VI

EL CONOCIMIENTO DE LA GENTE

YO no sé si es una ilusión o una realidad, pero me figuro que desde que conozco a una persona sé aproximadamente su manera de ser. Este hombre es un egoísta o es un envidioso, o es un violento, tiene buena o mala voluntad para mí. Tal conocimiento intuitivo me ha parecido casi siempre cierto.

La verdad es que no he sufrido nunca un desengaño. Jamás he tenido que decir: Yo pensaba que este hombre era amigo mío y me ha traicionado, o al revés: Yo tenía a este hombre por enemigo y me ha hecho un favor. No me ha sucedido nada semejante, y si me ha sucedido algo semejante a esto, ha sido con personas a quienes no conocía más que por carta. ¿Es que creo yo que hay medios extraordinarios de conocer a la gente? No. Todo es cuestión de atención, de instinto y de no fiarse de lugares comunes.

Naturalmente, esas miradas magnéticas y fascinadoras de que nos hablan los novelistas, las pupilas que se contraen y se dilatan a capricho son pura fantasía. El globo del ojo solo, de por sí, dice bien poca cosa, pero la cara puede decir mucho. He comprobado que el no poder resistir la mirada de otro no es una señal de remordimiento de conciencia, sino un indicio de debilidad nerviosa. Hay personas de ojos brillantes cuya mirada cansa, pero en ello no interviene apenas la parte moral. Ese cansancio es el mismo que produce el contemplar con fijeza un objeto brillante cualquiera.

Con esto sucede como con el rubor; muchas personas tímidas se ruborizan pensando en que los demás pueden sospechar de ellas.

En un taller de modistas visitado por mí, siempre que faltaba algo, un dedal, una cinta, un metro de goma, una de las chicas se ruborizaba; al principio, todas sus compañeras creían que era ella quien los cogía; luego se vio que no, que la pobre muchacha se ruborizaba sólo pensando que le podían atribuir la falta de los objetos que se buscaban.

La inteligencia, obrando directamente sobre los hechos, descartando las ideas admitidas y los lugares comunes, puede llegar a mucho.

Yo he intentado emplear este procedimiento, y a veces me ha dado resultado. Cierto que no se me ha notado en la práctica. En la práctica de la vida el impulso y la adaptación al ambiente valen mucho más que la comprensión.

A mí me asombra mucho, al pensar en mi vida, las pocas ilusiones que me he hecho acerca de mí mismo, acerca de los demás, de la sociedad, etc.; me asombra, y no creo que es petulancia, lo claramente que he visto algunos acontecimientos políticos sociales y familiares; sin embargo, lo poco que he conseguido conscientemente.

El secreto es que la voluntad lo hace todo, es la que da la flexibilidad, la hipocresía, el acomodamiento fácil. Yo no tengo estas condiciones, no tengo fuerza en la volición.

Además, hay en mí un fondo de probidad intelectual un tanto absurdo, resto de ingenuidad infantil que no he podido disolver por más esfuerzos que he hecho. No sé engañar espontáneamente ni a un hombre ni a una mujer, ni a un chico; tengo que proponérmelo, tengo que poner todas mis fuerzas para ello. No he conocido muchos hombres que tuvieran una impotencia para engañar semejante a la mía.

Según dice Gobineau en su libro sobre las religiones del Asia Central, los musulmanes asiáticos practican una forma de hipocresía y de casuísmo que llaman el Ketman. Gracias al Ketman son como camaleones ante el peligro, y cambian de color según las conveniencias, siempre conservando interiormente la fe. Entre nuestros católicos se practica también el Ketman, aunque la fe principal católica es el dinero.

Yo no he sabido nunca practicar este Ketman.