PREOCUPACIONES Y LECTURAS
HUBIERA preferido ir a Arnazábal, pero no fue posible, y tuve que quedar todo el verano en casa de mi tía, en la Mota. Hizo un calor abrasador. Había que pasarse el día entero en casa, en una semioscuridad, y salir de noche. Me dediqué a leer lo que encontraba, y Las pasiones del joven Werther, que unos años antes me dejaron frío, me empezaron a entusiasmar. Soñé con Carlotas a todas horas del día.
Lozano, el hijo del antiguo administrador de los Arellanos, que se las arreglaba para divertirse, me llevó al café de la Dominica, en donde se reunían los viejos rijosos y los jóvenes tenorios a refocilarse diciendo enormidades a las chicas, y luego a casa de unas costureras, las de Bernedo, que eran hijas del empleado de la Alhóndiga.
Estas chicas de Bernedo cosían, y tenían algunas aprendizas. Íbamos allí Lozano y yo. Nuestra conversación estaba hecha con alusiones picantes; a cualquier palabra, aun a la más inocente, se la encontraba un sentido lúbrico, y ellas y nosotros lo cogíamos al vuelo.
Esta preocupación de ver en todo malicia y erotismo me quedó mucho tiempo, y cuando, ya hombre, pude hablar con las mujeres sin buscar siempre en las frases segundas intenciones lascivas, tuve una gran tranquilidad.
Aquellas chicas de Bernedo, la Filo y la Puri, eran muy rozagantes y muy activas. Trabajaban todo el día, y muchas veces de noche, a la luz de un quinqué de petróleo. La Filo era una rubia fuerte, guapa, de cara cuadrada y ojos claros, muy decidida y muy ardiente. La Puri, más fea, un poco chata, tenía los dientes grandes y feos. La Filo se manifestaba muy coquetona, muy atrevida. A mí me gustaba mucho, y ella me hablaba muy amablemente. Lozano pretendía a la Filo en serio, aunque no para casarse con ella, porque Lozano era ambicioso y esperaba hacer una buena boda.
Yo sentía inclinación por la costurera, y la llegué a escribir. Ella me contestó una carta de chica lista, con algunas faltas graciosas de ortografía, dándome a entender que estaba comprometida con Lozano.
Lozano, con más edad que yo, con más dinero, con más aplomo, se hizo el dueño de la situación. La cosa me mortificó mucho y dejé de ir a casa de las costureras.
La Serviliana me contó luego que se decía que la Filo había abortado, y que le había dado el abortivo un boticario de un pueblo de al lado. También se decía que este abortivo lo tomó una muchacha de buena familia que tuvo unos amores trágicos con un cura, y a quien habían llevado, según la voz pública, a Barcelona.
Para olvidar mi fracaso con la Filo y la constante alusión al erotismo bajo, me puse a leer Las pasiones del joven Werther, con lo cual mi espíritu andaba como una pelota de las alturas del amor noble a las bajezas de lo encanallado. Los domingos, como me obligaban a ir a la iglesia, aunque ya para entonces la fe mía se hallaba muy mitigada, solía estar en el coro, oyendo la música, con los ojos cerrados, abstraído en vagos pensamientos. Las voces del órgano me daban la impresión de que elevaban mi espíritu, aunque mientras sonaban y se esparcían por la nave no pensase en nada.
Los chicos de mi edad me tenían por un extravagante, y esta opinión era general. Ni yo ni nadie hubiese conseguido en la Mota hacer, no respetable, ni siquiera pasadero su dandysmo. Con dificultad se encontrará gente que sienta menos respeto que los ribereños por las personas y por toda clase de categorías antiguas y modernas. Allí al joven Werther, con su álbum bajo el brazo, le hubieran pegado una pedrada en un ojo, sin hacer caso de su sentimentalismo ni de sus ideas poéticas.
Nosotros los vascongados —yo me siento vascongado, aunque nacido en Cádiz— somos más protocolares que estos ribereños, y aunque no sepamos distinguir los prestigios modernos, reconocemos al menos los tradicionales.
La hostilidad de algunas personas agudizó en mí el deseo de ser interesante a toda costa.
En aquella época decía muchas tonterías, quería afirmar mi personalidad, ser alguien entre los demás, y esto me perdía; no me daba cuenta clara, como luego, del ambiente en que me encontraba, y cuando acababa de decir la impertinencia o la tontería comprendía mi traspiés y me quedaba confundido.
La preocupación por las mujeres no me dejaba vivir tranquilo. Yo soñaba con Carlotas, como la del Werther. Mujeres como la Serviliana, tan brutales, o como las hijas de la Dominica, a quienes se les podía decir las mayores suciedades, no me entusiasmaban; la Filo, sí, porque ya era otra cosa; pero la Filo tenía el mal gusto de dejarse conquistar por Lozano. Para enterarme un poco de la vida, yo al menos así lo esperaba, me puse a leer novelas. El padre de las de Bernedo me prestó unos tomos de folletines de Las Novedades, y el estanquero otros libros.
A pesar del gran interés y entretenimiento que me producían las novelas, nunca creí gran cosa en su verosimilitud. Tenía sobre ellas mi criterio particular.
—Este conde de Montecristo es un majadero —pensaba yo—. ¿Por qué se venga al cabo de los años mil? Gracias al daño que le han hecho sus enemigos, llega a conde y a millonario, y a vivir como un nabab. Debe agradecer a los que le metieron en la cárcel y le quitaron la novia, porque le han hecho vivir y ver el mundo.
Mario el de Los miserables me parecía un estúpido, y Javert, otro.
¿Se puede creer que un jefe de la Policía tenga tan gran odio a un pobre diablo que ha robado en toda su vida unos candeleros y unos céntimos a un chico, como si no hubiera otros mayores criminales a quien perseguir?
A Rodolfo de Gerolstein le consideraba como la quintaesencia de la falta de habilidad y de la pedantería.
—Es un tipo que todo lo hace mal —pensaba.
Leí también El jorobado, de Paul Feval, Rocambole y las novelas de Montepín. Estos libros me parecían entretenidos, y, como más inverosímiles, no me producían ningún deseo de comprobar su realidad.