IV

PROBLEMAS INTERIORES: DIVAGACIÓN CONFUSA

DE cuando en cuando, me detenía en mi camino y me decía: ¡Alto! Hay que hacer un ligero comentario. Leí en esta época Parerga y Paralipomena, de Schopenhauer.

Todo lo que dice este hombre como reserva y suspicacia me pareció que lo sabía desde la infancia. Los meridionales tenemos el sentido de lo humano, de lo demasiado humano. Es posible que los hombres del Norte, para otras cosas mucho más profundos, necesiten tiempo para comprender la vida que nosotros comprendemos por instinto. Quizá este libro de Schopenhauer sea desilusionador para gente entusiasta como los alemanes; para un francés o un español es el abecé; a un siciliano, a un griego, o a un judío les hará sonreír.

A mí, al menos, no me quitó las ilusiones; al revés, me dio la impresión de que el autor creía en muchas cosas fantásticas que yo había desechado ya en mi interior.

Por si tenía una inclinación hacia el misticismo ascético, leí La Imitación de Cristo, que me pareció una obrita lacrimosa e insignificante; leí también Las Moradas, de Santa Teresa de Jesús, y la Guía Espiritual, del padre Miguel de Molinos; pero no me entusiasmaron.

No me encantó, ni me hizo considerarme superior el comprobar que no tenía ilusiones fuertes; al revés, lo sentí, porque esta sequedad, como hubiera dicho el padre Molinos, me pareció una prueba de decadencia de los instintos. Sin embargo, no es que flojeara siempre mi voluntad; la sentía a veces enérgica, pero sin saber en qué emplearla; tenía una voluntad desgranada de los instintos. Era y soy como un hombre que guarda unos duros en el bolsillo y entra en un bazar: lo que le gusta no lo puede comprar y lo que puede comprar no le gusta. Al último, deja los duros en un cajón o los tira al río.

Aquello, claro es, me producía disgusto. A tal disgusto le seguía una esperanza quimérica. ¿Quién sabe? Quizá, de un momento a otro, podía cambiar mi vida, y, de aburrida y estúpida, convertirse en extraordinaria y brillante. Esta vaga e indeterminada aspiración flotaba como una nube por encima de mis angustias.

Mis ideales individuales no eran claros: primera cosa que necesitaba, independencia; segunda, enterarme de la vida.

La independencia es muy difícil de conseguir, me decía; soy hostil a la catalogación, hostil a la limitación impuesta. Para limitarme con gusto, para vivir aquí en este rincón, necesito saber qué es lo que pasa allí lejos; con tener la certidumbre de que aquí y allí lo esencial es lo mismo, me basta.

Necesitaba primero que me dejaran conocer lo que yo podía abarcar; luego, no tenía inconveniente en vivir en cualquier lado.

Para mi ideal de independencia, la cuestión sexual era una imposibilidad. ¿Cómo resolver esa cuestión? —pensaba—. O hay que tener dinero, y yo apenas lo tengo, o sumisión, cosa que me repugna. Todo está hecho a base de sumisión. ¿Quieres ganar? Hay que someterse. ¿Quieres vivir con una mujer? Hay que someterse. ¿Quieres tener sitio para respirar? Hay que someterse, y someterse a un sistema viejo sin prestigio, absurdo, que quizá durante la propia vida de uno sea abandonado.

Hay que someterse a un sistema que inventaron nuestros antepasados.

Parece mentira que el hombre valga tan poco y que tenga tan poca originalidad, que le sea indispensable vivir acomodándose al pensamiento de los muertos.

Yo no quería tener una rebeldía sin sentido, ni aparecer como descomunal o extraordinario. El satanismo, la perversidad y la neurastenia, que en algún tiempo me sonrieron, me empezaron a parecer repugnantes, aceptados de buen grado. Yo soy un hombre vulgar —me dije—; no quiero enfermedades, ni las de los grandes hombres; eso sí, quisiera tener las ventajas de la mediocridad. Me parece muy lógico someterme a todo lo que es racional; ¿pero someterme a una organización instintiva, vieja, que se hunde por todos lados? No.

Para mí, añadía, no hay posibilidad de bienestar, dentro de la sumisión. Es, pues, una condición indispensable la libertad, la autonomía espiritual.

Para realizar el segundo ideal, el ideal de conocimiento, una carrera me parecía un sistema muy malo. Claro que yo no estudié la carrera, la salté. A veces, me decía: Si yo estudiara en serio una carrera como la de abogado, que, dicho sea de paso, me repugna, y no tuviera éxito, sería un pasante de un bufete, un pobre hombre; si tuviera éxito, me hundiría en un mecanismo chinesco, y llegaría a creer que los pequeños éxitos de una Audiencia de provincias eran algo trascendental, como el descubrimiento de Newton. Después de unos años de vivir así, me pasaría como a uno de los grandes hombres de Villazar, abogado elocuente, que a los cincuenta y tantos años hizo un viaje por Europa, y trajo, en consecuencia, la idea de que todas las ciudades de nuestro continente eran muy húmedas, y que las no húmedas, como las de Italia, eran un poco sucias.

Mejor que una carrera, me hubiera gustado meterme en cuestiones de negocios; pero, además de no tener dinero, estaba lejos de los focos financieros. Luego me sentía con tan pocas inclinaciones de intriga, y era tan incapaz de captarme las simpatías de nadie, sobre todo estando en una posición subalterna, que veía el mundo de los negocios muy poco asequible.

No sé qué hubiera hecho en una posición alta; quizá tampoco gran cosa, porque me ha faltado siempre actividad y constancia.

La verdad es que hacía un balance de mí mismo poco consolador.

No soy capaz de un trabajo fuerte —me decía—. Para las matemáticas, la ciencia y la mecánica no tengo condiciones; el Derecho me repugna, el comercio también. Escritor no puedo ser, ni orador tampoco; no tengo facundia ni talento verbal. ¿Qué va a hacer uno? A pesar de esto, yo no me tenía por un tonto ni por un hombre anodino.

De creerme un tipo interesante, como me creía en la infancia, pasé a pensar que era un personaje sin carácter, y me gustaba presentarme como un tipo borroso. Durante mucho tiempo he pensado, con una profunda tristeza, que mi sino podía ser completamente vulgar y ramplón; pero, a pesar de esto, yo no me creía ni vulgar ni ramplón.

Yo no he pretendido grandes cosas ni ser sabio, ni rico, ni virtuoso, ni vicioso, ni imitador de Don Juan, ni de San Francisco.

Vivir decorosamente, hacer el menor daño a los demás y tener la mayor satisfacción posible. No he pretendido la gloria ni el dinero, ni la importancia social. Vivir y contemplar. Ese ha sido mi ideal.