TIPOS DE ARNAZÁBAL
HABÍA tipos curiosos en Arnazábal bastante locos y algunos otros de esos personajes descentrados, muy frecuentes en el País Vasco.
Uno de los que más nos intrigaba era un viejo harapiento y raro. Este hombre se pintaba el pelo y la barba, y tenía fama de rico y de brujo. Hablaba de una manera muy suave y un tanto repulsiva; le llamábamos Don Permin. La principal brujería de Don Permin era ser naturista y partidario del sistema Kneipp; así se le veía dando paseos, descalzo, por algún prado húmedo, o saltando en la carretera y atacando con el palo, o haciendo molinetes frente a un personaje imaginario. A veces se le veía en el balcón corrido de su casa, completamente desnudo y dando saltos. Los chicos le gritábamos, y él solía amenazarnos con el palo. Mucho tiempo después me dijeron que el viejo este había sido un sátiro, cosa que no me chocó.
Otro tipo muy curioso era el padre de un amigo mío, Gastaminza, el carpintero, apodado Chorroch (afilado). Chorroch se distinguía, más que por lo afilado, por lo terco y por las ideas arbitrarias que tenía sobre todo.
Durante mucho tiempo, el arte de la carpintería de Chorroch se caracterizó por la solidez, por el peso específico. Que no le hablasen a él de cosas ligeras; todo lo que salía de sus manos era tosco y sólido: le encargaban una palomilla para un candelero u otra cosa ligera, y la hacía como para sostener encima una tonelada de peso.
Chorroch no empleaba casi nunca el metro.
—Esto lo quiere usted así, ¿verdad? —decía, separando las manos y marcando en el aire una medida, como si tuviera la seguridad de recordar exactamente la distancia señalada por él en el vacío.
Chorroch era hombre de decisiones rápidas. Una vez le mandaron colocar una magnífica lámpara en el palacio. Había en el pueblo una casa aristocrática con una capilla particular en la iglesia. En aquella casa vivían dos solteronas muy finas, con aire de gato, y un señor viejo, tío de ellas, don Ramón, que se dedicaba a la historia natural. Este señor era conocido en el pueblo por Don Dramón.
—Con cuidado, Chorroch —le dijo la dueña de la casa, una de las solteronas, al carpintero con su voz suave—; por favor, gashua, póngala usted bien. Esta lámpara vale mucho.
—Sí, sí; ya la pondré fuerte; no tenga usted cuidado —contestó Chorroch con su aire rudo y malhumorado.
Chorroch se subió a la escalera y metió un gancho en el techo de la sala, con una espiga larga de un dedo de gorda.
—No se caerá, no —dijo, y para demostrarlo se colgó de la anilla. Hubiera sostenido a un gigante.
Se colocó la lámpara, y muy bien; pero en esto vino la criada a decir que el tornillo puesto por Chorroch había atravesado el suelo, y que salía en medio del comedor, hasta el extremo que Don Dramón, el tío de las solteronas, había tropezado y estado a punto de caerse.
—¡Caerse! —exclamó Chorroch con desdén—. Bueno, ahora lo arreglaré yo en seguida —y subió las escaleras detrás de la criada, entró en el comedor y se arrodilló en el suelo delante de la espiga saliente. No dio más que tres golpes con el martillo… uno… dos… tres… y se oyó un estrépito en el piso de abajo terrible. La lámpara se había caído sobre una serie de cacharros puestos en un velador, y a la aristocrática solterona de la casa le había dado un síncope.
Las burlas de los amigos sobre sus muebles pesados y sus tornillos gruesos hirieron en lo vivo a Chorroch, que de repente abandonó sus teorías y su amor por lo fuerte y pasó a defender lo débil. Desde entonces, para Chorroch todo era suficiente.
—Pero esto no está bastante fuerte —se le decía.
—¡Bah!, no tenga usted cuidado —contestaba él—. Si usted resistiera tanto como esto, no estaría usted mal.
Una vez, en la fonda próxima al balneario comenzaron a hacer una galería en el segundo piso. Chorroch, conforme a su segunda manera, lo hizo todo muy fino, como si fuera a construir una jaula de pájaros.
El amo de la fonda, que vivía fuera del pueblo, al ver la obra de Chorroch le dijo que no, que aquello no estaba bien.
—¿Esto? ¿Que no está bien? ¿Que no está fuerte? Sí, sí, bien fuerte está; —y para demostrarlo Chorroch comenzó primero a dar puñetazos en el barandado del mirador, y no contento con esto, dio una patada tan terrible, que rompió unos listones y se cayó a la huerta, donde le recogieron con una fractura del fémur.
El primer oficial de Chorroch, y socio suyo, era también buen tipo, Joshe Martín, un hombre con una gran nariz, apodado Shudur (Naricitas).
Joshe Martín era conciso y rápido. De él se contaba, como un rasgo de humor, este diálogo que tuvo con un individuo a quien llamaban por mote Malhombre, mote que, al parecer, le disgustaba.
Se encontraron en la taberna, y Malhombre dijo:
—¡Hola, Shudur!
—¡Hola, Malhombre!
—Yo no me llamo Malhombre —replicó el aludido.
—Tampoco yo me llamo Shudur.
Joshe Martín, alias Shudur, era un espíritu fuerte, al que no le asustaban ni brujas, ni almas en pena, ni cementerios, ni nada.
Al construir un ataúd, Shudur era el encargado de esta faena; siempre se metía dentro para ver si era cómodo, era su frase; cosa que nos causaba gran asombro a los chicos. Cuando se trasladó el cementerio, Joshe Martín llevó los huesos de aquí para allá y debió hacer un estropicio tremendo.
Shudur no era un hombre respetuoso. Un día hablaban de caracoles y Joshe Martín dijo:
—Los mejores caracoles que hay comido yo, los hay cogido de la tumba del difunto párroco. Nunca los hay visto más gordos.
Joshe Martín hablaba a su modo, con unas leyes gramaticales suyas. Cuando entraba en la taberna y saludaba a uno, le decía: «¿Hola, qué tal?»; pero, en cambio, si había varios, decía: «¿Hola, qué tales?». Cada cual tiene su lógica, y Joshe Martín, la suya.
Shudur estaba viejo y arrugado. Él decía que era de trabajar.
—Mala vida hay llevado yo —decía con un gesto de disgusto—. Demasiado trabajar y así.
La opinión popular suponía que no era el demasiado trabajar y así el que le había envejecido, sino las terribles borracheras que pescaba, a veces casi diariamente.
Los curas del pueblo eran curiosos; el vicario no pensaba más que en comer. La merlucita, el bacalao a la vizcaína, los despojos de cerdo, las angulas, estos constituían sus más caros ideales.
De los dos coadjutores, el uno, don Pedro, jugaba a la pelota y cazaba con un bastón-escopeta; el otro, don Ignacio, cantaba y jugaba al tresillo.
Este era muy entrometido. Había en el pueblo un señor liberal que tenía una casa grande. Era uno de los pocos que seguían la tradición de los enciclopedistas guipuzcoanos. Este señor tuvo que arreglar el tejado de su casa, y en una buhardilla se le ocurrió poner una veleta. Como hombre caprichoso, mandó al herrero que le hiciera una veleta adornada con un león rampante en un extremo y una flecha con un corazón atravesado en la punta en el otro. Don Ignacio, el coadjutor, que era el dueño de la herrería, cuando se enteró del proyecto del señor liberal, fue a decirle al herrero que si hacía aquella veleta le despacharía de casa. Según el duro caletre de don Ignacio, el león y el corazón en la veleta constituían un símbolo antirreligioso evidente.
Otro tipo curioso era Tipitho, el confitero del pueblo. Tipitho era gordo y liberal y había sido alcalde y juez. Como alcalde, había tenido rasgos de audacia. Un día que el vicario, después de la misa mayor, predicaba contra la inmoralidad de las costumbres del pueblo y decía que las tabernas se cerraban demasiado tarde, Tipitho, desde el asiento del coro, le dijo con voz tonante:
—Señor vicario, eso no es cuestión de usted. Eso, yo, yo soy el que debe resolver.
El escándalo fue tremendo.
Como juez, Tipitho se manifestó enemigo declarado del papel de oficio.
Una vez, la sacristana le llamó porque había entrado un hombre en la cuadra de su casa. Tipitho fue con la sacristana a la cuadra.
—¿Qué hace ese hombre? —preguntó.
—Parece que está durmiendo.
—Sí, duerme; dejadlo, estará cansado.
Y el juez se marchó.
Cuando le mandaban alguna denuncia, llamaba al denunciador y le decía:
—Ya te puedes llevar este papel, porque si no yo lo rompo ahora mismo.
Tipitho era partidario de la justicia patriarcal y rápida.
Otros tipos curiosos había en el pequeño microcosmos de Arnazábal, aunque casi todos podían entrar en el grupo de los grandes comedores o de los grandes bebedores: sólo con las aventuras estomacales del barbero se podía formar un tomo.
Este hombre tenía tal entusiasmo por la comida, que una vez que padeció un cólico por atracarse decía al arrojar: «No siento los dolores que tengo, sino el desperdiciar esto».