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CHARO Y LAS MUJERES

AL volver a Villazar comencé el quinto año de Instituto. Mi tía me decía a cada paso, con su retintín habitual:

—Tienes que pensar en lo que has de ser.

—Sí, sí —contestaba yo.

—Mira bien tus aficiones.

Yo veía claramente que no tenía ninguna.

Mi tía quería inculcarme la idea de que yo era un muchacho de porvenir y que debía labrarme una posición. Posición y porvenir: estas dos palabras, a fuerza de ser repetidas, me iban aburriendo; porque la verdad, no comprendía por qué podía tener más porvenir que los demás.

Yo sentía curiosidades; pero en definitiva, vocación, clara y determinada, ninguna. Fuera de que me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada. Vacilación. Oía hablar de marinos y me hubiera gustado embarcarme; hablaban de pintura y me parecía un oficio muy bonito el de ser pintor; leía aventuras de un viajero y soñaba con el desierto o con los ríos inexplorados, pero el ser médico, militar, abogado o comerciante no me hacía ninguna gracia.

Ya que no hacer cosas extraordinarias me hubiese contentado con ver un poco el mundo y vivir.

Después de largas reflexiones pensé que no tenía vocación alguna y que era un joven perfectamente inútil para la vida corriente. Hay personas que se hacen ilusiones y saben convertir sus defectos en cualidades. Yo creo que veía bastante bien mis ineptitudes. No tenía ni tengo capacidad matemática alguna, no comprendía bien los aparatos de física, ni me gustaba la gramática. Para los idiomas era, y soy, una nulidad completa. La música tampoco la comprendía rápidamente, y necesitaba y necesito oír varias veces un trozo musical para que me llegara y me llegue a gustar. Mientras no la recuerdo, a medida que la oigo, la música no me dice nada.

En realidad, no era un joven inteligente, sino un joven de sentidos perspicaces, una vista admirable, un oído fino y un olfato de perro.

Como mi amigo Arnegui se puso a aprender dibujo, yo quise hacer lo mismo que él, y fui a una academia de un pintor de santos y de estandartes, pintor muy malo, con grandes aires de artista, mucha barba, mucho pelo e indumentaria descuidada.

Aquel pintor, don Trinidad, era un hombre absurdo y contradictorio; carlista e incrédulo, patriota, y hablaba mal de España; tenía mucho oído musical y muy poco sentido pictórico, y era pintor.

A veces, al terminar su enseñanza en la academia, sacaba una guitarra y solía cantar Jugar con fuego, El juramento o Cuando en las alas del deseo, de Marina. Lo hacía tan bien que varias veces le preguntábamos por qué no se dedicaba al teatro, pero él se encogía de hombros.

Con don Trinidad fuimos Arnegui y yo por Todos los Santos al teatro a ver Don Juan Tenorio, al paraíso. ¡Qué impresión me causó! Se decía que la compañía era buena. El teatro, uno de aquellos teatros antiguos, todo rojo y dorado, estaba de bote en bote; en los palcos, las familias distinguidas; el gallinero, lleno de soldados. Había, como en todos los teatros en aquella época, un olor de gas sofocante; las caras se veían congestionadas, los ojos inyectados.

Durante mucho tiempo pensé en el placer que debía dar el representar la escena del sofá del Tenorio, o la otra en que don Juan se arrodilla ante la tumba de Doña Inés. Luego se me pasó tal chifladura, y no sé si con razón o sin ella, tomé gran antipatía por el Tenorio y un profundo desdén por el poeta Zorrilla.

En aquella época comenzó a venir a casa de mi tía un pariente suyo, militar, casado con una mujer que fue, durante mucho tiempo, mi tipo. A esta mujer la llamaban Charo. Decían que no era bonita esas gentes que tienen una idea de la belleza de los cuadros antiguos: óvalo alargado, ojos grandes, boca pequeña… Charo tenía los ojos verdes, la nariz un poco ancha, la boca grande y el pelo como de caoba. La nuca suya era algo precioso, con sus rizos de color de llama y la piel blanca de nácar. Otra cosa encantadora eran sus tobillos y sus manos.

Charo usaba un perfume entonces muy usado, yo no sé si era el pachulí, el opopónax o el ilang-ilang, pero a mí me volvía loco. Este perfume penetrante lo percibía desde lejos.

Una tarde, al entrar en el portal de casa y comenzar a subir la escalera con mi tía, le indiqué:

—Aquí debe estar Charo.

—¿Por qué lo dices?

—Porque se nota su perfume.

Efectivamente, estaba en casa.

Charo me producía una excitación terrible. No era quizá una mujer bonita, pero sí de un atractivo que arrebataba. ¡Qué ojos! ¡Qué boca! ¡Qué manera de hablar!

Tenía una voz un poco ronca y una manera de pronunciar ceceante. Era una voz para mí encantadora. Yo la hubiera estado oyendo toda la vida. Sin embargo, no decía más que vulgaridades; hablaba únicamente de la chismografía del pueblo. Sabía los amores de los chicos y de las chicas y los comentaba. Sabía si este viejo tenía una querida, y cómo se llamaba, y de qué familia era, y lo que le pasaba al mes. Llamaba a las personas por sus apodos, cosa que siempre divierte en una capital de provincia donde se conoce a todo el mundo. Estos apodos se repiten de generación en generación y parecen siempre nuevos. Constantemente hay el hombre rico y cerril a quien se llama el Burro de Oro, el guapo o la guapa estúpida a quien se le califica de la Bestia Hermosa, y la chica que ha tenido muchos novios militares, a quien se le dice El Cuarto de Banderas. Nada hay nuevo en el mundo, y menos en el mundo de los apodos.

También había el hombre a quien se atribuía todos los lapsus grotescos y se le hacía decir excremento por incremento, timo por mito, y anacoretas por aeronautas.

Charo manejaba estos tópicos con mucha gracia.

El marido de Charo era un hombre grave y soso, con aire de pasta flora. No sé por qué la había tomado conmigo, y hacía chistes a mi costa y trataba de reírse de mí. Yo le contesté varias veces de una manera grosera. Estaba convencido de que debía ser hombre blando y sin energía.

Eran Charo y su marido dos tipos completamente distintos. Él, todo grasa fofa, frialdad y linfa; ella, todo ardor y nervio.

Yo convenía que era imposible encontrar una mujer menos espiritual, menos heroína de novela que Charo, y, sin embargo, me entusiasmaba; no le gustaba la lectura, ni la poesía, ni la música, ni siquiera el teatro; y, a pesar de ello, tenía una gracia que hacía que todo el mundo la oyera entretenido, y para mí dejaba por donde iba como un rastro de cantárida. El verla me producía un entusiasmo loco, pero un entusiasmo mezclado con cierta aversión. Su mirada y su voz me revolvían la médula: ¿Será posible que, con sus aires tan eróticos, Charo sea una mujer tranquila y bien acomodada a esta vida de capital de provincia? ¿Será posible que se entienda con ese hombre grasiento y linfático?, me preguntaba yo.

Yo le dejé Werther, lo leyó y le pareció una tontería. El tal Werther era un estúpido, según ella, un jovencito ridículo.

Yo no sé lo que hubiese hecho por aquella mujer, si ella me hubiera querido; creo que hubiera sido capaz de robar y de matar; pero ella no me hacía caso; tenía para todo el mundo, comenzando por su marido, una actitud de desdén y de desprecio extraordinario. Yo hubiese querido ser Hércules y dominarla y abatir su orgullo.

Un día, sin más ni más, cuando iba a salir a la calle, la esperé junto a la puerta, me abalancé sobre ella y la besé en la garganta. Ella dio un grito ahogado.

—Se lo diré a mi marido —exclamó con voz temblorosa y su hablar ceceante.

—No me importa —le contesté temblando—. Que venga ese cochino cerdo; lo mataré.

Naturalmente, no le dijo nada. Desde entonces, Charo me observaba con curiosidad. Por las conversaciones que sorprendí, supe que Charo tenía alguna enfermedad en el sexo y que había sido operada. Esto no impedía mi entusiasmo por ella; en ella todo me parecía un atractivo más.

Una amiga de Charo, muy bonita, que también iba a casa de mi tía, era la mujer de un oficial de ingenieros, una mujer joven, morena, con unos ojos preciosos. Llevaba tres años de casada, y estaba apenada por no tener familia. Un día la oí decir con mucha gracia a su amiga.

—Mira, chica, si no tengo hijos de mi marido, estoy dispuesta a acostarme con el asistente.

Charo se echó a reír, tapándose la boca.

—De verdad, de verdad —decía ella—, no creas que es broma.

—Antes eche usted una mirada a los amigos —le dijo el secretario del gobernador, que estaba a su lado y que le había oído.

—No, no quiero desunir las familias —replicó ella—; además, no sé si me ofrecen garantías.

—Señora, ¡por Dios! —contestó el otro—. Es usted muy dura para un padre de cinco hijos.

Charo y ella se rieron varias veces, y mi tía les preguntó:

—¿De qué os reís?

—Nada; Charo que me está diciendo tonterías —contestó ella.

—No haga usted caso. Es una loca.

Ellas siguieron riendo, y, cuando vieron que yo las miraba, se rieron más.

Después se pusieron a hablar de una amiga, casada con un coronel, ya viejo, y de quien se mostraba enamorada.

—Esa chica quiere convencerme —decía la amiga— de que su marido es un hombre fuerte y joven.

Luego la amiga se inclinó al oído de Charo y le dijo algo, y esta se echó a reír.

—¿De verdad dice eso?

—Sí.

—¡Qué fantasía!

—Mi marido es joven y fuerte, y nunca ha llegado a eso.

Charo me miró riendo. La hubiera asesinado.

Estaba yo entonces en una constante exasperación erótica. Todas las mujeres me gustaban: las bonitas, las feas, las solteras, las casadas, las niñas y las viejas, a todas las miraba como una presa deseable. Del amor, de ese amor de las novelas, no había nada en mí; yo tenía una fiebre erótica, como hubiera podido tener viruelas, pero una fiebre continua y perpetua. Si a veces pensaba que podía encontrar una mujer simpática y dulce para quererla, pensaba en esto como se puede pensar en poseer un castillo en Escocia o en oír serenatas en una góndola, a la luz de la luna, en Venecia. Las mujeres me parecían una caza difícil. Es curioso lo corrompido que es uno de chico. Se absorbe toda la corrupción del ambiente, y luego, si se puede, poco a poco se va eliminándola. Yo creía en aquella época que la vida era un estercolero disimulado con algunas florecitas retóricas del más puro papel de estraza. No me parecía que el mundo se diferenciara gran cosa de una pocilga, en donde la mujer hiciera de gamella y el hombre de cerdo. La gamella sucia y mezquina, para el pobre; la limpia y bien surtida, para el rico. Yo en esta pocilga me sentía un tanto jabalí. Me indignaba la estupidez de las mujeres. «¡Qué estúpido animal este de cabellos largos y de glándulas mamarias, y de qué difícil caza!», pensaba.

Esta idea de la dificultad de la mujer iba unida a mi poca decisión. Milagritos, la vecina de quien también estaba enamorado, dijo una vez de mí: «Es muy corto de genio», lo que me llegó al alma. Después he notado que para las mujeres, la mayoría de los hombres son cortos de genio.

Yo, en vez de dejarme llevar como todos por la inspiración, me contenía y observaba.

La lectura me iba dando ideas distintas a la generalidad, y al contrastar mis opiniones con las de los demás, me veía aislado y descentrado. Así me resultaba siempre que tenía algún entusiasmo por alguna muchacha del pueblo. Hablaba con ella y me entraba una gran decepción, y hasta una exasperación al notar, por ejemplo, que el militarcito o el pollo que a mí me parecía un tipo petulante y ridículo era considerado por ella como el modelo de la gracia y de la simpatía. Esto excitaba mis celos y humillaba mí amor propio.

Otra de las cosas que me irritaba profundamente era tener granos en la cara; no me parecía una manifestación patológica más o menos importante, sino algo así como un agravio, como una ofensa a mi dignidad vidriosa.

Estas tendencias mías a la cólera y al análisis me daban un sentido de autointrospección y de autocorrección que a la larga me dejaba indeciso y vacilante. Cuando veía a alguno que accionaba mucho pensaba: ¡Cuidado que lo hace mal!, y añadía: Probablemente yo no lo haré mejor. De aquí deducía una regla de conducta: No hay que accionar.

Con tales restricciones, que me dictaba a mí mismo, me encontraba con poca comodidad entre la gente. Luego me avergonzaba de las tonterías que podía haber hecho o dicho, con lo cual no podía estar nunca tranquilo.

Respecto de las mujeres, llegué a estas conclusiones sucesivas:

—Todas las mujeres son malas.

—Todas las mujeres son buenas.

—Unas mujeres son buenas y otras malas.

—Todas son buenas y malas al mismo tiempo.

—Todas son buenas y malas al mismo tiempo…; pero algunas son casi exclusivamente buenas y otras exclusivamente malas.

Después de llegar a esta solución, que me parecía satisfactoria, me pregunté: ¿Qué criterio ha de ser para mí el de la bondad y el de la maldad? ¿No hubiera sido mejor, como después he visto que preconizaba el filósofo Espinosa, explicarse los hechos sin calificarlos ni alabarlos, ni denigrarlos?

Las excitaciones constantes, las preocupaciones, las lecturas, los paseos solitarios iban pervirtiendo mi sensualidad y haciéndola patológica.

Vivía en un alucinamiento erótico, en una erupción constante; pero al mismo tiempo alambicaba y perfeccionaba mi gusto estético.

En mis camaradas el conflicto no tenía tantas proporciones como en mí, en unos porque el instinto sexual era normal, en otros porque su sensibilidad era tosca. A mayor instinto sexual y a mayor delicadeza, más dificultad en resolverlo. Es lo mediocre en todos sentidos lo que encuentra la más fácil salida en nuestro medio ambiente.

Me hubiera gustado leer algo que me hubiese aclarado mis vacilaciones y mis dudas. Entre los libros que tenía mi tío, llevados allí de la Mota del Ebro para adornar su despacho, había la Historia Natural, de Buffon, en varios tomos.

En uno de ellos encontré estas dos frases, que me sorprendieron:

«¿Por qué el amor hace la felicidad de todos los seres y la desgracia del hombre? ¿Es que únicamente lo físico es lo bueno en esta pasión? ¿Es que lo moral no vale nada?».

Y la otra frase era: «Queriendo fijarse en el sentimiento, el hombre no hace más que abusar de su ser y abrir en su corazón un vacío que nada es capaz de llenar».

Estas dos tesis acerca del amor tan del siglo XVIII me parecieron muy acertadas. Yo veía claramente que así debía ser; comprendía que lo contrario no era más que perturbaciones producidas por la abstinencia.

Luego he leído la célebre novela de Tolstoi La Sonata a Kreutzer, y me ha parecido muy bien como novela, pero como tesis, absurda.

Conseguir la castidad universal por la persuasión, ¡qué tontería!

Para mí, la solución en el porvenir será algo así como la despoetización del amor físico, sin vestirlo, sin mentirlo, sin darle aire de aventura ni prestarle proporciones falsas.

Entonces quizá la poesía pueda girar sobre otros motivos, sin pretender, como ahora, que se base sólo en la cuestión sexual, tema que ya ha agotado como materia poética la Humanidad.