III

DEL COLEGIO AL PUEBLO

HACIA 1880, mi padre pidió un destino en Filipinas. Al parecer tenía deudas y quería normalizar con mayores ingresos su situación económica precaria. A mí me llevaron a un colegio de Barcelona, de interno. El colegio barcelonés, y me figuro que la mayoría de los colegios españoles no se diferenciarán gran cosa, era bastante desagradable.

Mi madre solía venir todos los domingos a verme, y me hablaba de sus esperanzas con gran ligereza y volubilidad. A veces me abrazaba con lágrimas en los ojos.

—Sácame de aquí —yo le decía llorando—. Yo quiero vivir contigo.

Ella tenía siempre que hacer muchas cosas, y me contestaba diciendo:

—Espera, espera un poco. Ahora he de hacer un viaje y a la vuelta te sacaré.

Fue a hacer un viaje, y del viaje aquel no volvió. Estaba yo consumiéndome de desesperación y de impaciencia, cuando, pasados unos meses de la marcha de mi madre, se presentó en el colegio, preguntando por mí, un militar de grandes bigotes, tufos y ceño fruncido, el comandante Escobedo, amigo de mi familia. Me dijo que me iba a llevar a casa de mi abuela, y que me preparase para el viaje.

Arreglé mi baúl y esperé a que viniera. Tomamos un coche, fuimos a la estación y entramos en un vagón de primera clase. El comandante Escobedo era un hombre muy empaquetado, seco y de pocas palabras. Vestía de paisano, llevaba una chaqueta entallada, una capa y unos pantalones estrechísimos, con muchas arrugas abajo. Debía ser de aquellos militares clásicos a quienes gustaba que les conocieran su profesión. Tenía unos movimientos duros y violentos. Yo me figuraba que en uno de aquellos movimientos iba a hacer crac y a romperse. Escobedo fumaba como si estuviera tragando una pócima amarga. Como el comandante no parecía amigo de charlar, yo me arrellané en mi asiento y me dediqué a dormir. Al pararse el tren en las estaciones, me despertaba y miraba a mi acompañante, el cual seguía fumando. Escobedo ostentaba una gran cicatriz en la cara y un tic facial. Yo me figuraba que, de pronto, iba a tomar una decisión violenta, como tirarse por la ventanilla o acogotar a algún viajero.

El comandante apenas se dignó cambiar algunas palabras con los que iban en el vagón. Llegamos a Zaragoza, tomamos un ómnibus y fuimos a una fonda muy grande. Escobedo me dijo con su modo lacónico:

—Espera aquí; vendrán a buscarte.

Poco después salió él a la calle, embozado en la capa.

Esperé en un salón de lectura del piso bajo, iluminado por un quinqué de petróleo humeante, y me quedé dormido en un sillón de mimbre.

Cuando me desperté, me encontré delante de un hombre viejo, afeitado, vestido de negro, pelo cano, cara redonda y nariz peluda.

—¿Tú eres Murguía? —me dijo con un tono rudo.

—Sí.

—Bueno, pues anda, que enseguidica tienes que venir conmigo.

—¿Adónde?

—No sé. En la estación donde lleguemos te esperarán.

Tomamos el ómnibus de la fonda y fuimos al tren, en el que entramos en un coche de tercera, ya lleno. El sitio me pareció muy incómodo; había mucha gente y mucho olor a tabaco desagradable; pero, a pesar de esto, me quedé dormido sobre la alforja de un labriego. Recuerdo que tuve una serie de sueños extraños, que tomé a un cura envuelto en una manta por un elefante que venía a saludarme con gran amabilidad, y creí otras veces encontrarme en una cueva.

Cambiamos a la mañana siguiente de tren en Alsasua, y una hora después, mi acompañante, el hombre viejo, me dijo:

—¡Eh, tú, tienes que bajar aquí, despabílate! Vendrán a buscarte. Si te preguntan en qué clase hemos venido, di que en segunda.

—Bueno.

Bajé en la estación, y un mozo dejó mi baúl en el andén. Estaba lloviendo.

El cielo, de un color violáceo, se deshacía en agua; se marchó el tren y quedé yo solo, paseando de un lado a otro, muy acongojado, al ver que no venía nadie que se interesase por mí.

Pregunté a un mozo de la estación si alguien no había preguntado por un chico de mis señas, pero el mozo no me hizo caso. Llevaba sin comer muchas horas y sentía un gran desfallecimiento. Me encontraba sin saber qué hacer, con ganas de llorar, cuando apareció una mujer gorda, sonrosada, con los ojos azules y la nariz larga, y un pañuelo blanco y azul en la cabeza, que me preguntó en mal castellano si me llamaba Murguía, si venía de Barcelona y si iba a casa de mi abuela.

Le contesté que sí y me dijo:

—Bueno, bueno, vamos en seguida a tomar el coche.

—Tengo un baúl —le advertí yo.

—Sí, sí, ya le diré al mozo.

Cruzamos entre la lluvia y entramos en una diligencia grande, amarilla, tirada por tres caballos enormes y fuertes, ya casi enteramente ocupada por campesinos de boina y por mujeres de pañuelo en la cabeza, con sus equipajes respectivos, consistentes en cestas, sacos, tiestos, plantas, etc., etc. La diligencia parecía demostrar la penetrabilidad de los cuerpos, porque todo cabía en ella. Pusieron mi baúl en la imperial, debajo de un hule, se subió el cochero al pescante, y en marcha.

Echaron a andar los caballos. Llovía desesperadamente; por los cristales empañados se veía la masa verde sombría de los montes, y, de tarde en tarde, al entrar en la calle estrecha de un pueblo, se hacía la más completa oscuridad. Entonces, el mozo del coche saltaba del pescante, subía por una escalerilla a la imperial, bajaba bultos, cobraba y volvíamos a echar a andar.

Los viajeros hablaban en vascuence; yo no los entendía; las mujeres y los hombres discutían y se reían a carcajada; los hombres hablaban con sorna y con malicia. La mujer que había venido a buscarme a mí era de las más charlatanas. La miraba y me parecía una cigüeña o una grulla, un pájaro de esos de pico largo y aire perplejo.

Yo no marchaba a gusto; con la debilidad y en las vueltas de la carretera, casi siempre muy rápidas, sentía un principio de mareo. Pasé dos horas así, y, por fin, se detuvo la diligencia delante de una casuca con una taberna. Una viejecita, con un pañuelo negro en la cabeza, armada de un paraguas grande, se acercó a la portezuela del coche.

—Ahí tienes el chico —le dijo la mujer gorda de aire de pájaro, señalándome a mí.

—¿Tengo que bajar aquí? —le pregunté yo.

—Sí.

Salí tropezando con las rodillas de los viajeros y bajé a la carretera.

—Vamos, vamos —me dijo la vieja del paraguas.

—Tengo un baúl.

—Bueno, ya lo bajarán.

Protegido por el paraguas de la vieja, y a su lado, marché unos doscientos pasos por la carretera; abrimos la verja de un jardín y entramos en una casa.

Había llegado al final de mí viaje. Mi abuela y mi tía me preguntaron cómo venía. Yo no tenía fuerzas para contestar.

—Este pobre está muerto de hambre —dijo mi abuela.

Me llevaron a la cocina, me hicieron mudarme de ropa y me dieron de comer. Ya reanimado, les conté mi vida con ingenuidad, y ellas se rieron y me acariciaron.

—Y mi madre, ¿dónde está? —les pregunté yo.

—Pues chico, no sabemos. Nosotras creemos que ha ido a Filipinas a reunirse con tu padre. Ya vendrá.

Me tranquilicé. Yo parecía un gato vagabundo que había encontrado un rincón caliente al lado del fuego.