PRIMERAS AMISTADES
NO sé por qué una señora de Villazar llamaba a Madrid el pozo de los mártires, con un romanticismo al estilo de Pérez Escrich. Así como Valladolid se me figuró un Villazar aumentado, Madrid me pareció un Valladolid grande. Nuestra España es una e indivisible en su adustez, en su sequedad y en su roña.
Fui a Madrid con el pretexto de esperar las oposiciones para cónsul; pero, en realidad, porque me parecía que no podría vivir en otra parte.
Por recomendaciones de mi tío el de Irún me dieron un destino de treinta duros al mes en un ministerio, sin obligación ninguna. Ya se me había acabado la pensión de orfandad.
Cuando me presenté en la oficina el jefe me dijo amablemente:
—¡Trabajar! ¿Para qué va usted a trabajar? Usted no es de plantilla. Le van a echar el mejor día. Venga usted a cobrar a final de mes y no se ocupe usted de otra cosa.
Seguí el consejo y me dediqué a la vagancia. No me gustaba Madrid. He tardado mucho en acostumbrarme al ambiente de Madrid, más al ambiente físico que al moral. Esa luz fuerte, ese sol brillante, el aire polvoriento, me han desagradado. Sobre todo, el verano me parecía muy molesto. No es para mí la luz violenta, no tengo ojos buenos para verla; a la claridad fuerte prefiero el gris, no porque sea más fino ni más basto, esto me tiene sin cuidado, sino porque me parece más agradable. El invierno en Madrid me ha sido siempre simpático, hasta que me he hecho friolero como un gato viejo.
Una de las cosas que siempre me molesta en Madrid, como en casi todos los pueblos españoles, es la cantidad de hombres que hay en las calles, sobre todo con relación a las mujeres. Es una cosa que da una impresión triste, fea y monótona. Cuando me dicen a mí que Sevilla es un pueblo alegre, me río. Un pueblo lleno sólo de hombres, y de hombres la mayoría petulantes, no puede ser más que un pueblo desagradable.
En Madrid parece que las mujeres se van decidiendo a salir cada vez más a la calle y a animar la ciudad con su presencia y sus trajes de colores.
Al principio de llegar a Madrid, aunque hubiera preferido otra manera de vivir, me fui a una casa de huéspedes de la calle de la Montera, que daba por detrás a la plaza del Carmen. Era una casa grande, destartalada, sucia y descuidada, donde vivía la gente más heterogénea del mundo: unos cómicos, dos franceses, un cura castrense, un empleado alemán, un médico de una Casa de Socorro, un marino, un usurero, un caricaturista…
La dueña se llamaba doña Milagros, y el cura castrense, que era un humorista, llamaba a la casa la Babilonia impura de doña Milagros.
La casa era divertida, porque había constantemente muchos líos entre los pupilos. Yo pasaba por un joven serio que estudiaba para hacer oposiciones a cónsul.
Todo el mundo me creía viejo. Una vez fui a ver a un conocido, a quien no encontré. Al verle al día siguiente me dijo:
—No podía suponer que fuera usted.
—¿Por qué?
—Porque la criada me ha dicho: Ha venido un señor de barba a preguntar por usted. ¿Joven? —le he preguntado yo—. No, de cuarenta a cincuenta años.
Yo tenía entonces veintitrés.
Al principio de llegar a Madrid me encontré con Lozano, que era también abogado y estaba de pasante en el bufete de un político muy conocido.
Hablamos de Villazar, y le pregunté por las chicas de Bernedo, la Filo y la Puri.
—La Filo tuvo un hijo —me dijo.
Yo me estremecí.
—Sí. ¿De quién?
—Me lo han atribuido a mí —contestó—; pero yo no cargo con el mochuelo. No he sido yo el único que ha rondado por aquella casa.
—¿Y qué hacen esas chicas?
—No sé, salieron del pueblo; creo que estuvieron en París y se establecieron en Bilbao. Ahora quieren trasladarse a Madrid.
Lozano, que ya me era antipático en el pueblo, me pareció más antipático en Madrid. Tenía cierto aire de superioridad, de hombre bien enterado; era conservador, y sentía un profundo desprecio por todo elemento republicano y democrático.
Lozano me hablaba como si fuéramos los dos buenos amigos. El caso es que no reñíamos y estábamos en muchas cosas conformes, hasta el punto que, después de una conversación larga, desaparecía en mí la antipatía profunda que le tenía; pero al día siguiente, al pensar de nuevo en él, sentía el mismo disgusto de siempre. Lozano era el hombre de voluntad, de pocos escrúpulos, muy social, con soluciones claras para todos los actos de la vida.
Nos citamos varias veces, y nos reunimos y fuimos al café y al teatro. Yo iba con él más que nada por recurso, por tener con quien hablar.
Cuando hice otros amigos dejé de verle de repente, cosa que le debió de ofender un tanto.
Los nuevos amigos míos salieron de la casa de huéspedes de la calle de la Montera. Al principio me reuní con un joven marino, Arnal. Arnal era un conquistador, dedicado sólo a las mujeres, hombre perfectamente cínico; le habían echado de un baile de Palacio porque le habían encontrado lanzándose al abordaje sobre una alta dama. Arnal tenía esta máxima para sus conquistas: A las princesas, como a cocineras; a las cocineras, como princesas.
Como Arnal no cambiaba de tema me llegó a parecer pesado.
En la misma casa de huéspedes me hice amigo de un joven, Enrique Martí, empleado en el Ministerio de la Gobernación. Cuando dejé la Babilonia impura de doña Milagros seguí cultivando la amistad de Martí. Yo no conocía siquiera mi oficina, pero, en cambio, iba todos los días a la oficina de mi amigo. Esta oficina tenía relación con la Prensa y estaba atestada de periódicos de Madrid y de provincias.
Entre los amigos de Martí había aprendices de literato y de pintor que iban a su oficina, en el invierno, a calentarse; en el verano, a tomar el fresco, y siempre a pasar el rato charlando. Allí se discutía libremente y se llenaba la habitación de humo.
Si faltaban sillas se improvisaban con montones de periódicos.
Los cuatro o cinco empleados compañeros de Martí eran tipos curiosos. Uno de ellos, un viejo periodista, andaluz, escribía en un periódico clerical y se mostraba reaccionario. Echaba discursos elocuentes, porque tenía una gran verbosidad. Aquel hombre era muy aficionado al vino, y a cada paso bajaba a la calle a echar una copa. Para tener pretexto para ello dejaba el bastón o el paraguas en una tienda de comestibles de la calle de Correos, y en medio de una peroración decía:
—Voy a coger el bastón aquí al lado —y marchaba a beber.
Otro de los empleados, un señor con una barba blanca y un aire de gnomo sabio, escribía muy gravemente unos artículos en unos periódicos inverosímiles por lo desconocidos; artículos llenos de lugares comunes, por los que cobraba a duro cada uno.
El jefe de la oficina era un señor elegante, con unas grandes barbas en abanico, vestido de claro, con un cigarro, con su boquilla en los labios. Era hombre amable, del tipo de la gente de la Restauración, que creían lícito todo, y a quien no le parecía mal que en una oficina del Estado entrara una tropa de bohemios a charlar, a distraerse, a discutir la Religión y la Monarquía, y hasta a exaltar el anarquismo.
Los empleados de la oficina no manifestaban gran interés en aparecer por allí; en cambio, los amigos de Martí lo tenían grande. Se llevaban papel, lápices, plumas para escribir obras maestras, y un pintor arramblaba con trozos de leña y los sacaba debajo de la capa, y le servían de combustible en su taller.
En la oficina de Martí conocí mucha gente, unos que fueron amigos míos, otros a los que traté de pasada.
De estos últimos fueron dos bohemios que entonces vivían al arrimo de un joven catalán que explotaba un cinturón eléctrico que no servía médicamente para gran cosa, pero que a él le servía para vivir muy bien.
El joven catalán no era nada discreto; nos contaba quiénes iban a su casa, y por él sabíamos que el conde de tal o el marqués de cual estaban impotentes. Entre el joven catalán y sus amigos hacían un periódico, en el que colaboraba un escritor del que recuerdo que andaba siempre con gabán, porque no tenía chaqueta, y en vez de pantalones completos llevaba los tubos de las piernas sujetos al cinturón con unas cuerdas.
Allí conocí también a dos o tres personas que luego llegaron a ser amigos míos. Uno de ellos fue Enrique Mas y Gómez, hombre delgado, enfermo, abogado y profesor de lenguas. Más vivía de milagro, no ganaba nada.
Era un hombre insubstancial y débil; pasaba el tiempo tomando bicarbonato, fraguando combinaciones absurdas, pidiendo un destino en Bombay o en el Canadá, cuando no haciendo diligencias vanas, como las llamaba él mismo, pues sabía que ellas no le podían conducir a nada práctico.
Con Más y Gómez y un estudiante valenciano, Magraner, frecuenté los teatros y los bailes durante una temporada. Magraner se pasaba el curso en cervecerías y en teatros. Nos convidaba a ir aquí y allá, y había que acompañarle, so pena de reñir con él. Magraner era un hombre terco y voluntarioso, un hombrecito seco, duro, cetrino, que no tenía frío ni calor nunca. Si se le ponía una cosa en la cabeza la hacía. Afortunadamente para él, sus caprichos no eran costosos, y tenía dinero. Se le había ocurrido ver todas las representaciones de una zarzuelita que representaban en el teatro Eslava, y llegó a verla noventa y tantas veces. Magraner estaba destinado por su padre al comercio de la naranja. Más y Gómez le daba lecciones de inglés. Por Magraner tuve amistades con un estudiante de Derecho, Santolea. Este Santolea, joven, alto, moreno, con una voz tonante, era republicano, hablaba muy bien y escribía medianamente en unos periódicos absurdos, en donde se pontificaba en severo moralista, lo que no era obstáculo para que los periodistas que escribían en ellos cobraran, unos en el Ayuntamiento, otros en la Inspección del arbolado, del alcantarillado, como empleados de la Diputación, y algunos hasta de amas de cría.
Santolea, al principio, me pareció hombre inteligente.
Yo no comprendía cómo podía soportar aquella patulea republicana que la mayoría era muy bestia y muy poco desinteresada.
Fuimos Santolea, Más y yo a los mítines del Primero de Mayo. Santolea tenía una hostilidad contra los socialistas que a mí me parecía absurda. Más y Gómez no comprendía la posición del socialismo.
Santolea y yo solíamos discutir; yo veía que el punto de vista social era el del porvenir, aunque yo no participara sentimentalmente de él. Santolea, más que razonar, peroraba, y se embriagaba con su oratoria.
Pronto vi que yo no simpatizaba con Santolea. Era un retórico, un hombre de discursos, sin intimidad, un vozarrón puesto al servicio de una inteligencia mediocre.
Se me agudizó esta sensación de desacuerdo yendo una vez a la casa de huéspedes donde vivía. Tenía una sala con alcoba que daba a una calle estrecha y triste. En la sala no había ningún detalle agradable. Santolea no se había ocupado de quitar un cuadro antipático, bordado en cañamazo, o de variar algo el aspecto del cuarto.
A mí, en cambio, me gusta darle algo de mi carácter a la casa donde vivo, por pobre que sea. Santolea siguió su camino y yo el mío. No llegó a ser nada y acabó de empleado de un ministerio.
Indudablemente no era inteligente. Al pensar en él recuerdo uno de los capítulos de Huarte de San Juan en su Examen de ingenios, «Donde se prueba que la elegancia y policía en el hablar no puede estar en los hombres de gran entendimiento».
Entre los conocidos de aquel tiempo no recuerdo a ninguno que llegara a hacerse notable.