de los carnavales. La vi en medio de la Puerta del Sol, de noche, entre la gente, y sentí dos ojos negros fijados en los míos. Era una mujer que iba entre otras dos, como ella, vestidas de negro. Me fijé únicamente en su mirada y me hizo un gran efecto.

Si era joven o no, bonita o fea, no hubiera podido decirlo. Me quedé parado sin saber qué hacer, hasta que se me ocurrió seguirla. Pero, ¿adónde había ido? No lo sabía. Fui de la derecha a la izquierda, no la pude encontrar. Me entró verdadera rabia contra mí mismo por la pesadez mía en reaccionar y decidirme.

—Lo malo es que no la voy a conocer si la veo —pensé—, y entonces, adiós felicidad. Aquella mujer era, indudablemente, mi felicidad.

Al llegar a casa me paré a reflexionar sobre mis sentimientos.

—¿Cómo puedo pensar la tontería de que porque una mujer tenga los ojos más brillantes o más bonitos ha de ser una mujer ideal? Si la vuelvo a ver y no la conozco. ¿Qué importa?

Varias veces me dediqué a pensar qué cantidad de conocimiento de una persona podía darse por la mirada.

Por tendencia filosófica y por escepticismo me inclinaba a creer que en esto había una ilusión de carácter místico; sin embargo, no me cabía duda que, con frecuencia, muchas de las antipatías y simpatías experimentadas por mí procedían casi únicamente de la mirada. Claro que en la mirada iba envuelta la expresión de la cara.

A pesar de que racionalmente me convencía de que una mirada negra, de noche, no significa nada, el instinto no se daba por vencido.

Veía una mujer por la calle, delgada, vestida de negro y me daba un vuelco el corazón.

—Aquella es —me decía.

Aquella no era. Andaba así, como un perro que busca a su amo, hasta que un día la volví a ver otra vez, al anochecer y en el mismo sitio; no me cabía duda, era ella; tenía un aire de mujer ardiente, era morena, con el color pálido y los ojos brillantes. Ella me conoció.

La seguí embozado en la capa. Fue a una casa antigua, próxima al Senado.

—¿Viviría allí?

Me estuve de plantón una hora, hasta que oscureció.

Si hubiera llevado gabán probablemente no lo hubiera hecho.

Por fin, volvió a aparecer y yo la volví a seguir. Siempre la influencia de la capa. Al llegar al centro se paraba en los escaparates como para que yo la contemplase. Yo la miraba con furia para ver si podía deducir, por su aspecto, algo de su vida interior.

—Es una mujer amorosa, cariñosa, probablemente mística —me dije a mí mismo—; quizá guarde alguna pena, o es enfermiza o ha tenido algún amor contrariado. Debe ser ardiente y celosa.

Esto me parecía cierto, pero quería afinar más y me perdía en los detalles. Me parecía que tenía el hecho en bloque, pero me faltaban puntos importantes.

La seguí, como digo, y vi que vivía en el Barrio de Salamanca y me fijé en el número. Por la noche fui al café, pedí la guía de Madrid y vi el nombre de los vecinos que vivían en la casa. Eran un ingeniero, un abogado, un militar, un aristócrata, dos propietarios y dos tenderos.

Tardé bastante en enterarme de quién era mi dama. Un día se me ocurrió preguntar en casa de la Filo, donde conocían mucha gente, y, efectivamente, una de las chicas del taller de las de Bernedo resultó que conocía a mi dulcinea. Se llamaba María Nájera. Su padre, un señor López Nájera, era un senador que se había enriquecido de mala manera.

Por lo que me dijo la chica del taller, María Nájera tenía las condiciones que yo le atribuía, hasta el amor contrariado, pues había tenido un novio aristócrata que se casó con otra.

El saber quién era mi dama fue para mí un principio de decepción.

La ansiedad y la curiosidad por ella desaparecieron.

Le escribí una carta y hasta unos versos, que inmediatamente después de mandárselos me avergonzaron.

La veía casi todos los días por la mañana; ella parecía inclinada a mí, pero a mí se me iba marchando la ilusión. Además, me faltaba esa petulancia que las mujeres españolas exigen que tenga el hombre para gallear y pararse en un escaparate. Me faltaba también la protección de la capa, porque había comenzado el buen tiempo y había que ir a cuerpo. Nada me fastidia a mí tanto como ir a cuerpo. Empecé a inventarme pretextos para abandonar la empresa. Conocí al padre de María, que tenía los mismos ojos que su hija; conocí a dos hermanos suyos y a su madre, una señora gorda, morena, llena de alhajas, que miraba con impertinentes.

Ella notó que yo me escabullía y pareció asombrarse.

Un día, haciendo fuerzas de flaqueza, después de seguirles muy de lejos a María y a la señorita de compañía que le acompañaba, que era una francesa fea, roja y chata, la esperé a esta, decidido a hablarla.

No experimentaba ni el más leve sentimiento de ternura en aquel momento…

—¡Qué asquerosa burguesía! —pensaba—. ¡Cómo elige las institutrices feas y de mal aspecto para que acompañen a las señoritas!

Llegó la francesa y, al acercarse a mí, la saludé y la hablé.

Estuvo bastante hábil y casi audaz. Le dije a la francesa que yo la había seguido y escrito a aquella señorita no creyendo que fuera rica, pero que veía que estaba en una posición superior a la mía y que, naturalmente, esto me producía timidez. La francesa me dijo que ella no podía decir nada, pero que el motivo que yo aducía de ser pobre no le parecía bastante, porque la señorita María no era interesada.

Si yo quería, añadió ella, le hablaría. Quedamos de acuerdo en esto, y tres días después, la francesa me trajo la contestación. María no podía contestar nada; pero la francesa, por su parte, me decía que debía insistir, porque ella estaba por mí. Yo la hice algunas preguntas acerca de la familia del senador, y me convencí de que era gente antipática y trepadora.

La acompañé a la francesa a su casa y me invitó a tomar café el domingo siguiente con ella.

Fui a verla; vivía en una casa de huéspedes de la calle del Prado con otras institutrices y señoritas de compañía. Hablamos la francesa y yo toda la tarde de María y de su familia.

La familia debía ser insoportable; habían casado una hija mayor con un joven rico semíaristócrata, pasando por una serie de humillaciones denigrantes, y habían pretendido hacer la misma maniobra con María; pero el novio de esta, hijo de una marquesa, después de seis años de noviazgo, se había casado con una mujer más rica que María.

María, según la francesa, era naturalmente de buen corazón y le gustaba hablar con todo el mundo; pero entre el padre y la madre y los hermanos la habían convencido de que todo lo que no fuera riqueza, aristocracia y posición social no valía nada.

Le pregunté qué había de cierto en los chanchullos que se atribuían a López Nájera. La institutriz me habló de esto con marcada satisfacción. Parecía que el senador, en unión de sus amigos, había entrado a saco en su distrito, hasta convertirlo en un feudo suyo. Todo tributaba en su beneficio, y no se colocaba un peón caminero sin contar con el cacique.

Por entonces, un periódico republicano de la región comenzaba a denunciar las tropelías del partido najerista, que se había quedado con fincas, minas, terrenos municipales y grandes y fructíferas contratas; pero la obra maestra de López Nájera, según el periódico denunciador, había sido la realizada en la fábrica de la luz eléctrica. En la capital existía, desde hacía treinta años, una fábrica de luz eléctrica al otro lado del río, porque, según un acuerdo del Municipio, no se permitía tener la fábrica en el mismo pueblo. López Nájera consiguió de los concejales amigos suyos que el acuerdo municipal se revocase, fundó una sociedad por acciones, la «Nueva Electra Urbana», y se construyó la fábrica en el mismo pueblo.

La Nueva Electra comenzó a abaratar los precios, y la fábrica antigua no pudo resistir la competencia y se vino abajo.

Entonces, la Nueva Electra compró la fábrica vieja muy barata, fundió las dos sociedades y fue elevando los precios hasta volver a los antiguos.

López Nájera se embolsó con la combinación más de medio millón de pesetas.

—Así que este señor es un perfecto bandido —dije yo.

—Sí, sí —contestó la francesa.

—Lo que no será obstáculo para que sea severo con los demás.

—¡Oh! No sabe usted; él y toda la familia tratan a los criados con un despotismo y una dureza terrible.

—¿Y usted cree que los padres me aceptarían a mí? —pregunté a la francesa.

—¿Quién sabe? Quizá. María tiene veintisiete años, y el fracaso con el novio le ha herido mucho; usted es abogado y podía trabajar con el padre.

Hablamos de otras cosas y me despedí de la francesa.

Al ir por la calle pensé en el asunto.

—Yo si tuviera dinero y pudiera sacar a esa chica de entre su familia, quizá me casaría con ella, si ella quisiera, pero yo no tengo un cuarto. Si me aceptan me van a aceptar como por misericordia, en vista de que el género está un poco ajado. En ese caso habrá que someterse al suegro, y hasta colaborar en los chanchullos que le han dado la fortuna; habrá que adular a la madama gorda de la suegra; hablar con éxtasis del rey y de la familia real y de la morralla aristocrática; habrá que ir al teatro y tratar a una colección de imbéciles. No, no. Esto hay que dejarlo en seguida. Hay que huir de los caminos de la vulgaridad.

Además, el hacer el amor a la madrileña sin capa, me parecía una cosa aburrida y enojosa.

Decidí quedarme en la cama hasta las doce y no salir por las mañanas. Al principio me costaba trabajo; luego me acostumbré.

—¿Soy un tonto, o soy un cuco? —me preguntaba a mí mismo—. Creo que soy un cuco, que es lo que hay que ser en una sociedad en que reina la cuquería y el egoísmo. La cuestión es ser independiente. Todo, menos convertirse en un animal doméstico.

Solía ir a casa de doña Isabel, a quien conté riendo mi aventura. A la buena señora le pareció que yo había quedado detestablemente, y me lo dijo con tal acritud que tuve que dejar de ir a su casa. Un año después la vi a María Nájera y me miró con un gesto de desprecio.