UN REVOLUCIONARIO Y UN «DANDY»
LA mayoría de aquella gente, gente ramplona, ocultaba su pereza y su falta de talento con frases.
Sin embargo, había algunas personas de valer. Los que me parecieron de más brío fueron un periodista, Montoya, y un joven amigo suyo estudiante, López Alvear.
Montoya era un viejo prematuro, calvo, inteligente, con unos ojos muy profundos. Ganaba ya bastante en el periódico donde escribía. Creía que se debía trabajar por los ideales sin esperanza de premio; era anarquista a su modo, y pensaba que la anarquía no debía de terminar en nada, ni tener más objeto que intranquilizar.
Montoya se sentía revolucionario y hubiera sido hombre de acción en otras circunstancias. Un día, al saber una catástrofe ocurrida en Madrid en un depósito de agua, que costó varias víctimas, fuimos Alvear, él y yo a presenciar una manifestación obrera de protesta a los Cuatro Caminos.
Estábamos asomados a un desmonte, cuando se oyó un tumulto lejano y comenzó a saltar la tierra aquí y allá, como el agua en un charco donde se tiran piedras.
—Son balas —dijo Alvear—. Están disparando.
—¡Si tuviéramos armas! —exclamó Montoya con furia.
Montoya era hombre de barricada, de esos hombres retraídos que un día se exaltan y hacen una extravagancia o una enormidad.
Bastante conocido en el mundo periodístico, era odiado y tenía fama de malo.
A Montoya se le temía por su mordacidad. Sentía un profundo desprecio por la Prensa.
—¡Qué asco! —decía cuando cogía un periódico—. ¡Cómo ensuciamos el papel! Y de algunos aseguraba:
—Es tan imbécil como cualquier periodista.
—¿Cree usted que los periodistas valen menos que los políticos? —le pregunté yo una vez.
—El mundo político español es tan negado como el periodístico, o quizá más; pero el periodístico es más vil.
Montoya hablaba mal de Salmerón, de Costa y de las últimas novelas de Galdós, a las que llamaba el saldo de Episodios Nacionales de don Benito.
En la redacción donde trabajaba Montoya había un periodista viejo, hombre incomprensivo y pedante, que de oír a Montoya hablar mal de los radicales, se había convencido de que estaba pagado por los jesuitas.
—Ya viene el padre Montoya —decía entre dientes.
Los demás periodistas, para burlarse del viejo, habían asegurado que la redacción en pleno estaba pagada espléndidamente por la Compañía de Jesús, y el uno ponía en una cuartilla A. M. D. G., y el otro escribía Reinaré.
Cuando el viejo salía de la sala de redacción, los periodistas comenzaban a cantar en voz baja y mística:
Corazón Santo,
Tú reinarás.
Y al volver el periodista viejo se callaban y se miraban compungidos.
El pobre hombre estaba a punto de volverse loco, y veía jesuitas de hábito corto, unos con el puñal, otros con el veneno, otros con la mónita secreta hasta en la sopa. Toda la Compañía de Jesús, con San Ignacio de Loyola a la cabeza, bailaba una terrible zarabanda alrededor de él.
El estudiante López Alvear le acompañaba mucho a Montoya, y si no más inteligente que él, era más interesante.
Alvear, alto, rubio, delgado, de buena familia, tenía los ojos azules y el pelo como una llama, sentía una inclinación decidida por todo lo raro. Vestía muy bien, como un dandy. Era hombre de nervio y poseía una cualidad que a mí me ha parecido siempre genial: la de crearse el medio.
Montoya, su amigo, con mucha más cultura que él, quizá con más talento, no arrastraba a nadie; andaba flotando en el remanso sin esperanza en nada ni en nadie. Se le oía, y nada más. Alvear, no; Alvear arrastraba, quizá por su simpatía o por su instinto social. Le conocí una época anarquista, y vivía en ambiente anarquista, luego de escritor decadente, y tenía también su tertulia de esta clase. Parecía que inventaba aquellos pequeños focos para su uso particular, como Potemkin había inventado ciudades en Crimea para que las viera de lejos la gran Catalina. Cuando Alvear se dedicó a hacer versos, muchas veces yo quería convencerme de que estaban mal, pero no quedaba muy convencido.
Lo característico en él eran las explicaciones, por lo absurdo y por lo ilógico. No retrocedía en la discusión ante nada. Muchas veces, naturalmente, disparataba; pero otras acertaba de una manera sorprendente.
Cuando acertaba, Montoya le oía muy serio, mirando al suelo; cuando disparataba, le atacaba a fuerza de sarcasmos, y Alvear sonreía, reconociendo su pifia.
Yo estaba de acuerdo en muchas cosas con Alvear. Para él como para mí, las cortapisas de la costumbre y de la rutina no eran medio de canalizar las energías, sino trabas inventadas a favor de los imbéciles y de los cobardes, en perjuicio de la gente de personalidad fuerte y noble; pero él era capaz de eludir los frenos sociales por la violencia o por el fraude y yo me contentaba con la resistencia pasiva.
Alvear era un hombre inquieto e insaciable: matemáticas, anarquismo, decadentismo y nietzscheanismo, en todo metía su sonda; tan pronto se le veía inclinado al arte como a la ciencia, tan pronto pensaba si lo mejor sería hacerse obrero, como si sería mejor hacerse fraile. Había siempre en él algo de afectación y de pedantería. Le gustaba tomar actitudes extrañas para sorprender a la gente.
Un día, en plena época de su anarquismo, me dijo que se había relacionado con unos revolucionarios extranjeros y otros españoles, y que les había prometido fabricar un aparato explosivo perfecto.
—Me parece un disparate —le dije—. Además, en el complot habrá gente de la policía.
Él se encogió de hombros.
Unos quince días después, volvía a casa de noche, de comprar un periódico en la Puerta del Sol, cuando me encontré con Martí, Montoya y otros que iban a un café de la calle del Arenal, donde tenían una tertulia medio pictórica, medio filarmónica. Me instaron a entrar con ellos y entré. Nos sentamos a una mesa y charlamos largamente.
La tertulia era heterogénea, se componía de unos cuantos escritores, pintores, de un cura y de un expolicía, don Paco, que sabía muchas historias de la vida de Madrid.
Se discutía en la mesa cuando apareció Alvear y se sentó a mi lado; poco después entró un agente de policía secreta a quien yo conocía de verle en el Ministerio, y se sentó en una mesa próxima.
—Ese es de los del Gallo —le dije a don Paco.
—Sí —me contestó él—, debe andar rondando algo, quizá a alguno de la tertulia.
Los artistas habían entablado una gran discusión sobre pintura.
Alvear se puso a dibujar con lápiz en el mármol de la mesa. Dibujó una caja que estallaba y escribió después: La he fabricado yo. Luego me dio con el codo para que mirara, y en seguida borró el dibujo y las letras. Yo leí lo que decía y comprendí en seguida de qué se trataba. Saqué un lápiz y escribí en el mármol de la mesa: El hombre que ha entrado después que usted en el café le sigue, y es de la policía. Inmediatamente borré también las letras.
Alvear quedó sonriente. Poco después nos propuso una partida de billar a Martí y a otros tres, y subimos al piso primero. Yo más que nada por curiosidad.
—Espérenme ustedes —nos dijo Alvear, al llegar al entresuelo—. Vengo en seguida.
Al poco rato subió el de la policía, buscó con la vista a Alvear, y al ver que no estaba desapareció.
—Este Alvear es un tipo raro —me dijo Montoya—, se le ocurre a él jugar al billar y luego se marcha.
Nos cansamos del billar y nos fuimos a casa. A los cuatro o cinco días le encontré a Alvear.
—Estuve a punto de caer en el garlito —me dijo.
—¿Pues?
—Tenía hecho mi aparato y empaquetado, cuando usted me dijo que me seguía la policía. Fui a casa, lo deshice todo, eché por el retrete mis preparados, y al día siguiente vino la policía a registrar mi cuarto y no encontró más que unos cacharros para hervir la leche y una cafetera. Indudablemente, había polizontes en el complot.
Alvear pareció perder su entusiasmo anarquista con esta prueba y evolucionó hacia el nietzscheanismo. Fue su época de esplendor. Las paradojas más extraordinarias salían de sus labios.
Alvear adivinaba la curiosidad que producía en los demás y replicaba con una sonrisa irónica que sorprendía. Le dejé de ver algún tiempo, luego desapareció y no supe más de él.