MILITARES, CLÉRIGOS Y PAISANOS
EL panorama espiritual de Villazar y su fauna eran interesantes. El cleromilitarismo preponderaba como en casi todas las ciudades españolas. Villazar estaba cleromilitarizado en todos sus miembros, y la cleromilitarina le envenenaba.
En los pueblos de guarnición, como Villazar, los militares son los amos. Tienen unos supuestos tácticos, unas líneas de defensa que a ellos les parecen muy serias y a los demás un poco absurdas.
El Ministerio de la Guerra es intransigente en estas cuestiones. El construir una mala barraca en la zona polémica se le figura un atentado a la seguridad del país. Los gobernadores de la plaza son tan intransigentes como el Ministerio. Parece que suele haber algo de interés no completamente patriótico en ello, pues la zona polémica suele servir a algunos gobernadores de la plaza para sacar una buena renta de los pastos de los glacis y de los fosos. Villazar estaba lleno de soldados.
Los oficiales se las echaban de tenorios; consideraban a las mujeres como dentro del ramo de guerra, y producían la admiración de las señoritas del pueblo, que creían que casarse con uno de ellos e ir a vivir a un tercer piso en una capital de provincia, y obligar al pobre asistente a hacer de niñera, era el más bello sueño de la vida.
Los ingleses dicen cuando van a un espectáculo y hay militares: Esto no es distinguido; hay soldados.
A mí también me ha dado siempre el militar la impresión de una cosa poco distinguida; los que he conocido han sido todos gente petulante que hablaban de rancho y de cuadra y leían el escalafón y alguna novela pornográfica.
En Villazar, los curas y los militares tenían una absoluta preponderancia. Yo sentía más antipatía por los militares que por los curas. Los militares de Villazar era gente orgullosa y petulante. Se creían los dueños de la ciudad; para ellos debía serlo todo, y oficiales, sargentos y soldados inundaban el pueblo con su presencia. Ciertamente se explica que el militar victorioso de Austerlitz, de Jena o de Sedán sea petulante; pero que gallee al volver de probar el rancho o de enseñar a los quintos a andar al paso, es un poco ridículo.
Es curioso también que estos militares que se consideran defensores de la sociedad tengan una insolidaridad social tan completa. En una capital de provincia, un militar me explicaba las cooperativas que habían fundado ellos, lo que les permitía prescindir del tendero, del boticario, del médico, del zapatero, etc. Yo le decía:
—Me parece muy bien; pero si le permiten al militar que prescinda del médico, del boticario y del tendero, que le dejen también al médico, al boticario y al tendero que prescindan del militar. Así como el militar tiene su médico, su boticario y su tendero particulares, el boticario, el médico y el tendero deben tener derecho a escoger su militar especial.
Esta insolidaridad social del ejército llega hasta lo más alto. Es el caso del antiguo rey de los Papanatas.
Al rey de los Papanatas se le estropeó la nariz, y fue en busca de un médico extranjero. La Papanatería le podía dar los millones que necesitaba su rey para vivir, pero no le podía dar un médico que le tratara la nariz. El hombre desconfiaba de los médicos papanatas, y decían los médicos papanatas, con razón:
—Si él tiene derecho a prescindir de nosotros porque no nos cree hábiles para tratarle su nariz, que nos dejen a nosotros, si creemos que este rey no es un Carlomagno, escoger otro rey para nuestro uso particular.
Dejando esta cuestión en la esfera de las divagaciones, seguiremos adelante.
Por más que uno sea un tanto antimilitarista, no puede uno negar que el ejército, en general, es sin disputa decorativo y que sirve para amenizar la vida de las niñeras y de los chicos de las capitales de provincia. Nosotros, en Villazar, solíamos ir con frecuencia a ver las maniobras de los soldados en las explanadas de las afueras, los ataques a la bayoneta, las marchas y cambios de frente y otras cosas probablemente inútiles para la guerra moderna, pero muy pintorescas y divertidas. Cuando había maniobras de un regimiento, veíamos a un coronel encorsetado gritando muy rojo, a los oficialitos, mirando con una mirada terrible, y a los cabos, con unas banderitas en el fusil. Muchos chicos conocían los toques de corneta y nos decían de antemano la maniobra que se iba a hacer.
Los capitanes con grado de comandante, exsargentos de la guerra de África, vestidos de paisano, presenciaban estas maniobras, y las discutían como si fueran lo más trascendental de nuestro universo.
Los curas tenían también gran influencia e intervenían en todos los actos de la vida de Villazar, pero, a pesar de que parecía que el pueblo les seguía ciegamente, no había tal cosa. Lo que ocurría es que los paisanos villazarenses sentían en el fondo como curas. Es lo que nos pasa a la mayoría de los españoles.
En Villazar, el clero tenía una fuerza oficial, pero no íntima, en las conciencias.
El obispo era un señor avaro, según se decía, dedicado a reunir dinero y a vender todas las riquezas arqueológicas de la provincia, en connivencia con un anticuario. El tiempo que le dejaban sus quehaceres de obispo y sus rapiñas de chamarilero lo dedicaba a jugar al tresillo.
Después, cuando he vuelto a Villazar y vivido en otros pueblos del Norte de España, he comprobado que entre nosotros el sentimiento religioso está casi perdido, sobre todo en los hombres. Nos queda, naturalmente, el dogmatismo cerril, la intolerancia, todas las características de la mentalidad cura. Para mí, la razón de esta pérdida de sentido religioso en los hombres es una razón sexual.
El cura católico es muy hombre, muy macho; es el producto de una religión como la judía, en donde la mujer no es más que una tentación, un vaso de impurezas y de la idea romana de la autoridad. El cura domina a las mujeres por su carácter masculino; pero a los hombres, no. Los hombres ven en el cura algo como un rival.
A los hombres el cura los podrá avasallar, los ha avasallado muchas veces, pero no les puede seducir; para esto sería indispensable que tuviera un carácter femenino que no tiene. De aquí procede, creo yo, el éxito mundano de los jesuitas.
Los jesuitas han visto claramente que el tipo del cura español, fuerte, brusco, intolerante, aunque tenga virtudes, no puede apoderarse del sentimiento religioso del hombre. Ellos, comprendiendo esto, han dado la nota femenina y sensual, como contraste a la nota bronca, dogmática de los curas.
En Villazar, la mentalidad cura se respiraba por todas partes: en las casas, en las calles, en las iglesias, en los teatros, en los salones y en las tabernas…
Aunque con influencia en el pueblo, pero con mucha menos que los curas y militares, había algunos señores graves y severos del elemento civil.
Se podían contar entonces en la ciudad siete u ocho personas de importancia que salían a pasear con su sombrero de copa por la plaza; y un profesor del Instituto, viejo y con aire de momia, no se contentaba con esto, sino que aparecía por los arcos de sombrero de copa y frac. ¡Había que verle a este señor en las procesiones llevando un farol! Era la evocación de toda la vieja España.
Como en clase nos hablaba con entusiasmo de Felipe II, a mí me parecía, a veces, que debía haber jugado al tute con el gran rey en alguna sacristía del Escorial.