LA ANTHONI
ACABÉ el bachillerato, y mi tía me dijo que podía ir a Arnazábal a casa de mi abuela y decidir la carrera que debía comenzar. Aquel verano fue para mí de emociones. A mi abuela la encontraba más encantadora que nunca; mi tía me miraba como un chico guapo, elegante y mundano. La buena opinión que tenía de mí me daba una soltura al hablar con ella extraordinaria. Me encontraba a mí mismo suelto, inteligente, ingenioso. Yo me creía Talleyrand y Metternich en una pieza. Era lo contrario de lo que me ocurría con la tía Luisa, con la cual estaba siempre como agarrotado de cuerpo y alma. Me encontré con los amigos del pueblo ya mozos: unos tenían novia, otros se las echaban de atrevidos y bailaban en la plaza. Ya todos habían fijado su destino: el uno trabajaba en la ferrería, el otro, en el taller o en la tienda de sus padres; algunos pensaban marcharse a América.
—¿Y tú que vas a hacer? —me preguntaban.
—Pues no sé.
Cierto que esto no me daba quebraderos de cabeza, pero me dejaba ante los camaradas en una posición indefinida que, en parte, me agradaba. Seguía en mi casa la criada vieja, la Joshepa, y había, además, una joven, la Anthoni, una chica muy bonita que desde que la vi me hizo efecto. Era la Anthoni de un carácter suave y blando, como un cordero; tenía el tipo muy fino, delgada, pequeña, con unos ojos pardos brillantes, una cinturita estrecha y unos movimientos ágiles. A los siete u ocho días de vivir allá yo estaba entusiasmado de la Anthoni como un loco. Mi entusiasmo no tenía el carácter tan agudamente erótico como el que sentía por Charo; había algo más de blandura, de simpatía, en mi inclinación. La Anthoni, con su mezcla de inocencia y de malicia, se dejaba abrazar y besar con facilidad. Al principio, ella y yo creíamos que el mundo era nuestro; pero no contábamos con la vieja criada, la Joshepa, el espíritu de la inquisición y del espionaje. La Joshepa nos espió, y a cada paso nos encontrábamos con su mirada atenta de ojos negros allí donde fuéramos. La vieja nos acechaba, y pronto contó lo que ocurría a mi abuela.
Mi abuela me echó un sermón. Desde entonces la Anthoni y yo estuvimos vigilados por tres Argos: mi abuela, mi tía y la Joshepa.
La chica y yo, para ponernos de acuerdo, nos citamos un día de fiesta y hablamos. No pensamos más que tonterías y absurdos. Ella era tan infeliz, tan ignorante del mundo, que estaba dispuesta a seguir mis indicaciones. Me recordaba una ternera joven cuando marcha jugando al lado de su madre.
—Donde tú vayas yo iré —me decía ella.
¿Pero adónde iba a llevarla yo teniendo por todo capital unos céntimos en el bolsillo?
—¡Si te quedaras aquí! —me decía ella.
Y yo, como no he sabido nunca urdir una mentira con gracia, decía la verdad, que me tendría que marchar pronto.
¿Por qué no sabré mentir a tiempo? —pensaba yo después—; pero no lo he sabido nunca. No he podido mentir con gracia; no se me ha ocurrido inventar una historia más que contando con tiempo por delante; pero de improviso he sido incapaz de inventar nada. He tenido una ingenuidad que sólo a fuerza de años he podido disolver.
Nuestra entrevista se supo en mi casa, y mi abuela y mi tía me llamaron a capítulo.
No había más que dos soluciones: o echaban a la chica a su caserío, o me marchaba yo a casa de mi tío, a Irún. Se decidió que fuera yo. En mi discusión con mi abuela y mi tía se me ocurrió decir que, con el tiempo, podía casarme con la Anthoni.
Mi tía me puso de majadero hasta la coronilla. Mi abuela sonreía con lástima.
—Buena se pondría tu tía Luisa —dijo varias veces con cierta ironía—. ¡Casarse con una criada! ¡Un chico de porvenir! ¡El sobrino de la señora de Arellano! Nada, nada; lo mejor es que te vayas a Irún. Allí se te pasará esta chifladura.
No me despedí de la Anthoni, porque no hubiera sabido qué decirla, y me marché del pueblo.