VII

LAS MODISTAS

UN día de fiesta, en la calle de Alcalá, llevaría ya dos años en Madrid, me encontré con la Filo y la Puri, las chicas de Bernedo, mis amigas de la Mota, las dos muy elegantes. La Filo iba con un niño de la mano. Mi primer movimiento fue hacer como que no las veía y seguir adelante. La Filo se dirigió a mí.

—No te vas sin saludarnos —me dijo.

—Ah. ¿Sois vosotras?

—No finjas; nos has conocido y querías escabullirte.

Yo me callé.

—¿Vives aquí? —me preguntó ella.

—Sí. ¿Y vosotras?

—También.

—¿Ese es tu chico?

—Sí.

—¿De Lozano?

—Sí.

—Se parece a él muchísimo.

La Filo estaba muy guapa, alta, corpulenta, muy bien vestida, con el pelo más rubio que antes. Parecía una francesa. La Puri tenía aspecto más vulgar.

Acompañé a las dos hermanas un rato.

—Ven a casa alguna vez —me dijeron.

—Ya iré.

No fui; quince días después las volví a ver y fui a su casa con ellas; vivían en una esquina de la calle del Barquillo. La casa suya estaba muy bien puesta, con mucha gracia. La Filo era la directora de todo. Había estado tres años en París y había aprendido el oficio y a hacer las cosas con gracia y coquetería.

—Esto a ti, que eres tan filósofo —me dijo la Filo—, te parecerá muy poco serio.

—No, no; me parece muy serio, porque os da de comer, y de comer bien, por lo que veo. Vosotras no tenéis la culpa de que las mujeres, cuando se ponen a adornarse, no se diferencien gran cosa de los monos.

La Filo se rio y me enseñó toda la casa, que estaba muy bien arreglada; en poco tiempo habían hecho grandes progresos. Volví una semana después. Como las de Bernedo me tenían por hombre formal, me pasaron al taller y vi cómo trabajaban las modistas. Me interesaba el taller. Solían estar las muchachas trabajando doce y catorce horas al día, y ganaban la que más dos pesetas. Con tener luego unos trapitos que lucir en la calle ya estaban contentas. ¡Qué modestia en las aspiraciones!, pensaba yo. La mayoría de aquellas chicas no eran bonitas, pero alguna que otra, sí muy graciosa. Había una aprendiza que me parecía muy bien. Se llamaba Saturnina, y en el taller la decían la Satur.

Yo la llamaba la Gioconda, porque me recordaba el retrato de Vinci. Era una Gioconda niña, sin la expresión ambigua y extraña de la Monna Lisa.

Varias veces le dije a la Filo que su aprendiza la Satur tenía el gran tipo.

—Si no digo que no, pero es completamente inútil. No sirve para nada.

Al segundo o tercer día de acudir al taller conocí al tenedor de libros de las modistas, un joven, de nombre Santos, picado de viruela, con los ojos brillantes, hombre muy alegre, que por la mañana trabajaba en un almacén, por la tarde llevaba los libros en casa de las de Bernedo y por la noche tocaba el violín en un teatro.

Santos había nacido en un pueblo de la Rioja y me empezó a llamar paisano. Era un hombre efusivo y cariñoso. Me llevó en seguida a su casa. Vivía con un tío suyo, don Alejo, en un cuarto piso de la calle del Espíritu Santo Don Alejo estaba empleado en un almacén de papel. Era un hombre pequeño, alegre, con una mirada burlona, madrileño clásico de los que solían ir a la Puerta del Sol cuando había alguna marejada política, creyendo que aquellos corros de desarrapados tenían su influencia en la marcha del país. Yo solía verle con un gabán raído de color leonado, una pellica y un bastón amarillo. Don Alejo era un hombre cándido e infantil, republicano, amigo del capitán Casero. Se había sublevado con el general Villacampa, y cuando hablaba de la República se le ponían los ojos brillantes de entusiasmo.

Un día, Santos nos invitó a ir a su casa a las de Bernedo, a una oficiala del taller y a mí.

Fuimos los cuatro. Santos hizo filigranas en el violín. Luego, don Alejo, que tocaba un poco la guitarra, cantó acompañándose con ella una canción del capitán Casero, muy mala como letra y como música. Comenzaba así:

Sienten ya nuestras venas

sangre española arder;

de España las cadenas

vayamos a romper.

El pobre hombre se entusiasmaba tan sinceramente con aquella canción, a pesar de su vulgaridad, que yo también me enternecí. Hablamos don Alejo y yo de la República, y aunque yo no estaba muy conforme con sus ideas, asentí sin dificultad a cuanto me decía:

De pronto, la Puri, sin más ni más, me dijo:

—¡Qué antipático estás!

—¿Por qué? No creo que te he hecho nada.

—Ya lo sé; pero me eres antipático, antipático como ninguno.

—Qué le voy a hacer; lo siento.

—No le hagas caso a esta burra —dijo la Filo—; a esta le gustan las chulerías y los hombres que toman posturas.

—¿Y a ti, no?

—A mí, no.

—Pues, chica, yo todavía no he tenido ningún hijo.

La Filo se calló y no replicó nada.

Antes de las doce se acabó la reunión y acompañamos a las dos hermanas hasta su casa; Santos con la Puri y yo con la Filo.

Esta, aunque de soslayo, se fue sincerando de su conducta en su juventud.

—En un pueblo como la Mota —me dijo—, ¿qué va a hacer una chica pobre, como nosotras? No puede aspirar a casarse con un muchacho decente y un poco educado; tiene que casarse con algún patán o con algún viejo, porque no hay hombres, se van todos del pueblo.

Yo le daba la razón.

Después me aseguró, aunque no de una manera clara, que si tuviera que elegir de nuevo entre Lozano y yo, me elegiría a mí.

—¡A buena hora! —pensé yo con algún despecho.

Las dejamos a las dos hermanas a la puerta de su casa y fuimos charlando Santos y yo.

—La Filo está por usted —me dijo Santos.

—¡Bah!

—Sí, sí; está por usted.

No sé si había algo de cierto en ello. Al pensar en la Filo, que era una mujer guapa, la sombra de Lozano se interponía en mi memoria, y la repugnancia que sentía por él se extendía hasta ella y, sobre todo, al hijo. El recordar que entre Lozano y yo había elegido a Lozano, me producía una herida en mi amor propio que me escocía aún.

Con frecuencia, las de Bernedo y yo discutíamos cuestiones acerca del amor, punto que nos interesaba igualmente a ellas y a mí. También solíamos hablar de modas, pero con menos apasionamiento.

Un día me dijo la Filo:

—Yo ya no pienso perder el tiempo. Si encuentro alguno que me guste de verdad, se lo digo. Si no me quiere como mujer, como querida.

—¡Qué emancipada estás, chica! —le dije yo.

—Me hicieron sufrir mucho en nuestro pueblo. Bueno, aquel es un pueblo asqueroso.

—¿Tú crees?

—Asquerosísimo. Yo preferiría vivir en cualquier rincón que allí. ¡Qué gentuza!

—Se echarían sobre ti cuando lo de Lozano.

—¡Figúrate! Todas aquellas viejas tan malas, empezando por tu tía, me persiguieron, me acorralaron. Mi padre se murió, en parte, del disgusto. Por eso le tengo odio al pueblo.

—Pues chica, el pueblo se hunde y dentro de poco no quedará nada de él.

—Eso ya me da lástima.

—¿Y a Lozano le tendrás también asco?

—No; no creas. Le vi una vez aquí. Estábamos juntos en el teatro. No se atrevía a hablarme. «Puedes hablar conmigo» —le dije—. «¿No me guardas rencor?». «Ninguno; no me has engañado». «¿Lo reconoces?» —me preguntó él—. «Lo he reconocido siempre. Yo sabía que no te casarías conmigo; me gustabas tú, y nada más. ¿Qué iba a hacer? ¿Secarme de solterona, o casarme con un hombre que no me gustara? No. He preferido esto. Ahora trabajo, vivo con mi chico y estoy contenta». El hombre se quedó sorprendido; creía que yo le iba a contar lástimas. «¿Y si ahora te pretendiese?» —me preguntó—. «Pues chico —le dije—, ahora no te haría caso». «¿Por qué?». «Porque no me gustas. No tendría ninguna ilusión en vivir contigo».

—¿Le encontraste petulante?

—No. Ahora le veo tal cual es, como te veo a ti; con la diferencia de que a ti te estimo y a él, no. Empezar de nuevo con él me parecería como leer un libro aburrido que se sabe de memoria.

—Muy bien ¡Psicología! ¡Psicología! ¿Y antes, cuando le conociste?

—Antes era como una locura. Me parecía un dios.

Yo debí de hacer un marcado gesto de contrariedad.

—¡Qué mueca has hecho! —exclamó la Filo—. ¿Te molesta que le haya querido a Lozano?

—Sí; me parece una prueba de mal gusto extraña.

—¿Le tienes odio?

—Más que odio, repugnancia.

—¡Cómo sois los hombres! Así que yo para ti soy una mujer como contaminada, por haber tenido un hijo con Lozano.

—Si; algo así.

—¿Y si lo hubiese tenido con otro?

—Con otro ya no me parecerías contaminada.

—¡Qué hombres! —exclamó la Puri—; no sienten más que antipatía unos por otros. Todo se reduce a odio.

—En vosotras pasa igual. Rivalidad; todo se reduce a rivalidades de ovario.

—Tú no has querido a ninguna mujer —me dijo la Puri.

—Según a lo que se llame querer.

—Yo llamo querer a tener un cariño largo que desafíe las dificultades.

—¡Ah!, no. De ese cariño no he tenido nunca.

—Has sido siempre egoísta.

—¿Y tú, no? ¡Bah! Tú eres una mujer ardiente y te gustan casi todos los hombres.

—Menos tú.

—Menos yo. Y esa inclinación natural, como la de ir al retrete, de una persona sana, ¿tú crees que es amor, ese amor de sacrificio y abnegación? ¡Ca!

—Tienes razón, Luis. Es verdad, completamente verdad lo que dices —dijo la Filo.

—¿Así me defiendes? —preguntó la Puri, indignada.

—Es que tiene razón. En ese sentido de tener un cariño largo, generoso, le creo más capaz a Luis que a ti, y eso que es atravesado; ahora, para saber tener energía, para tomar una decisión pronta, tú vales mucho más que él.

—La Filo nos conoce —dije yo—. Tiene el instinto psicológico aguzado de la modista. ¡Qué lástima que no lo tuviera cuando conoció a Lozano!

—Chico, lo pasado, pasado —exclamó ella—. El que quiera, que me tome como soy; el que no, que me deje.

—Sí; no se puede borrar la historia.

—Y tú de conquistas, ¿qué? —me preguntó la Filo.

—Yo de conquistas, nada.

—¿No tienes éxito entre las mujeres?

—Muy poco, chica, muy poco. Un primo mío me decía un día: «Cuando empieces a tener las sienes grises, te querrán las mujeres». Yo lo dudo.

—Pues a mí no me gustan los viejos —dijo la Puri.

—Es natural. Pero es el caso que las mujeres se confían a ellos y no sienten tanta repulsión como nosotros por las viejas para cuestiones de amor.

—¿Tú crees…?

—Estaba yo de estudiante en Valladolid, y en la Audiencia hubo un proceso por homicidio; uno de los acusados era un hombre de unos cincuenta años, un tipo castellano, cetrino, con unas patillas grises de bandido. En el juicio el presidente le preguntó: «¿Tenía usted relaciones íntimas con la Fulana?». «Sí, señor». «¿Y cómo empezaron estas relaciones?». «Pues porque ella me solicitó». Yo me quedé un poco asombrado de que una mujer que no era fea solicitase a aquel hombre de aire de facineroso; pero luego he visto que no es cosa tan rara.

—¿Te solicitan a ti? —me preguntó la Puri.

—No, a mí no se me han puesto aún las sienes grises.

—Todavía somos jóvenes —dijo la Filo—, y tú estás mucho más joven que antes.

—¡Psch! Además, ya me va importando poco. Me estoy haciendo un asceta.

—No sé qué es eso.

—Pues nada, que voy buscando la castidad.

—¿Y cómo? —preguntó burlonamente la Filo.

—Pues suprimiendo la alimentación. Ya no bebo vino ni como carne, ni voy a sitios donde haya mujeres, ni voy al teatro.

—¡Qué disparate! —exclamó la Filo—. Y entonces, ¿para qué vivir?

—Para leer, para enterarse.

—¡Parece mentira que los hombres que tenéis talento seáis tan estúpidos!

Por lo que vi, mi ideal de ascetismo le parecía a la modista la cosa más desgraciada que se le puede ocurrir a un hombre.

Otras conversaciones parecidas tuvimos otros días, siempre alrededor del amor y de sus consecuencias.

—Con relación a las mujeres —les decía yo un día a las dos hermanas—, los hombres se podrían dividir en dos clases: en la una estarían los hombres vistos por las mujeres con cristal de aumento; en la otra, los vistos con cristal corriente o con cristal de disminución. Los primeros son admirados, mimados; los segundos, desdeñados; pero, en general, son iguales los unos que los otros. Cuando uno tiene el sino de que le miren con el cristal corriente o con el de disminución, siente uno un poco de odio a los que se les ha mirado con cristal de aumento. Es uno de mis motivos de antipatía contra Lozano.

—Dale —dijo la Filo—. Me fastidia que tengas ese odio contra Lozano; porque si lo tuvieras porque me quisieras a mí, estaría muy contenta; pero le odias en balde, por rencor, por orgullo, porque antes, en vez de elegirte a ti, le elegí a él.

—Es verdad; eso no te lo perdonaré nunca.

—Además, veo que también le miras con antipatía a mi chico, que es un angelito el pobre, y eso tampoco te lo perdono yo.

—No, eso no.

—Bien. Me alegro que sea así. No tendrás antipatía ni odio, pero sí indiferencia, desdén. Hay que ayudarnos un poco a las pobres mujeres, que hacemos tonterías porque no tenemos quien nos aconseje ni quien nos ayude. Ya ves tú: yo he trabajado mucho, he cuidado de mi padre, he amamantado al chico y lo estoy educando; pues para mucha gente no soy una mujer honrada ni respetable.

—Para mí, sí, tan respetable y tan honrada como la que más. Yo tengo por ti la misma consideración que pueda tener por la más encopetada dama.

—Sí, pero no basta la consideración, Luis; hay que tenerme un poco de cariño y olvidar…

—¡Qué gatuna eres! —le dije, riendo y agarrándole la mano.

—¿Pues?

—Me das la impresión de una de esas gatas rubias, mimosas, redondas, que encorvan el lomo para que las acaricien y que tienen, a pesar de su suavidad, uñas de tigre.

—¿Y yo tengo uñas de tigre? ¡Qué idea más negra tienes de mí! Tú sí que tienes uñas de tigre y eres rencoroso y malo.

Al decir esto a ella le brillaron los ojos, y parpadeó como si tuviera lágrimas.

Yo le dije que no la había querido ofender y la besé la mano.