V

LA ABUELA

UN día de invierno recibí un telegrama de mi tía diciéndome que fuera inmediatamente a Arnazábal; su madre, mi abuela, se hallaba enferma de cuidado.

Al recibir la noticia supuse que mi abuela estaría gravísima, si no había muerto. Como no tenía para más, tomé un asiento de tercera. Pasé en el tren un frío terrible. Afortunadamente, unos soldados riojanos que venían de Melilla con la licencia absoluta me prestaron una manta y me convidaron a pan, queso y vino. Estos muchachos se pasaron toda la noche bailando y cantando, sobre todo una canción que tenía como estribillo Larigú, Larigú.

Cuando llegué a Arnazábal mi abuela había muerto. Mi tía andaba como una loca, de la derecha a la izquierda, de un cuarto a otro y de la casa a la huerta, hablando sola. Yo temía que estuviera trastornada. Por la tarde vino la gente del pueblo y el vicario a darnos el pésame; hablé con ellos, sin entender apenas lo que decían.

Mi tía tuvo ataques de nervios durante la noche y hubo que cuidarla. Yo estaba, por el viaje, cansado, lánguido y soñoliento. Por la mañana se efectuó el entierro de mi abuela, y mi tía, que de pronto se tranquilizó, me dijo:

—No vayas a la iglesia. Acuéstate. No has dormido.

Salí a la huerta.

El aire de la mañana me despejó. No fui a la iglesia, no quise tampoco acostarme.

Anduve por delante de casa, por la carretera, mirando el paisaje. El cielo estaba gris, el campo verde, caía una lluvia menuda, cantaban los gallos y se contestaban a lo lejos.

En una casa próxima a la nuestra, en un balcón corrido, apareció una muchacha a colgar unas ropas y se puso a cantar. Tenía una voz de un timbre tan bonito, que estuve oyéndola absorto, apoyado sobre una tapia. En la pesadez, un poco soñolienta, de mi espíritu, me pareció que yo iba marchando por un camino oscuro y que la voz aquella era como una estrella brillante que me guiaba. Calló la voz y noté que quieto me estaba helando. Me sentí un poco escalofriado y comencé a dar unos pasos para calentarme. Me acerqué al cementerio. La puerta estaba abierta.

—Voy a ver dónde la han enterrado a la pobre abuela —me dije.

No la habían enterrado aún; la caja se veía sobre un montón de tierra, al lado de la fosa cavada. El sepulturero, un viejo borrachín, se había marchado a beber y estaba allí solo su hijo.

—¿Se ha ido tu padre? —le pregunté.

—Sí, a echar una copa.

Comprendí que era una preocupación; pero me pareció poco piadoso dejar allí el féretro, sobre un montón de tierra, a que esperase la llegada del sepulturero, borracho.

—Ayúdame —le dije al chico.

—¿Qué quiere usted hacer? ¿Enterrarla?

—Sí.

Entre los dos deslizamos la caja al fondo de la fosa, con suavidad, y luego fui yo echando paletadas de tierra, sin ruido.

Cuando volví a casa le conté a mi tía lo que había hecho, y ella me abrazó llorando.

—¿Qué piensas hacer ahora? —me dijo.

—Tengo que volver a Madrid, pero necesito dinero para el viaje.

Mi tía me dio el dinero. No hablamos nada de la casa y de las tierras de la abuela. Me despedí de mi tía y volví a Madrid, con una impresión de frío en el corazón. En el tren, mientras los viajeros dormían, fui largo rato llorando.

Tenía a veces días en que me encontraba muy solo e iba a buscar a alguien con quien charlar.

Una noche, en el café de Fornos, me encontré con Montoya y otro periodista. Estuvimos hablando hasta la madrugada.

—¿Sabe usted ahora dónde vamos? —me preguntaron.

—No.

—Pues a una cosa muy desagradable —dijo Montoya—; a ver una ejecución de una mujer. Yo tengo que hacer un artículo y este tomar unas notas. Venga usted.

—No, no; yo no voy.

—No iremos a la cárcel. Yo, al menos, pienso ver la ejecución de lejos.

Tomamos un coche. El periodista fue a la cárcel, y Montoya y yo nos quedamos en un desmonte a trescientos o cuatrocientos metros del muro de la Cárcel Modelo, donde iban a ajusticiar. Se veía el patíbulo armado sobre lo alto de la pared de ladrillo en la luz fría y clara del amanecer. Esperamos una media hora. De pronto vimos salir unos hombres de negro, precedidos de un cura que llevaba una cruz alzada. Se pusieron en rededor del tablado y luego salieron la mujer a quien iban a ejecutar y el verdugo. Después quedó el cuerpo de la mujer como un muñeco negro en el palo. A pesar de que no pude apreciar detalles, la cosa me hizo mucha impresión y contribuyó a borrar el recuerdo triste que tenía de Arnazábal.