SIN VOCACIÓN
MI tía Luisa me había aconsejado que fuera militar, pero yo no tenía la menor afición por ello. Me parecía un mal oficio en tiempo de guerra y un oficio ridículo en tiempo de paz. Como era necesario armonizar los gustos de mi tía con mis inclinaciones, dije que me agradaría ser cónsul.
Eso de la diplomacia le sonaba muy bien a mi tía. Comencé a estudiar para abogado en Valladolid. La verdad es que no tenía vocación ninguna para la abogacía, ni para nada, y que no me preocupaba gran cosa el porvenir.
Sentía el temor de que los acontecimientos iban a escamotearme la vida, como me iban escamoteando la juventud. Entonces ya pensaba que me contentaría con un año de vida intensa, de fiebre, y luego vivir al margen, es decir, un año de acontecimientos y el resto de la vida dedicado al comentario.
En momentos de ilusión, esperaba una racha de dinero o de buena suerte, como quien sueña una novela. Me examinaba mucho, física y moralmente.
En aquella época me sentía humillado por una porción de cosas y, sobre todo, por mi figura. No deseaba ser más alto, me parecía bien una estatura media; en cambio, me fastidiaba no ser esbelto y no tener un aspecto acusado, aunque fuera siniestro. Nada más lejos de lo siniestro que mi tipo.
Era y soy algo rubio, sin ser rubio del todo; tengo los ojos medio grises, medio verdes, medio dorados, la nariz gruesa, la frente ancha y la cara redonda.
Cuando me miraba en el espejo, torcía el gesto. No se podía decir de mí que fuera un hombre desagradable, pero sí que era borroso y sin ningún carácter.
Lo único que a veces me gustaba era no ser el tipo corriente del país. En Valladolid me preguntaban si era extranjero, alemán o francés. Llevaba unas barbuchas amarillentas, que tan pronto me las dejaba como me las quitaba, pues en esto tampoco manifestaba la menor consecuencia. Reconocía, mal de mi grado, que no era el tipo de los que impresionan a las mujeres, sobre todo a las españolas. Con las extranjeras, no es que haya tenido grandes éxitos, pero, al menos, he sido aceptado como candidato.
No tenía nada de donjuanesco ni de byroniano, nada en mi aspecto de agudo, de cortante, de decidido. Al revés, era un tipo indeciso, vacilante, de aspecto cansado. Nada de pájaro de presa o de ave de rapiña.
Sin embargo, tenía y he tenido siempre un sentimiento de pájaro que no quiere ensuciarse las alas, que me ha salvado. Si no hubiera sido por él, hubiera terminado siendo un parásito o un granuja. El orgullo y el amor propio han suplido en mí la voluntad. Es uno un rebelde sin proponérselo.
Una educación así como la mía, desordenada, ¿cómo va a producir un tipo de ideales sociales?
Alguna vez alguien me ha dicho: usted es un indisciplinado. Sí, he contestado yo; pero no un indisciplinado voluntario. ¡Qué más hubiera deseado yo que encontrar un hombre o una institución que me hubiera dirigido bien por un camino de sensatez y de cosas razonables!
Muchas veces he pensado que la verdadera solución para mí sería perder la clase y aprender un oficio. Mi tía se hubiese indignado, seguramente; pero, ¿qué es lo que da el pertenecer a la burguesía a la mayoría de la gente? Nada. Una mala comida, una mala ropa, una casa mísera y una vida triste, desagradable.
En todo lo que yo hacía en esta época, en cuanto pensaba, no podía encontrar la medida. Era descomunal, un poco energúmeno, sin proponérmelo. De este instinto inarmónico, y de contrastarlo con la tendencia equilibrada y mediocre de los demás, me nacía un ímpetu anárquico y destructor.
Si el mundo hubiera sido una bola de cristal, muchas veces lo hubiera roto de un puñetazo o de una patada.