VII

AMORES

EN aquella época de la adolescencia, cada año me daba la impresión de un período larguísimo y de una vida nueva. Cuando volvía de la Mota del Ebro y de Arnazábal a Villazar llevaba casi siempre grandes proyectos; mejor dicho, una vaga idea de grandes proyectos que no realizaba. La imaginación infantil encuentra base en lo más endeble y ligero.

Me parecía siempre que el volver al Instituto iba a ser para mí agradable, y que las nuevas asignaturas me gustarían, cosa que no me ocurrió nunca.

Sin embargo, a pesar de no haberlo previsto, me enamoré el tercer año de una chica de la vecindad, Milagritos, una muñequita rubia con unos rizos y unos tirabuzones dorados, a la que encontraba en la escalera y saludaba azorado, mientras ella me contestaba riendo.

Milagritos tenía doce o trece años y solía mirarme en el paseo muy burlonamente. Una amiguita suya me preguntó que por qué no me decidía a acompañarlas en el paseo; pero aunque lo deseaba con fervor no me atrevía.

Años después supe que mi muñequita rubia había hecho, de mujer, disparates en la vida, y que se la tenía por una cabeza destornillada.

También estuve enamorado de una muchacha de más edad que yo, con los ojos ribeteados, que aparecía en un balcón de la calle por donde yo iba al Instituto. Se la tenía por una gran belleza. Muchos años después la vi casada y con hijos, y me produjo risa el pensar en mi entusiasmo por ella, y en mi idea de considerarla como una rival de la Venus de Milo.

El otro amor simultáneo a aquellos dos, si es que se podía llamar amor, una inclinación de erotismo y de rabia, era el de la Serviliana. La Serviliana continuaba provocándome y pegándome. Yo la hubiera tratado como a país conquistado, pero no podía. Tenía mucha más fuerza que yo.