V

LA MOTA DEL EBRO

PARA ir a la Mota del Ebro desde Villazar había que cambiar varias veces de tren, hasta una estación grande, que el verano se veía llena de braceros, dormidos en el suelo.

Nos esperaba en aquella estación un landó viejo y destartalado, y, metidos en él, comenzábamos a avanzar despacio, por una carretera polvorienta, entre viñedos y olivares, hasta acercarnos a la Mota del Ebro, que aparecía sobre un alto, con sus casas blancas y su iglesia, con una hermosa torre amarilla, esbelta, que se destacaba en el cielo azul. Cruzábamos el río por el puente, y comenzábamos a escalar el cerro de la Mota.

Para llegar a la casa de mi tía había que subir una cuesta y pasar después, con un traqueteo de mil demonios, por entre callejuelas angostas, hasta un pequeño raso enlosado de piedras.

El caserío de la Mota del Ebro se halla sobre la meseta de un cerro arenoso, coronado por la iglesia y por la torre de un antiguo castillo en ruinas, con murallas almenadas.

A los pies del cerro se desliza el río, ancho y verdoso, entre murallones de tierra rojizos y paredones grises de greda.

El pueblo está formado por varias calles, con casas amarillas y rojizas, del mismo color de la tierra, y con tejados tan pardos como la greda.

Para formarse una idea completa de la Mota y sus aledaños, nada mejor que escalar el cerro hasta la iglesia.

Alrededor de esta, que es amplia y suntuosa, hay una gran terraza enlosada, y desde ella se divisa una inmensa extensión de terreno, con varios pueblos a lo lejos. Uno de ellos, aunque no lo es, parece una ciudad importante, con sus varias torres y las murallas que lo rodean; los otros, más pequeños, se ven con su caserío apretado, del que sale un alto campanario.

Desde el cerro de la Mota se divisan, en verano, los campos amarillos de trigo, los barbechos secos y el tono gris polvoriento de los olivares y de las viñas, todo calcinado, como si algún gran incendio hubiera pasado por la llanura. Sólo la masa verde de un olmedo próximo al río da un poco de amabilidad, de frescura, a esta tierra abrasada.

Alrededor del pueblo, desde lo alto, se ve que la mayoría de las casas están derruidas; los tejados se han ido cayendo y hundiéndose, dejando las cuatro paredes, y dentro, montones de piedra. Se diría que la muerte viene de la campiña y va atacando a la ciudad y carcomiéndola de fuera a adentro, y así es. La enfermedad de la vid va empobreciendo el campo, y el empobrecimiento del campo produce lentamente la muerte del pueblo.

Cuando se ha formado una idea de la Mota a vista de pájaro, y se desciende al caserío y se penetra en el pólipo de sus callejuelas y encrucijadas, se comprende su ruina y su desolación.

La mayoría de estas callejuelas se hallan desiertas; algunas viejas haraposas cosen sentadas en un poyo; algunos chiquillos corretean desnudos, y los perros vagabundean por los rincones. Las calles más importantes tienen aceras desgastadas y están empedradas con cantos. Hay una plaza grande, llena de barricas, y otras plazoletas pequeñas, con árboles anémicos, quemados por el sol.

Se ven en la Mota dos o tres casas góticas, con su arco apuntado y su escudo pequeño, y siete u ocho palacios de los siglos XVII y XVIII, con grandes balcones de hierro forjado, portadas barrocas, rejas retorcidas, enormes artesonados de madera y escudos con cabezas barbudas y angelitos rollizos.

Las demás casas son de ladrillo y adobes, pobres, feas, amarillentas, sin ventanas apenas, prolongadas por tapias también de adobes, con bardas de ramaje.

A la salida del pueblo al llano hay una rambla con cuevas labradas en la colina.

Todo en el pueblo es seco, polvoriento, ardoroso y requemado.

La casa de los Arellanos en la Mota era cuadrangular, con un cuerpo central y dos alas laterales.

Estaba esta casa rodeada y oprimida por casuchas míseras, excepto por la fachada, que miraba a una plazoleta, y por una de las alas laterales, que daba al borde de un tajo que caía sobre el Ebro.

Tenía una portada de piedra arenisca amarillenta y un patio enlosado delante, con una verja.

La puerta era cuadrada, baja, con columnas a los lados, que sostenían un balcón grande, de hierros barrocos. A derecha e izquierda, entre el balcón y una reja, había dos escudos, carcomidos por el tiempo, el uno con flores de lis y el otro con calderas y medias lunas; las puertas y ventanas estaban pintadas de verde, de un verde gris, decolorado por el sol.

La escalera monumental era de piedra blanca, sostenida por columnas; tenía barandilla de hierro y subía por un hueco coronado por una cúpula con claraboyas. En la escalera había dos retratos viejos muy feos, unas cabezas de ciervo y unos reposteros polvorientos y desgarrados.

En el rellano se veía una litera, adornada por fuera con clavos de cobre y pintada con florecitas y arabescos. Esta litera tenía dentro un asiento forrado con una seda amarilla, ya ajada. Aquel artefacto roto, cuya madera apolillada se iba deshaciendo en polvo, era el símbolo de las grandezas pasadas de los Arellanos.

Voy a hacer una descripción minuciosa de la casa de mi tía. Me gusta recordarla, porque tenía para mí mucho interés.

En el ala lateral, que daba hacia el río, estaban las habitaciones de lujo, había grandes salas con puertas de cuarterones y tallas en las jambas, balcones barrocos con cristales pequeños y techos artesonados. Por estos balcones se veía abajo el Ebro, cerca el cementerio, abandonado, sin árboles, lleno de hierbas espesas y salvajes, y por todas partes, la campiña agostada y el pueblo grande de las torres altas y de las murallas de un color de miel. Desde los balcones que daban a la fachada se divisaba, por encima de los tejados ruinosos con sus chimeneas medio derruidas, la iglesia y el castillo.

La casa ostentaba en su interior una mezcla de instinto de grandeza y de abandono, y se hallaba muy mal amueblada, aunque quedaba algún vestigio de pasado lujo, una mesa labrada, un espejo antiguo, un canapé dorado.

La disposición de la casa era tan confusa, que al mes de estar allá todavía me desorientaba tomando una puerta por otra y me asombraba al encontrarme en un cuarto que no esperaba.

Todo en casa de mi tía era, como decía una amiga suya, de «mírame y no me toques». Si se sentaba uno en un sillón estaba expuesto a caerse al suelo; si se intentaba abrir una ventana se quedaba uno con la falleba en la mano; si se cogía un plato se le veía compuesto con cola fuerte; todo parecía que estaba deseando romperse definitivamente y para siempre.

El primer día yo intenté lavarme en un lavabo elegante que había en mi cuarto, y al cabo de un momento vi que se inundaba el suelo.

En el ala de la casa que daba al río estaba el comedor, un salón grande con el suelo de baldosas blancas y negras, y un gabinete, el único cuarto bonito y bien arreglado de la casa.

Era un cuarto octogonal que hacía esquina, con dos balcones, armarios en los ángulos y una chimenea francesa. Antiguamente debía haber estado todo pintado; después le habían cubierto las paredes de un papel con flores doradas, de color amarillo claro que mi tía llamaba color Aurora. Uno de estos armarios, en vez de serlo de verdad, era un hueco que comunicaba con mi cuarto.

El techo quedaba del tiempo en que se construyó la casa, a mediados del siglo XVIII, y era muy bonito. Estaba pintado por algún artista de mucho gusto, con pinturas muy claras, rosas, grises, azules pálidos. Había un barandado con guirnaldas de flores, un cielo lleno de nubes blancas por el que nadaban ninfas desnudas adornadas con cintas de color de rosa, amorcillos rollizos, con sus flechas y su carcaj, y palomas blancas y tornasoladas. Hasta los sitios descascarillados parecían bonitos y decorativos en aquel techo.

Mi tía Luisa había pensado muchas veces en borrar aquellas ninfas desnudas y escandalosas, de cuerpo rosado, cara fina, pecho turgente y grandes popas; pero el tener que hacer un trabajo grande con andamios y el que algunos dijeran que aquella pintura era de mérito, se lo impedía.

—No mires al techo —me decía a mí cuando iba al gabinete.

Este saloncito tenía un buró Luis XV, varios sillones, unos de damasco y otros de terciopelo, de colores muy suaves y ajados, y alguno que otro cuadro del estilo de Claudio Lorena; pero lo más agradable de ver allí después del techo era una vitrina con casacas, chupas y capas del siglo XVIII que ocupaba el ángulo entre balcón y balcón.

Había también en la casa un despacho o biblioteca, al final de un pasillo, en donde les antiguos administradores llevaban las cuentas cuando la hacienda se encontraba en su esplendor.

Desde hacía tiempo este despacho no se utilizaba. Era un cuarto grande, cuadrado, sombrío, el techo bajo, con vigas, y el suelo de baldosas viejas que se iban deshaciendo. Tenía un papel, negro por la humedad, desprendido en varias partes en grandes pedazos, una mesa mugrienta y un armario con cortinas verdes, y dentro, libros sucios, húmedos, mohosos, que entonces yo no los consideraba buenos más que para encender el fuego.

Un día que estaba muy aburrido, miré los libros y encontré, entre ellos, el Viaje de Anacarsis, La Ciropedia, El teatro critico, de Feijóo, y el Diccionario de Madoz. Me pareció imposible meter el diente a aquellos tomos. También encontré Las pasiones del joven Werther, librito editado en Madrid en 1849. Leí estas Pasiones, y por entonces no me hicieron efecto.

Registré bien la biblioteca, y encontré en un rincón unas cartas bastante eróticas de hacía cuarenta o cincuenta años de una señorita que se entendía con el criado.

De aquel viejo despacho o biblioteca se pasaba a una capillita con reliquias, entre ellas un hueso amarillo, un diente también amarillo, un pedazo de madera igualmente amarillo, cosas todas que me producían una invencible repugnancia y un escalofrío de horror.

El cuarto que me destinaron a mí era muy grande y tenía un papel que representaba la vista de un pueblo de América, con indios y negros, a quienes algún otro chico que me había precedido en la casa se había entretenido en pintar bigotes sin distinción de sexo ni edad. La cama era grande, con unas cortinas de damasco amarillo ajado.

Los muebles parecían náufragos en aquella sala tan espaciosa. Muchas veces yo suponía que había habido una inundación, y que el reloj había dado un salto sobre la chimenea, los cuadros habían escalado las paredes y la cama flotaba como la cuna de Moisés en el Nilo.

Aquella cama grande de madera, con sus cortinas ajadas y polvorientas, crujía cuando yo me acostaba como protestando de tal manera, que los primeros días me intranquilizaba con sus ruidos.

Había también en este cuarto un piano pequeño y antiguo, con la mayoría de las teclas desgastadas y hundidas, y que no sonaban. Un día se me ocurrió desarmarlo y vi que había estado recompuesto en Caen, Mi tía me dijo que había pertenecido a un pariente suyo, carlista, emigrado de la primera guerra civil.

La cocina de la casa, enlosada, con su fogón bajo, donde se quemaban sarmientos, era muy agradable. Por una escalera que daba a la bodega se salía a un patio, con un pozo muy profundo y un emparrado.

Aquella casa, a pesar de su abandono, tenía su encanto. ¡Qué puestas de sol!, ¡qué amaneceres se podían contemplar desde los balcones que daban al río! La aurora y el crepúsculo ostentaban desde allí una magia extraordinaria. El río, ancho, hermoso, solía brillar con los colores más espléndidos; pasaba desde el rojo y el oro hasta el verde pálido y el gris ceniciento.

Yo, muchas veces, solía mirar absorto el ir y venir de las nubes por el cielo y los cambios de color del río, lo que a veces me producía cierto mareo.

—Si te mareas, ¿para qué miras? —me preguntaba mi tía, y añadía después—: Este chico es tonto.

De noche la casa era muy triste, había poca luz y todos eran rincones oscuros. En el comedor se encendía una lámpara de aceite, a la que se daba cuerda, y cuando se rompía el tubo, lo que era muy frecuente, se ponía una vela en un candelabro. A mí me parecía que estábamos en una misa de difuntos.

Para ir a nuestros cuartos de noche, teníamos unas candilejas, cuya luz mezquina dibujaba la sombra temblorosa del que la llevaba en la pared blanca. Muchas veces marchaba a la cama lleno de miedo y me tapaba la cabeza con las sábanas…

En la casa de la Mota había un criado, una vieja que hacía la comida y una muchacha joven, la Serviliana.