VIII

CASI FOLLETINESCO

LAS de Bernedo iban teniendo cada vez más clientela. Vendían sombreros a gente rica, a algunas cómicas y a unas cuantas horizontales de alto rumbo. Tenían como asesora a una señora francesa, inventora de artículos de tocador, madama Lulú, y a una cómica vieja. Madama Lulú era una intrigante completa que había rodado por el mundo y conocido mucha gente; la cómica, no; por excepción del gremio, era una persona seria y sin afectación alguna. En su tiempo había tenido mucha fama y representado con cómicos célebres. Se llamaba Lolita Rojas. Vestía muy modesta, como una viuda, con trajes negros y toca pequeña.

La francesa no me hacía gracia con sus aires de bulevar; por su consejo, las de Bernedo hubieran convertido su taller en un lugar de citas. Sabía las historias de todo Madrid. La Rojas estaba bien y nos hicimos muy amigos.

Al poco tiempo de conocerla, un día me dijo:

—¿Usted será soltero?

—Sí.

—¿No tiene usted novia?

—No.

—Si usted quiere, yo le caso con una chica rica que heredará un título.

—¿Una muchacha sola?

—Ahora vive con una tía segunda; pero es huérfana de padre y madre.

—Eso hay que pensarlo bien —me dijo la Filo con cierta sorna.

—¿Y es agradable? —le pregunté yo a la cómica.

—Sí, es una chica simpática e ilustrada.

—¿Cómo se llama?

—Sofía.

—¿Y cómo es posible que una muchacha agradable, huérfana, que va a ser rica, no tenga alguien que la pretenda?

—No todo el mundo sabe la situación de esta muchacha. ¿Usted quiere conocerla?

—¿Por qué no? Con eso no se pierde nada.

—Pues espéreme usted mañana, a las cinco de la tarde, delante de la iglesia de San José.

—Bueno. Esperaré.

—Yo pasaré con Sofía y entraré en la iglesia con ella.

Al día siguiente fui a la cita. No estaba mal la chica de aspecto: era esbelta, gallarda, aunque de cara dura y aire de mal genio.

Ella, por lo que me dijo Lolita Rojas, no me encontró a mí desagradable.

Viéndola solo una vez, no tenía idea clara de cómo era mi posible futura, y quise observarla de nuevo. Lolita me dijo que la encontraría en una pequeña mercería de la calle de Postas. Me indicó el número. Fui y estuve contemplando a la muchacha, de noche, por el cristal del escaparate, sin que ella lo notara. La verdad, no me hizo gracia. La impresión de que era una mujer de genio dominador y agrio se acentuó en mí.

Así se lo dije a mi amiga la cómica, y ella reconoció que había algo de cierto en esto.

—¿Y eso qué te importa? —me dijo la Puri.

—¿No me ha de importar?

—A ti te conviene que te dominen.

—Eso te parecerá a ti; pero a mí se me figura lo contrario.

Le pregunté a Lolita Rojas cómo aquella muchacha del mostrador de una pequeña tienda podía ser heredera de una fortuna y de un título.

Lolita me contó la historia. El abuelo de Sofía, un señor don Juan, era hijo natural de un título importante de Castilla. Este don Juan, hombre un tanto misántropo, se casó con una señorita de posición modesta y tuvo un hijo y una hija. El hijo, Enrique, resultó un hombre tímido, apocado, y se casó con la chica del tendero de la calle de Postas. El mercero y su mujer consideraron a Enrique como hijo, y así vivió contentísimo en su tienda años y años, sin ocuparse para nada de la familia paterna. Murieron sus suegros, murió su mujer y murió él.

Poco después, el padre de Enrique, don Juan, heredó de su hermano natural, que llevaba el título y no tenía descendencia, toda su fortuna.

Don Juan estaba ya viejo y enfermo y había hecho testamento a favor de su nieta. De aquí que Sofía iba a dar este salto de tendera a aristócrata.

La Filo y la Puri, que oían a Lolita Rojas, bromearon conmigo y me dijeron que debía hacer una campaña enérgica. Debía afeitarme, ponerme traje nuevo y una corbata más flamante. Cuando me casara con aquella chica, la llevaría a que comprara sombreros a su casa.

—¿Usted cree que ella tendría inconveniente en hablar un día conmigo? —le pregunté a la Rojas.

—Creo que no. Si quiere usted, el domingo vamos al Retiro y usted nos acompaña y hablan.

Así lo hicimos. La conversación que tuve con ella me confirmó el juicio formado a primera vista. Era la mercera-aristócrata una mujer orgullosa, seca; recordaba los años pasados en la tienda como un presidiario puede recordar la cadena; tenía de su padre una idea muy pobre, por haber aceptado con gusto la vida humilde de comerciante. Yo pensé que el hombre que se casara con aquella muchacha por su dinero se convertiría en un esclavo. Así se lo dije a Lolita Rojas, y ella reconoció que tenía razón. Me confesó que desde que sabía que iba a ser rica y aristócrata, había cambiado por completo.

—¿Así que no piensas insistir con la chica? —me preguntó la Filo.

—No, no me conviene. Sería incómodo para mí.

—Haces las cosas bien —me dijo ella—. ¡Pero por qué motivos más malos!

Al año o año medio, la eventualidad señalada por mi amiga la cómica, ocurrió. Don Juan, el abuelo de la chica, murió, y se traspasó la mercería. Poco después la tendera se casó con un joven aristócrata y la comencé a ver en coche. La Filo, que leía en los periódicos los «Ecos de Sociedad», me dijo que mi exfutura alternaba con lo más florido de la gente elegante.