III

LA MARTINGALA DE JOSHE MARI

AL segundo año encontré en Valladolid a un pariente mío, primo segundo por parte de mi padre, José María Larrea.

Era bastante mayor que yo. Larrea había vivido en Valladolid de estudiante, dejando una fama de calavera y de perdulario terrible. Sus luchas con los cadetes habían hecho época; las chalequeras de cerca de treinta años le recordaban con enternecimiento, y entre las mozas de la calle del Duque de Lerma y de la calle del Río era popular.

Larrea me dijo que iba a casarse y a concluir la carrera de abogado.

Le faltaban cinco o seis asignaturas. El hombre se examinó, hizo unos exámenes brillantes y salió bien.

Le felicitaron todos los que le conocían, porque había cambiado y se había hecho un hombre formal.

Un día vino a mi casa y me invitó a ir de paseo con él.

—Ya sé —me dijo— que aquí te aburres.

—Sí, es verdad. Esto de tener que envenenarse con la imbecilidad de los profesores y vivir entre gente cerril es cosa triste.

—¿No te gusta estar aquí?

—No.

—Me han dicho todos que eres un hombre formal.

—Sí, creo que sí.

—Tienes, además, serenidad; ¿eres hombre frío, tranquilo?

—Creo que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—En secreto te voy a decir que yo he salido bien porque un mozo de la Universidad me ha proporcionado tres bolas de tres lecciones que me he aprendido la noche anterior. Por cada bola le he dado diez duros. He sacado diez y ocho y le he dado ciento ochenta duros. Un magnífico negocio para él, pero que le puede costar el destino. Si tú eres hombre tranquilo y te sientes capaz de hacerlo te llevaré donde ese mozo. En vez de estar todo el curso aquí, estudias por libre; es decir, haces como que estudias, vienes una semana aquí, te examinas y estás despachado.

—Muy bien, me parece un gran proyecto. Vamos a verle al mozo.

Fuimos a verle, seguí la martingala y salí bien. Naturalmente, en cada examen hecho así pasaba los grandes sustos. Me estaba viendo descubierto y expuesto a la atención pública, al consejo de disciplina que me expulsaba, y tomaba conmigo otras medidas muy severas.

Con el procedimiento Larrea abandoné Valladolid, y gran parte del año lo pasaba en Arnazábal. No hacía nada de provecho.

Lo único que hacía era leer.

Una vez fui a la Mota del Ebro. Hablando con mi tía, como si me rebosaran mis opiniones, largo tiempo contenidas, le dije el juicio que tenía de la gente de Villazar y de sus amigos. ¡Qué asombro el suyo! Creo que si de pronto me hubiera convertido en un dragón, con una cola de lagarto y una lengua bífida, no se hubiese asombrado tanto. Me dijo, de buena fe, que yo era un enemigo de la Humanidad.

Desde entonces ya rompimos nuestras relaciones. Ella vendió, poco después, todas las fincas que tenía en el pueblo y se estableció definitivamente en Villazar. Aquí se dedicó a caciquear en las iglesias. Por lo que me dijeron me tomó un gran odio, y hablaba siempre mal de mí. Creo que llegó a emplear esa metáfora clásica de que había abrigado una serpiente en su seno. Yo pensé que, por muy serpiente que uno fuera, se encontraría en un sitio poco cómodo en el seno de mi tía Luisa.

En Arnazábal estaba muy bien. Si hubiera sido posible me hubiera pasado allí la vida. Supe que existía una biblioteca abandonada de un personaje político del pueblo, muerto hacía años, y entré en ella. No había muchos libros de los que a mí me interesaban, pero sí papeles, revistas y periódicos.

Durante mucho tiempo estuve leyendo números de la Revue des Deux Mondes y del Fígaro, lo que me dio una idea de la literatura y de la política de hacía diez años.

Llevaba una vida solitaria; trabajaba en la huerta y daba grandes caminatas.

Solía ir a los montes a leer, seguido de mi perro. Los días de lluvia me ponía el impermeable y me marchaba por los caminos altos y pedregosos en donde no había barro. Oía el ruido del agua sobre los robles y las hayas y contemplaba las masas de bruma nadando sobre el valle. Hubiera evocado los espíritus, como Manfredo, sobre el Jungfrau si hubiera creído en ellos.

Una tarde me sorprendió una tormenta en el alto de un monte. Para guarecerme me metí en una ermita asentada en la cima; era una tejavana con una campana. Caía la lluvia como un torrente y brillaban los relámpagos a derecha e izquierda y retemblaba la tierra. El perro aullaba de miedo, yo me sentía espantado. Había oído decir que el tocar las campanas atraía los rayos, y para comprobarlo cogí la cadena e hice sonar la campana dos veces. Me quedé satisfecho de mi valor y cuando cesó la lluvia volví a casa pensando en la impresión que habrían tenido en el pueblo de al lado al oír las campanas.