IV

LA NOVELA DE MIS TRES NOVIAS VIEJAS

SOLÍA visitar por entonces a tres señoras viejas; las tres muy simpáticas, las tres muy amables y de la misma edad, próximamente.

Yo las llamaba mis tres novias viejas. Una era doña Asunción, la otra doña Isabel y la otra doña Rosario. Todavía no se había generalizado la moda de suprimir a las personas de edad el don o el doña, y ellas lo aceptaban sin molestia. Las tres señoras tenían una historia curiosa.

A doña Asunción la conocí en Villazar. Desde que había muerto su marido vivía en Madrid para dar carrera a su hijo. Su hija se había casado. Doña Asunción era gruesa, rubia, con el pelo cano y los ojos azules. Era hija de un militar y había nacido en una ciudad de Canarias, de la que guardaba un recuerdo romántico.

—Mi pueblo es un pensil —solía decirme.

Debía haber tenido una infancia muy agradable en una pequeña ciudad donde su padre estaba de gobernador, siendo ella la niña mimada, una especie de reina.

Recuerdo de doña Asunción muchas frases que revelaban siempre el amor que tenía por todo lo que le parecía noble y bello.

—Mira, Luisito —me decía—; si yo no fuera católica, sería panteísta.

Doña Asunción era lectora entusiasta de Daudet, de Georges Ohnet y de otros autores entonces en boga; tenía curiosidad por todo. Le gustaba vestirse bien, porque aunque se reconocía vieja, le parecía que debía presentarse lo mejor posible.

Su hijo era un poco agrio y pedante. Le solía decir a su madre:

—Mamá, ese sombrero no te sienta bien; o menos años, o menos plumas.

Yo defendía a doña Asunción contra su hijo. Esta señora tenía mucha confianza en mí, y en nuestras largas conversaciones me hacía extrañas confidencias: me confesaba que de niña había estado mirando en el diccionario el significado de todas las palabras eróticas o sospechosas de erotismo, suponiendo muchas veces intenciones lúbricas allí donde no existían. Coincidíamos los dos en que sería mucho mejor enseñar fisiología en la pubertad. Doña Asunción quería leer una fisiología y yo se la compré. También tenía curiosidad por conocer algo de Voltaire, pero no se atrevía a pedirlo en las librerías. Me encargó a mí que le buscara una obra de este autor. Yo encontré el Diccionario filosófico, en francés, por tres pesetas, en una librería de viejo, y se lo llevé. A mí ni siquiera se me ocurrió hojear el libro.

Doña Asunción cogió los tomos y leyó en el capítulo sobre la Ignorancia, en su primera parte, un apostrofe poco galante que el autor dirige a una dama, en el que le llama animal de dos pies y sin plumas, que va al retrete y piensa, que está sujeto a las enfermedades más repugnantes y tiene ideas metafísicas. El apóstrofe termina con esta frase:

«J’aperçois que la nature t’a donné deux espèces de fesses par devant et qu’elle me les a refusées: elle t’a percé au bas de ton abdomen un si vilain trou que tu es porté, naturellement, à le cacher. Tantôt ton orine, tantôt des animaux pensants sortent par ce trou; ils nagent neuf mois dans un liqueur abominable entre cet egout et un autre cloaque, dont les inmondices accumulées seraient capables d’empester la terre entière.»

Convinimos en que las frases eran muy duras y descarnadas, pero nos pareció que valía más esto que la hipocresía y la mentira. Doña Asunción decía que hubiera preferido que la hubieran hablado así, que no como a un niño a quien hay que engañar siempre.

Un día, doña Isabel me contó su historia.

—Mi padre —me dijo— era un marino mercante, hijo de franceses, que se llamaba Montalieu. Mi madre era de una familia catalana que, como te he dicho, pretendía descender nada menos que de Clodoveo.

»Mi padre tenía un hermano, Joaquín, comerciante en Barcelona, y sus ahorros de marino los tenía depositados en la casa de este.

»Era yo niña, estaba en el colegio y solía ir todos los domingos a casa de mi tío a comer; cuando conocí allá a un francés y a su señora, que me hicieron grandes regalos. Este francés pasaba por rico y tenía una gran influencia en el consulado. Se llamaba Benjamín Dupont y llevaba una vida fastuosa. Su mujer llamaba la atención por su elegancia. Poco después supe que Dupont era socio de mi tío Joaquín y de mi padre.

»La casa de comercio Montalieu-Dupont subió de importancia y comenzó a hacer negocios en gran escala.

»Mi tío Joaquín y Dupont tenían confianza absoluta uno en otro, y mi tío admiraba a su socio.

»Mi tío poseía una torre en un pueblo de la provincia de Tarragona, y solía ir a ella con frecuencia. Dupont y su mujer le acompañaban muchas veces, porque, como te he dicho, reinaba entre ellos una gran armonía.

»Un domingo, en que mi tío Joaquín y Dupont fueron a la torre, no se sabe lo que ocurrió; el caso fue que mi tío Joaquín no volvió. Se pensó si se habría caído al mar. Se buscó por la costa y no se le encontró.

»El señor Dupont fue a Barcelona, se deshizo la Sociedad Montalieu-Dupont, y resultó que no había dinero en caja. Los negocios, según el francés, habían sido muy malos los últimos años.

»Mi padre estaba navegando, y cuando volvió a Barcelona y pidió cuentas a Dupont, este se las mostró, y resultó que estaba arruinado.

»Todo el mundo sospechó que Dupont había asesinado a mi tío y que se había quedado con el dinero; pero la cosa no pasó de habladurías y de sospechas.

»Mi padre registró la costa próxima a la torre de mi tío para ver si encontraba el cadáver de su hermano; leyó todos los papeles que había dejado. Sus investigaciones fueron infructuosas. Mi padre quedó arruinado y Dupont salió de Barcelona unos meses después. El hombre subió en categoría, se divorció y llegó a ser nada menos que ministro en Francia.

»Siendo ministro, contaron que estaba en Marsella o en Montpelier cuando ejecutaron a un criminal. Al ir este a la guillotina vio a Dupont en una ventana. El reo le conoció al ministro y le dijo a gritos: “Señor Dupont. ¿Se acuerda usted de Montalieu? Usted debía venir aquí conmigo, porque es usted tan asesino como yo”.

—Pero me cuenta usted un folletín, doña Asunción —le dije yo cuando acabó su relato.

—Pues no es un folletín. Es la pura verdad —me contestó ella.

Doña Isabel, mi segunda novia vieja, era una señorita que vivía en la Costanilla de los Ángeles, y a quien había conocido por recomendación de mi tía Luisa.

Doña Isabel tenía un gran tipo. Era muy elegante, muy distinguida. Debía haber sido muy bonita. A pesar de su belleza y de ser hija de personas ricas había quedado soltera. Doña Isabel tenía una casa alta, pero muy grande, muy espaciosa, muy bien alhajada, con muebles ricos, retratos de familia, vitrinas con miniaturas, abanicos pintados y otros adornos lujosos.

Doña Isabel era romántica como pocas. Ella no quería saber nada de las cosas impuras de la vida, sino de los grandes actos, de los heroísmos. Católica exaltada y monárquica ferviente, su ideal se había forjado con Los Mártires, de Chateaubriand, y los versos de Lamartine. Con doña Isabel se podía hablar, porque a pesar de su gusto literario, para mí antipático, sentía curiosidades. Lo más desagradable de su casa era su criada y una perra malhumorada y tuerta, llamada Violeta.

La criada, la Plácida, una vieja avara, castellana, de cara de vinagre, recibía a todo el que llamaba en la casa como a un apestado. La Plácida hablaba como un libro, con unos giros castizos que recordaban el castellano antiguo. Los dos principios de su vida eran no gastar y aprovechar.

Cuando doña Isabel le mandaba que comprara algo y veía a los pocos días que no lo había comprado, le preguntaba:

—¿Por qué no has comprado lo que te dije?

—¿Para qué se va a gastar? —replicaba la criada.

La manía de aprovechar de la Plácida producía diálogos notables.

Un día escuché este:

Habían recetado a doña Isabel, después de la gripe, un jarabe de digital, que lo tomó hasta que el médico le dijo que lo dejara.

—Ya que se ha traído el jarabe —le indicó la Plácida a su ama—, ¿por qué no lo concluye usted?

—Porque ya no lo necesito.

—Entonces lo tomaré yo, para aprovechar.

Doña Isabel mandó tirar inmediatamente el jarabe, y que no se hablara más del asunto. Casi tan desagradable como la Plácida era la perra Violeta, vieja, calva y gruñona, que se ensuciaba en todas partes, y a quien unos chicos habían dejado tuerta de una pedrada.

A pesar de su criada y de su perra, la casa de doña Isabel tenía su encanto, y yo pasaba en ella largas horas de charla.

Doña Isabel tenía también su novela. Me enteré de ella por un viejo carlista alavés, amigo de Arnal el marino, que vivía en la casa de huéspedes de la calle de la Montera.

Doña Isabel era de Vitoria y había vivido en esta ciudad durante su juventud. Su padre era militar de graduación y hombre de fortuna. Isabelita, como la llamaba el viejo carlista, había sido la niña bonita del pueblo, siempre muy mimada, con muchos galanteadores. Como sucede con frecuencia a las chicas que tienen dónde elegir, era un poco remilgada. Ningún pretendiente le parecía bien: el uno era gordo, el otro flaco, este soso, aquel sin carácter. Después de tantos reparos eligió lo peor, y tuvo relaciones, con gran oposición de su padre, con un tal Pepito Salazar, joven calavera de buena familia y sin un cuarto.

Los amores de Isabelita y de Salazar duraron años. El novio no servía para nada práctico.

Al comenzar la guerra civil, Pepito Salazar entró de oficial carlista y fue a parar poco después al ejército del centro, con las tropas de Villalaín.

Salazar escribía a su novia de cuando en cuando, aunque no con mucha frecuencia. El padre de Isabel hablaba de los carlistas con odio y con desprecio, y su hija estaba interiormente de acuerdo con él. Si no lo manifestaba era por no reconocer que se había equivocado.

Al saberse el saqueo de Cuenca, el padre de Isabel volvió a maldecir de los carlistas y a acusarlos de bandidos y de bárbaros. Poco después Isabel recibió una carta de Salazar, y en la carta una cadenita de oro y una cruz preciosamente trabajada, con unos adornos de rubíes. El novio le decía que aquella joya la había comprado en Cuenca.

Unos meses más tarde Salazar cayó prisionero, se escapó, huyó a América y ya no volvió a saberse noticias suyas.

Tres años después Isabel conoció en Vitoria al comandante Albornoz, que le hizo una corte asidua. El comandante era hombre enérgico y decidido; habló a la muchacha, habló al padre y se concertó la boda.

Un día a Isabel se le ocurrió ponerse la cruz y la cadenita que le había regalado Salazar y presentarse con ella.

Verla Albornoz, palidecer e inmutarse, fue todo uno.

—¿De dónde tienes esa cruz? —preguntó el comandante—. Di, ¿de dónde tienes esa cruz?

Isabel, sorprendida y turbada, contó parte de lo que había pasado y se echó a llorar desconsolada.

La cruz y la cadena eran de una hermana del comandante Albornoz, a quien los carlistas, al entrar en Cuenca, habían robado y violado.

El comandante estuvo brutal. Doña Isabel le devolvió la cruz y la cadena.

Unos días después, el comandante quiso reanudar las relaciones con su novia; pero ella había quedado espantada con la violencia de carácter de aquel hombre y no quiso verle más.

Cuando murió su padre, doña Isabel fue a vivir a Madrid con una tía suya, y aunque tuvo proporciones para casarse, no quiso.

Doña Rosario, mi tercera amiga, era la fantasía. Estaba un poco neurasténica y tenía ideas extravagantes. Su juventud había sido rara. Hija de un diplomático, pasó la infancia en París, en un colegio de monjas, durante el segundo Imperio. En la época de la Commune vivió en los sótanos del colegio y acompañó a las monjas que salían disfrazadas a hacer cola en las panaderías y carnicerías. Recordaba las escenas de la calle, los tiros y cómo una vez entraron unos comunistas, negros de pólvora, en el colegio, a los que sacaron los soldados versalleses para fusilarlos. Concluida la guerra en Francia, el padre de doña Rosario había tomado partido por el pretendiente Don Carlos, y llevó la niña a Vergara. De las escenas terribles de París a la corte de opereta de Don Carlos había todas las gradaciones de lo pintoresco en su existencia.

Doña Rosario llevaba una vida desordenada e inquieta: cambiaba de casas a cada momento; se acostaba y se levantaba al día varias veces; comía a horas intempestivas; pero era muy simpática y de muy buen corazón.

Doña Rosario tenía una hija, Amparo, una muchacha de veinticuatro o veinticinco años, alta, con unos ojos claros, muy amable, que cuidaba de su madre y la trataba como a una niña.