LA CASA DE UN INDIANO
CUANDO dejé la Impura Babilonia de doña Milagros, fui a vivir a casa de la señora Petra, una mujer de la Mota del Ebro, casada con un empleado del tren. La casa estaba en una callejuela de la calle Ancha; era alta y dominaba un gran panorama.
En mi cuarto hacía frío en invierno y calor en el verano, pero tenía delante de mí espacio y aire. Al asomarme al balcón recordaba la novela Guzmán de Alfarache, cuyo subtítulo es: Atalaya de la vida humana.
Yo me veía también como un atalayero de la vida humana. Estaba allí más independiente, más solo que en la Impura Babilonia, y para contrarrestar la soledad pensé en cultivar algunas amistades. Hice una lista de personas a las que iba a visitar con cierta periodicidad. Una casa adonde hubiera acudido con frecuencia era la de mi amigo y condiscípulo de Villazar, Arnegui, pero estaba el pobre muchacho enfermo de epilepsia, y el verle me producía una impresión tan desagradable que no aparecía por allí más que de tarde en tarde.
Visitaba también alguna que otra familia, siempre temeroso de que me manifestaran frialdad o me hicieran alguna grosería que me obligara a dejarles de ver.
Una casa donde me recibían amablemente era la de un americano, condiscípulo de mi padre, de niño, en Vergara.
Este señor se llamaba Alpizcueta y era un pobre hombre bueno, débil y sin ningún carácter. Se hallaba dominado por su mujer, una americana despótica y altanera; tenía un hijo y dos hijas. El hijo era negado, de lo más incomprensivo que pudiera imaginarse, tonto, soberbio, caprichoso, rubio y con cara de negro; las hijas habían salido como la madre, altas, fuertes, guapas, voluntariosas y mandonas.
Durante largo tiempo fui a casa del señor Alpizcueta, que me convidaba a comer muchas veces. Me trataban como si fuera de la familia. Algunos me daban broma, suponiendo que pretendía a una de las hijas de la casa; pero no era cierto. No simpatizaba ni con la madre ni con las hijas. Ellas creían que habían traído toda la sabiduría en su equipaje de América, y que el conjunto de sus conocimientos acerca de la vida era tan grande que no podían añadir una partícula más.
No notaban los valores que hay en los países viejos. Para ellas un museo, una iglesia, un libro, no eran nada al lado de unos rebaños de vacunos o de algunas hectáreas de terreno. Solían aparecer varios jóvenes en la casa de Alpizcueta, porque las americanas tenían fama de ricas.
En esto se presentaron dos hermanos, hijos de un notario de un pueblo de Castilla; los dos esbeltos, morenitos, bien portados.
Los hermanos comenzaron a galantear a las hijas de Alpizcueta. Los dos, muy religiosos, muy buenos cristianos, hicieron una campaña admirable: adularon a la madre, halagaron a las chicas y en un par de meses se apoderaron por completo de la casa y nos hicieron el vacío a los demás. Los amigos antiguos tuvimos que desfilar y marcharnos. Al cabo de algún tiempo, por lo que me dijeron, un tío de los dos hermanos era el asesor y el consejero de la mujer de Alpizcueta. Los dos hermanos se casaron con las dos hermanas; uno de ellos se marchó a América y no se supo más de él; el otro, que se quedó en Madrid, parece que después de vivir muy fastuosamente resultó jugador y se arruinó. Yo, la verdad, creo que me alegré al saberlo.