LA LÍNEA DE LA VIDA
UNA de las cosas que me sorprende cuando pienso en mi destino, es el aire de fatalismo que tiene. Todas las circunstancias de mi vida han tendido a hacerme un hombre aislado, disgregado, separado del rebaño. Mis intentos de llegar a ser un hombre de familia, un hombre de subordinación, me han salido mal. Alguien me podría decir que no puse en ello mucha energía; ciertamente, pero esto de no desear con fuerza, también es destino.
La casualidad ha querido hacer de mí un desarraigado, un dilettanti, un libertino del espíritu, un fruto podrido del árbol de la vida; todas mis tentativas para adquirir una posición, por el trabajo o por el esfuerzo, han fracasado, y, al último, la fortuna, la pequeña fortuna necesaria para un pasar modesto, me ha venido casualmente y por un rasgo de audacia.
Así como hay muchas vidas que parecen teoremas, para demostrar la fecundidad del esfuerzo; en grande, la de Stephenson o la de Fulton, la de Pasteur o la de Edison, hay otras que, por el contrario, son como escolios que señalan la inutilidad del esfuerzo; quizá señalen la inutilidad del pequeño esfuerzo.
A los dos años de vivir en Arnazábal, me escribió mi padre una carta, y poco después tuve la noticia de que estaba enfermo con fiebres en Mindanao y que, trasladado a Filipinas, había muerto en el hospital militar de Manila.
Yo no recordaba apenas a mi padre, y no pude sentir, al saber su muerte, un gran dolor.
El segundo verano que estuve en Arnazábal, mi abuela me dijo que fuera a pasar unos días a casa de un tío mío, hermano de mi padre, empleado en Irún.
Fui a Irún y conocí a mi tío Luis y a su familia.
Volví a casa para las fiestas del pueblo, y, poco tiempo después, se recibió una carta que dio mucho que pensar a mi abuela y a mi tía Cecilia. La carta se refería a mí, y era de una hermana de mi madre. Esta señora le decía a mi abuela que, si querían, podían enviarme a mí a su casa a estudiar el grado de bachiller.
Mi tía doña Luisa vivía con su marido el invierno en Villazar, donde había Instituto, y el verano en un pueblo de la Rioja, llamado la Mota del Ebro.
—Ya sabes —me dijo mi abuela—. Vas a ir a Villazar, a casa de tu tía.
Al indicarme esto me entró una congoja y un pánico que no se me quitaron en mucho tiempo. Llegado fin de septiembre, mi abuela y mi tía me hicieron el equipaje. Sentía una gran pena al tener que abandonar Arnazábal.
Mi tía y mi abuela me dijeron que debía despedirme de don Fernando y del vicario.
Recuerdo aquel día de marcha como si fuera ayer.
Era un día de otoño que se me quedó grabado en el alma. Estaba lloviznando; los árboles comenzaban a desprenderse de sus hojas amarillas; la carretera, húmeda, brillaba como si fuera de plata, y de las chimeneas del pueblo salía el humo en hebras azuladas. En los balcones de madera, cubiertos por el enramado y el follaje de las parras, comenzaban a brillar las luces.
Al volver a casa, al anochecer, contemplé el pueblo con las lágrimas en los ojos, como si quisiera apoderarme para siempre de él. Miré la iglesia, los montes, el cementerio, el puente, por donde pasaban las mujeres con sus herradas, todo envuelto en la niebla vaga del anochecer, y sentí una gran congoja.