XIII

LAS AMIGAS DE LA CASA

LAS amigas de la casa de mi tío Luis eran señoras amables, y no tenían la actitud rígida y severa de mi tía Luisa. Yo podía hablar con ellas sin estar cohibido.

Una de las amigas era una señora casada con un propietario manchego, rico y cerril, que veraneaba en Irún. Él era hombre bajito, afeitado, con un aire de jabalí, una mirada de través y las piernas torcidas. Aquel hombre bruto y sombrío contrastaba con su mujer, Concha Olavarría, alegre como unas castañuelas. Tenía ella una conversación ocurrente y graciosa, y sobre todo atrevida. Una vez le preguntaba a mi tío Luis:

—Oiga usted: ¿Qué le encuentran a la Biblia que dicen que tiene tanto mérito? Porque yo, en lo que he leído, no he visto más que tonterías e historias como para chicos, que, además, nada tienen que ver una con otra.

Concha cantaba al piano con mucha chispa canciones de café-concierto de París: L’amant d’Amanda, La femme à barbe, Quel cochon d’enfant.

Concha era un tipo muy original: alta, delgada, la nariz larga, los ojos claros, las mejillas rojas, una cara de manzana. Su alegría perpetua contrastaba con la oscuridad estúpida y siniestra de su marido.

Concha tenía talento de cupletista; para ella la vida hubiera sido esto: bailes, canciones, fiestas. El marido protestaba siempre, con alguna reflexión cazurra y rutinaria, de la alegría de su mujer; pero era rico, y ella aceptaba la brutalidad del cónyuge, porque le daba una vida cómoda y se notaba que oía sus observaciones sin darles la menor importancia.

Se podía tener la seguridad de que allí donde estuviese Concha Olavarría había animación y buen humor.

Yo, acostumbrado a vivir en guardia, en un estado de suspicacia, me asombraba de la poca agresividad de aquella gente, y esto a veces me infundía confianza y me hacía ser espontáneo y natural.