LOS AMIGOS DE VILLAZAR
MI mejor amigo en Villazar era un chico, Ignacio Arnegui, condiscípulo mío en el Instituto. Arnegui era delicado de salud y muy tímido, mucho más tímido que yo. Como tenía que estar casi siempre en casa, su madre, una señora viuda, rica, le compraba novelas de Julio Verne y de Mayne Reid, y libros con estampas que me prestaba.
Otro condiscípulo y amigo, el polo opuesto de Arnegui, era un tal Laquidáin, temperamento inquieto, la esencia de la turbulencia y de la barbarie. ¡Qué cosas más raras se le ocurrían a aquel muchacho! No tenía idea del peligro. Andaba por la barandilla estrecha de un puente muy alto, expuesto a caerse a un remanso del río, de gran profundidad. Cuando estaba en el colegio era de los que cogían los tinteros de cristal de las mesas y los rompía con rabia en los bancos de la plaza; tiraba piedras a los faroles, hacía agujeros y muescas a los bancos de la clase del Instituto con el cortaplumas, agrandaba el oído de los cañones de la muralla. Era la suya una verdadera furia destructora. Acabó destruyéndose a sí mismo, pues un día, el último año del bachillerato, se le encontró estrellado al pie de la muralla.
Laquidáin era amigo de un estudiante, mayor que nosotros, Pepe Plaza. Algunas veces yo me reunía con ellos. Íbamos los tres a beber aguardiente y a comer churros a una churrería sucia, ahumada, un verdadero antro. Engullíamos unos churros indigestos y bebíamos un aguardiente que llamaban matarratas, que rascaba la garganta como el papel de lija.
Por entonces me asaltó una verdadera enfermedad de amor propio y de egotismo: la aspiración de ser interesante a toda costa; pensaba grandes extravagancias, y si no las realizaba era porque no me decidía a ello, pero estaba siempre cavilando algo con el fin de llamar la atención. Hubo día que anduve cojeando. Suponía, sin duda, que la cojera era un gran procedimiento para atraer todas las miradas hacia mí.
Me hubiera gustado ser un tipo flaco, moreno, esquelético y esquinudo, porque las mujeres que conocía, empezando por la Serviliana, tenían como una gran cosa el tipo cenceño y el pelo y los ojos negros. Mi imaginación andaba siempre combinando aventuras.
Una vez, durante el carnaval, me inventé una historia de una máscara que me perseguía y me amenazaba. Yo no sé qué grado de verdad había en aquello, supongo que muy poco o nada; pero yo, de contárselo a la Serviliana, que era la única capaz de creer en mi aventura con todos los detalles imaginados por mí, la llegué a considerar como ocurrida en la realidad.
Un par de años después me planteé el problema de este asunto mitológico, y tuve que irlo demoliendo hasta no dejar nada de él.
Cuando yo estudiaba el tercer año del bachillerato, los estudiantes del quinto curso, entre ellos Pepe Plaza, dieron un escándalo en un prostíbulo de la ciudad. Eran en su mayoría muchachos de los pueblos pequeños, hijos de gente violenta, engendrados en la época de disturbios de la Revolución y de la guerra civil, que llegaban a la ciudad con el pelo de la dehesa, como potros sin domar.
Ignacio Arnegui y yo les admirábamos, aunque con cierta dosis de desprecio, porque nuestras lecturas y conversaciones nos llevaban ya por otros derroteros.
Este año, al terminar el curso y al comenzar el verano, no fueron mis tíos inmediatamente a la Mota; mi tío Javier estaba enfermo; yo tampoco pude ir a Arnazábal, y quedamos en Villazar más de la mitad del verano. Pepe Plaza y Laquidáin, cuyos amigos se habían marchado a sus respectivos pueblos, comenzaron a reunirse diariamente conmigo. A Laquidáin se le ocurrían unos proyectos atrevidos y absurdos Era un medio loco. Pretendía que atacáramos a los soldados, o que asaltáramos una casa abandonada, o que nos dejáramos ir por el río en una balsa hasta el mar.
Aquel comienzo de verano, teniendo libertad para ir y venir y sin obligación de estudiar ni de asistir a clase, lo pasé bien. Marchábamos a recorrer los alrededores del pueblo y a la orilla del río a tendernos en las arboledas.
Los olmos dejaban una capa blanca verdosa de flores en el suelo, que las hormigas traían y llevaban. A veces, la alfombra blanco verdosa parecía hervir con el movimiento de las hormigas.
En ocasiones, íbamos lejos, a pueblos a dos o tres leguas de distancia de la capital. Seguíamos la carretera entre los trigales, en donde el viento formaba remolinos y olas, al lado de campos de habas de color de plata. En los setos, las flores de los escaramujos brillaban blancas y rosadas; los barbechos se veían llenos de lirios silvestres, de flores azules y de grandes cardos morados.
En estos días ardientes de sol implacable, chirriaban los grillos y las cigarras, cruzaban los tordos con su vuelo bajo por las enramadas, y el milano planeaba en el cielo azul. Después de los calores sofocantes venían las turbonadas, el cielo se nublaba, soplaba de pronto el cierzo y aparecían los pueblos en los montes próximos en un ambiente gris, con alguna torre cuadrada y un aire medieval.
Otras veces fuimos a pescar a un tajo próximo al río de tierra de batán, de color gris azulado. También solíamos frecuentar un talud cercano al paseo del Miradero, y nos tendíamos sobre las altas hierbas. Había allí, en los días de calor, un olor fuerte, sofocante, como de ratón, de las cantáridas que infestaban los álamos y los fresnos. Yo pienso a veces que aquel ambiente de cantárida me intoxicó para siempre.
Muchos días pasábamos las horas de calor tendidos entre las hierbas, mirando a lo lejos el anfiteatro de montes, y cerca y abajo, los fosos de la muralla, donde pastaban manadas de pequeños caballos negros. Oíamos los toques de tambor y corneta de los soldados y hablábamos de mujeres. Hablábamos de ellas como dos salvajes o dos pieles rojas, y pensábamos que el robo, la violación o el estupro no nos hubieran detenido si se nos hubiera presentado ocasión. Un día citamos a unas criadas zarrapastrosas que nos dijeron que irían allí al anochecer, pero que no fueron.
A la caída de la tarde dábamos la vuelta al pueblo alrededor de la muralla, por el paseo limitado por los fosos y por las arboledas, por aquel paseo tan clásico, tan español, frecuentado por soldados y por seminaristas, paseo como hecho ex profeso para las divagaciones de un filósofo grave y solitario.
Se marchó Laquidáin, el partidario de las excursiones largas y difíciles. Pepe Plaza, que frecuentaba los lugares de placer de Villazar, me indujo a acompañarle. Yo vacilaba. Para él aquella pequeña tragedia sexual de la juventud era algo grotesco y cómico, digno de ser tomado a broma.
Así hablaba riéndose de Fulano, que iba a casa del médico, y de Mengano, que tenía que tomar inyecciones o cápsulas, lo cual a mí me daba frío.
Plaza era un depravado, un vicioso, aunque completamente normal. Sentía una inclinación y una curiosidad grande por todo lo relajado. Frecuentaba los rincones peores del pueblo, y no había cómico, perdido o periodista tronado, indígena o forastero que no le conociera. A su familia le empeñaba ropas y alhajas. Era atrevido, republicano y anticlerical.
El anticlericalismo suyo era un anticlericalismo sacrílego del que cree vagamente o está cerca de creer. Era el anticlerical que gusta a los curas, que escandaliza y, al último, se arrepiente. Para él hubiera sido una hombrada quemar un santo de madera, derribar un altar o beber en un cáliz.
A mí, en cambio, los utensilios de las iglesias siempre me han producido una impresión desagradable. Uno de los sitios que me parecieron más terroríficos en la infancia fue un desván que vi en la iglesia de la Mota, lleno de santos desnarigados y de figuras de paso de Semana Santa.
Todos los objetos religiosos del cristianismo o del fetichismo me producen cierta impresión y cierto miedo, como si estuvieran impregnados de la exaltación mística de los fieles.
Aunque divergía en opiniones con Pepe Plaza, le admiraba porque me parecía audaz.
Me llevó varias veces a un billar, donde se reunían varios sargentos a jugar a la lotería, y me hizo apuntar cinco o seis pesetas, las únicas que tenía y que, afortunadamente perdí, con lo cual se me quitó toda inclinación por el juego.
Un día, uno de estos sargentos, andaluz, sacó una guitarra y cantó una canción que entonces debía estar en boga.
Al gobernador de Cádiz
le ha dado por la finura
de ponerle campanillas
al carro de la basura.
El estribillo de la canción, que no tenía que ver gran cosa con la copla, era este:
¡Ay, qué vaquilla!
¡Ay, qué esqueleto!
Todo se vuelve
piltrafa y hueso.
El cantar una canción así y pronunciar las palabras en andaluz me pareció una verdadera superioridad; a no ser por mi falta de atrevimiento, me hubiera lanzado a echármelas de andaluz. Seguramente lo pensé.
Como yo he tenido siempre un fondo instintivo de moral, esta reunión de sargentos y de perdidos de capital de provincia me producía, al mismo tiempo que interés, cierta impresión de repugnancia. A pesar de ello, me dejaba llevar por la influencia de Pepe Plaza, cuando apareció en el pueblo un dandy venido de Inglaterra.
Era en época de fiestas. Había en el paseo una feria con barracas llenas de baratijas, y en el extremo del paseo, tiovivos, monstruos, figuras de cera, la mujer cañón, etc.
Le vi al dandy por primera vez en la feria.
Aquel dandy era sobrino de mi tío. Estuvo de visita en nuestra casa, y allí le hablé. El dandy vestía de una manera exageradísima; llevaba monóculo, cosa que pareció el colmo de la audacia a los villazarenses; el cuello almidonado, muy alto, los pantalones estrechísimos y el bastón agarrado por la contera, lo que entonces era muy elegante.
Yo, la verdad, por ese instinto de plebeyez igualitaria innato en el hombre y que impulsa a odiar toda distinción, sentí al verle cierta hostilidad; pero la hostilidad se convirtió en simpatía cuando me vi paseando con él y compartiendo la animadversión de la gente.
Aquel dandy, a quien los jóvenes de Villazar querían considerar como un tipo ridículo, era un muchacho de fibra.
Su conocimiento sirvió para mí de un enérgico revulsivo. Me trajo una bocanada de aire del mundo turbadora. ¡Qué desprecio tenía aquel chico por el pueblo, por sus murmuraciones, por sus calaveras y por sus vicios! Lo consideraba como un pequeño rincón provinciano, sin el menor interés.
Él había trabajado en Inglaterra, en unas minas de carbón, de obrero durante tres años; luego pasó a una oficina de los Docks de Londres, y era socio del amo y pensaba realizar en España el dinero de una herencia y emplearlo allí. Cobraba ya una buena cantidad, entre sueldo y comisiones. Algunos domingos iba con los amigos a comer a París, y en las vacaciones había estado en Egipto. Respecto a las mujeres, él hablaba de amigos que tenían un flirt con grandes damas, de paseos en lancha con muchachas preciosas que se dejaban besar con facilidad. Yo le escuché maravillado y entristecido. Sus palabras me llegaron al alma.
Para el todo lo fácil no valía nada.
Un Pepe Plaza, empeñando gabanes y robando en su casa, no pasaba de ser un miserable truhán, a quien no se le debía dar la mano. La cuestión para mi dandy era dar pruebas de energía, de valor y de constancia.
¡Cómo bebí las palabras de aquel muchacho! ¡Saltar de en medio de la rutina de las costumbres a otro ambiente! ¡Dominar el medio social! Esta idea halagaba mi orgullo de una manera terrible.
Decidí no volver al café, donde jugaban los sargentos al billar y a la lotería, ni andar con Pepe Plaza.
¡Lo difícil! ¡Cómo me impresionó esto! Hacer algo extraordinario, algo que saliera del marco trivial de una vida provinciana. Aquella idea se afianzó en mí. Por entonces contribuyó también a ello el leer un folletín de La Correspondencia, en donde los personajes, aristócratas, banqueros y artistas vivían en un mundo fácil y dorado.
Conspirar o intrigar, hacer grandes jugadas de Bolsa o explorar países desconocidos. Estas eran las ocupaciones dignas de un hombre partidario de lo difícil; no envilecerse, jugando en un café infecto con los sargentos a la lotería.
Pero, ¿cómo dar el salto de la zona gris, de sombra, en que yo vivía, a la zona de luz en que me hubiera gustado vivir? ¡Qué cerrado el horizonte! Sentía murallas hasta en las nubes.
Muchas veces ideé mil proyectos, todos igualmente irrealizables, mientras la música militar tocaba en el paseo aires de La Mascota y de Bocaccio, entonces en boga.