DE ESTUDIANTE EN VALLADOLID
MI abuela había ahorrado la orfandad que me pasaban a mí, y calculó que con dos años de orfandad podría tener para un año de carrera. Yo estudié dos cursos como alumno oficial, y luego encontré una combinación perfectamente inmoral que me permitió seguir por libre.
Fui a vivir a Valladolid a una casa de huéspedes de estudiantes de la calle de las Angustias con un condiscípulo de Villazar, y después me mudé a otra de la calle de Orates.
En una, los estudiantes eran casi todos navarros y burgaleses; en la otra, vizcaínos y guipuzcoanos.
En las dos casas, igualmente sórdidas, se vivía muy mal, sin la menor comodidad, en cuartos interiores, sucios, con una patrona que le trataba a uno groseramente, y unas criadas lugareñas, andrajosas, torpes, chillonas, que se pasaban la vida cantando. En la casa de huéspedes de los navarros y burgaleses se jugaba constantemente y se pensaba siempre en hacer trastadas a los cadetes de caballería, a los que se les odiaba con toda el alma.
No sé por qué se les acusaba de afeminados, y se decía de ellos que llevaban corsé y hasta que se daban colorete en el cuartel. Muchas veces hubo riñas de consecuencias graves entre cadetes y estudiantes.
En la segunda casa de huéspedes, en la que predominaban los vascongados, se hablaba de música, del orfeón que tenían los de la región, se jugaba al mus y se bebían copones, enormes vasos de vino blanco.
Ninguno de estos gustos encajaba con los míos. El juego, el orfeón, el mus y los copones me fastidiaban; me aburría el café con su ruido ensordecedor de fichas de dominó, no me gustaba el paseo de la Acera de San Francisco, ni tenía gran entusiasmo por el teatro.
Me dedicaba a la lectura de novelas o a hacer comentarios. Yo advertía cómo la moral española, rígida y fuerte, no es más que un disfraz de la miseria. Estudiantes que apenas contaban con medios más que para vivir pobremente en un rincón, ¿cómo iban a tener fiestas, ni banquetes, ni amores alegres, ni nada de lo que caracteriza, según la literatura, la loca juventud? Todo estaba hecho allí a base de pobretería y de miseria, sin alegría, sin robustez, sin esplendor.
Yo creo que era el único que notaba aquello. Los demás estudiantes se figuraban vivir en Capua.
En las dos casas de huéspedes en donde paré en Valladolid, la mayoría de los huéspedes estaban enfermos de enfermedades sexuales.
Los cultivadores de la Venus callejera tenían color de papel mascado, y sus alcobas apestaban a drogas. Muchos quedaban estropeados para siempre.
Un amigo que estudiaba medicina me explicó el caso: parecía que traían a los prostíbulos de la ciudad mujeres desde los puertos de mar en donde desembarcaban marineros que venían de países cálidos.
Así, a veces sucedía que las enfermedades sexuales tenían una violencia terrible.
Todas estas cosas me producían una repulsión y una tristeza profunda. No me gustaba reunirme con nadie.
Solía ir con frecuencia al Museo a ver las esculturas de Berruguete y de Juan de Juni, a la Biblioteca, donde no solía haber gente, y alguna que otra vez fui de excursión en lancha por el Pisuerga.
Con una vida así languidecía, no tenía amigos. Entre los que vivían en la casa de la calle de Orates había un estudiante vascongado, por el que sentía gran admiración. Era de familia pobre, estudiaba medicina y se hallaba dispuesto a ser algo en el mundo a fuerza de trabajo.
Mientras los demás se marchaban de parranda a la taberna o al teatro, o a bailar con alguna chalequera, él quedaba en el comedor estudiando en la mesa camilla, mientras el patrón, la patrona y un huésped viejo jugaban al tute.
El estudiante seguía con sus libros, tomando notas, sin oír lo que se decía a su lado.
Algunos domingos por las tardes nos encontrábamos y paseábamos juntos, él poniendo en evidencia su brío y yo mi poca energía. Coincidíamos en la antipatía que experimentábamos por las tabernas, los garitos, los cafés donde se jugaba al dominó y las riñas.