UNA BODA EN UN PUEBLO FRANCÉS
UN día mi primo Luisito y otro muchacho me invitaron a ir a San Juan de Luz. El muchacho tenía unos parientes allí. Fuimos en un carricoche. Al marchar por la carretera algunas chicas francesas nos saludaron riendo.
Llegamos a San Juan de Luz; comimos en la casa del pariente de mi amigo, y por la tarde fuimos a un café de la plaza. Estábamos allí cuando nuestro amigo se encontró con un joven francés que le invitó a ir a la boda de un primo suyo a Sara.
—He venido con estos chicos —dijo el amigo, indicándonos a nosotros— y no les puedo dejar.
—Que vengan ellos también.
—No, hombre, no. No parecerá bien.
—Sí, hombre, sí. Voy a verle al primo y vendré con él a invitaros a la boda.
Efectivamente, poco después se presentaba el amigo con su primo, un hombre de unos treinta años, indiano, alto, delgado, sonriente, con los ojos azules, el bigote largo y rubio y unos dientes de oro.
—Vamos, vamos —dijo el novio en español—; no hay que hacer esperar a las chicas.
Montamos en dos carricoches y fuimos a Ascain, merendamos en el hotel de Larrun y seguimos a Sara. Llegamos al anochecer a un hotel, el hotel de Hoyarzabal, una fonda pequeña, limpia, bonita. La fonda rebosaba gente. Había unas chicas muy guapas, muy vistosas, muy sonrientes. Nos sentamos a la mesa treinta o cuarenta personas.
Yo, como no sabía ni francés ni vascuence, tuve que estar mudo.
Después de la comida se pasó a un salón con piano. Una chica graciosa, con la nariz un poco remangada, cantó la habanera de Carmen, y después esta misma chica, con un joven, cantó el dúo de Pippo y de Bettina, de La Mascota: Je sens lorsque je t’aperçois, que obtuvo los honores de la repetición, entre grandes aplausos. Después comenzó la quadrille, y se tocaron valses y contradanzas. Yo tampoco sabía bailar y tuve que meterme en un rincón.
—¡Qué extraña educación la que le dan a uno! —pensaba entre mí—. No sabe uno nada útil ni nada agradable. Ni cantar ni bailar, ni siquiera hablar.
Lo que más me mortificaba era ver lo que se divertían todos. ¡Qué manera de gozarla, qué manera de abandonarse al placer de reír y de saltar! Yo hacía el papel del búho, sin poder hablar con nadie y sin saber bailar. Ni siquiera se fijaban en que yo me aburría. Incomodado, salí de la fonda; di la vuelta a la manzana de casas y entré en el cementerio del pueblo, que está alrededor de la iglesia. Hacía una noche templada, de luna llena; el monte Larrun brillaba enfrente, como una mole puntiaguda, con sus aristas plateadas. Estuve sentado en una sepultura mucho tiempo, para tranquilizar mi acritud y mi pena, y volví a la sala de la boda más tranquilo. Mis amigos, al verme, se rieron, tomando mi salida como señal de que había bebido mucho y me había hecho daño.
En el intervalo, las chicas se habían marchado. Los convidados cantaban a coro. Recuerdo una de las canciones en vascuence, que repitieron mucho:
Intxauspeko alaba dendaria,
goizian goizik jostera joalia,
nigarretan pasatzen du bidia,
aprendiza konsolatzailia.
(La hija de la tienda de Inchauspe marcha muy de mañana a coser, pasa por el camino llorando y la aprendiza intenta consolarla).
Después de medianoche nos acostamos, y al día siguiente, domingo, salimos de Sara. Hacía un día caliente de viento sur; el campo brillaba incendiado; la gran mole de Larrun aparecía formidable, como centinela de la tierra de España. Nos cruzamos con otros carricoches y llegamos a San Juan de Luz para comer.
Cuando cesó la fuerza del sol paseamos en la plaza, llena de chicas elegantes; luego montamos en nuestro cochecito y fuimos hacia Irún. Nos detuvimos un momento en Urruña; era la fiesta del pueblo; tocaban cuatro o cinco músicos, instalados sobre un tablero sostenido sobre barricas y adornado con la bandera tricolor. Los aldeanos, sonrientes, y algunos señores con una cinta de color en el ojal, charlaban, sentados en las mesas exteriores de los cafés.
Las parejas bailaban la quadrille con cierta torpeza aldeana. Tomamos un bock de cerveza, presenciamos el baile y, a la caída de la tarde, marchamos hacia Irún. Por el camino las chicas pasaban cantando, los enamorados iban agarrados de la cintura, besándose. En el cielo alto comenzaban a brillar las estrellas.
¡Qué dolor ver aquella vida fácil, sonriente, amable! ¡Qué contraste con Villazar y la Mota del Ebro! Mientras marchaba en el coche, llevaba el corazón encogido, pensando si mi destino sería siempre el no poder acomodarme en ninguna parte. Cruzamos Behobia, luego el puente internacional y llegamos a Irún.
—¿Os habéis divertido? —nos preguntó mi tío.
—Mucho.
Cenamos, y yo me fui a mi cuarto y me senté en la cama. Me sentía atormentado, retorcido de cólera y de despecho. No, no me acomodaría nunca a la dureza y a la sequedad de Villazar, y no tenía medios para ir habituándome a la blandura y a la suavidad de los pueblos franceses. El asomarme a una vida más muelle no me servía más que para notar la aspereza de la vida a la que tenía que someterme.
Después de muchas reflexiones amargas y tristes, me metí en la cama y sentí un gran alivio al pensar que durmiendo estaba en un reino más agradable que el de la vida.