APRENDIZAJE DE BARBARIE
LOS chicos de Arnazábal, aunque bastante bárbaros, no tenían comparación con los de Villazar.
Estos eran de lo más brutos que puede imaginarse.
Constantemente estaban pegándose y, sobre todo, pensando barbaridades y crueldades. Al entrar en el colegio a mí me pusieron en la alternativa de pegar o ser pegado, y pegué todo lo que pude. Yo creo que no soy naturalmente brutal, pero tuve que serlo, porque, entre los chicos de Villazar, el que no amenazaba y se pegaba estaba fastidiado para siempre. Me hincharon las narices muchas veces, pero me resistí firme y di con todas mis fuerzas y llegué a hacerme temer. El que se entregaba estaba perdido. En aquella pequeña lucha por el prestigio había que ser bruto, jactancioso, sin compasión ni piedad. A un condiscípulo que se achicó cayeron sobre él los demás y le amargaron la vida. Como estaba asustado, a la salida le esperaba una criada para acompañarle. Esto no le salvó; los demás le hacían barbaridades, le pisaban el sombrero, le orinaban en la capa, le colgaban papeles con insultos en la espalda.
Aquello era como un gallinero. El fuerte, el grande, el audaz, vencía. Yo creo que nunca me puse con los fuertes contra los débiles. Tenía odio a los grandes que se manifestaban déspotas y bárbaros. Uno de ellos solía darme puñetazos en la espalda, que me dejaban sin aliento. Por consejo de un amigo, para defenderme de él hice una especie de cinturón hueco, como un tubo, relleno de arena, y al primer intento de pegarme le di al grande con aquello y le hice un verdugón en la cara.
Los chicos de Villazar teníamos una mentalidad de pirata; todo lo que fuera cortesía o suavidad se nos antojaba humillante. Andar con sombrero era una vergüenza: había que ir con boina; el marchar de paseo, en fila, con un traje nuevo, nos parecía una cosa indigna. No teníamos ninguna confianza con el profesor, y mentíamos siempre que nos preguntaba algo. A mí me preguntaron si había hecho la primera comunión, y dije que sí para evitar el examen de doctrina. A la segunda vez ya me comulgué sin confesarme.
Cuando alguno se consideraba ofendido contra los profesores del colegio, cogía los tinteros de cristal de la clase y los rompía en los bancos de la plaza. Al cabo de algún tiempo los tuvieron que poner sujetos y de plomo.
En el segundo curso yo dejé el colegio y fui solo al Instituto, lo que entre los chicos era el colmo de la emancipación. Así tenía uno más tiempo para vagabundear. Solíamos hacer mil barbaridades; luchábamos a pedradas con los estudiantes de cura; a veces, también con los soldados.
Muchos chicos llevaban navaja, y hubieran empleado armas de fuego, de tenerlas.
Sentíamos una gran curiosidad y un gran amor por las armas. A cada paso íbamos a un baluarte de la muralla y nos sentábamos sobre los grandes cañones de cobre y mirábamos los viejos morteros de plaza, con asas, que parecían pucheros, y los montones de bombas, en forma de pirámide, medio envueltos en la hierba.
Nos quedaba a los chicos un gran entusiasmo por las maniobras y las historias de la guerra. En cambio, sentíamos un profundo desprecio por todo lo que fuera cultura. Entre nosotros, hacer una pregunta a un profesor era la más indigna de las pelotillas. Considerábamos al profesor como nuestro enemigo natural, y creíamos que todo lo que se hiciera contra él estaba bien hecho.
Durante algún tiempo fui curtiéndome con esta vida; me parecía la brutalidad y la agresividad de mis camaradas un rasgo común a la especie humana; luego, el ir saliendo de Villazar para veranear en Arnazábal, la vida con mi tía y mi abuela aplacaron mi violencia y mi brutalidad.