II

LUIS MURGUÍA Y ARELLANO

VOY a comenzar mi libro un tanto a la buena de Dios.

Supongo que mi vida debe tener su unidad, y la unidad de mi vida hará la unidad de esta historia. Es posible que a veces marche por la tangente y me entregue en los amorosos brazos de la divagación. En este momento no sé si tengo gran cosa que contar; pero me figuro que sí, que vaciando todo el saco de los recuerdos saldrá algo, aunque probablemente en lo que salga haya mucho de vulgar y de pedestre. ¿Mucho? Con seguridad casi todo.

Es nuestro tiempo tan extraño, que los hombres que quieren ser extraordinarios, los que aspiran a saltar por encima de su sombra, como dice Séneca, resultan ridículos, y los que se contentan con llevar la sombra a su lado, como un escudero fiel, parecen vulgares.

Yo soy de estos últimos; no he hecho nunca nada que valga la pena de ser cantado en prosa ni en verso. Claro que si fuera un artista, un escritor hábil, elegiría unos episodios, suprimiría otros, inventaría algunos; pero no lo soy, y no pienso escribir más que mis recuerdos, por un vulgar orden cronológico.

No debo conservar muy íntegros mis recuerdos. El tiempo lo transforma todo: da relieve a un acontecimiento que se tuvo por suceso sin trascendencia en la época en que sucedió y esfuma y borra otros considerados antaño como importantes.

A mis recuerdos de la juventud y de la infancia les iré añadiendo las reflexiones de hoy. Sería más completa una historia autobiográfica si se pudieran añadir a los sucesos de la vida pasada las reflexiones y comentarios hechos entonces; pero esto sería muy difícil y, probablemente, una obra de artificio, y yo no soy hábil para el artificio.

Alguno también pensará que, dando como doy poca importancia a mis recuerdos, no debía haberme tomado el trabajo de escribirlos. El que piense así quizá tenga razón, quizá, no.

Cada cual obtiene de la vida un resultado, cuando lo obtiene, y estas cuartillas son el mío.

Varios me han reprochado cierta indiferencia, cierta morgue para mis asuntos y para los ajenos, considerando que había en ello alguna afectación. No hay tal cosa. A mí los acontecimientos siempre me han dado la impresión de hechos ocurridos a mi lado, más que dentro de mi espíritu. Sólo al cabo de tiempo se han incorporado a mi conciencia…

Me llamo Luís Murguía y Arellano, y voy acercándome, con un movimiento uniformemente acelerado, como decíamos cuando estudiábamos en Física la caída de los cuerpos con la máquina de Atwood, a los cincuenta años.

Soy un hombre inútil, un hombre sin fundamento, un hombre fracasado, sin proyectos y sin planes. La mayoría de mis amigos y conocidos creen que el fracaso mío es mi falta; yo creo que no, que es la culpa de los demás, culpa de algo en donde yo no he intervenido, o, por lo menos, he intervenido muy poco.

Ha visto uno tanto inútil, tanto imbécil, tanto cínico y egoísta progresar en la vida, que uno se resiste a creer que la inutilidad, la imbecilidad, el cinismo o el egoísmo le hayan impedido a uno hacer su camino. Puede uno asegurar con fuerza que, si uno tiene algo de inútil, de imbécil, de cínico y de egoísta, estas condiciones no son las que le han cerrado a uno el paso y le han impedido avanzar.

Por el contrario, han sido las condiciones buenas las retardatarias: la ingenuidad, la probidad, la buena fe. Es estúpido y cobarde que uno tenga que vivir respetando estrechamente las normas que inventaron los antepasados, que se pudren en los cementerios, y, sin embargo, es así. Rebelarse contra la mentira es peligroso. Hay que respetar lo que no se cree: que un labriego, vestido de negro, porque ha estudiado en un seminario un latín de cocina y le han hecho una calva en la cabeza, es el representante de Dios; que el sonido de una campanilla puede tener relación con la Divinidad, y que es más grata para esta la cera y el aceite que la margarina y el petróleo, como si el buen Dios tuviera un laboratorio químico arriba, para analizar los humos que le llegan hasta el trono.

Hay que respetar al rico, aunque sea usurero; al aristócrata, aunque sea un cretino; al militar, aunque sea un tonto, y al magistrado, aunque desacierte constantemente. Así nos lo manda el señor cura, que es el representante de Dios en la tierra. La sociedad debe tener una base firme; y que los cimientos suyos se apoyen sobre roca viva, o sobre un montón de fiemo, es igual. Debemos respetar la obra de los antepasados, aunque esta obra sea una mezcla de extravagancia y absurdo.

La verdad es que ellos nos gobiernan desde sus ataúdes, y sus preocupaciones rancias valen más que los juicios exactos de los hombres vivos. ¡Vayan al diablo los antepasados!

Soy huérfano desde la infancia. Mi padre era un militar vascongado, de los pocos vascongados que en su tiempo tuvieron el mal gusto de hacerse militares; mi madre era riojana.

La familia, generalmente, ejerce en el niño dos influencias fuertes: una, de protección, de afecto, de cariño; otra, de deformación, de adaptación a ese medio social, creado por los antepasados, formado por ideas falsas y por prejuicios absurdos. La primera influencia yo no la pude experimentar, porque, como he dicho, mis padres murieron cuando yo era niño; la segunda la padecí mientras viví en casa de una tía mía.

Yo he nacido en Cádiz por casualidad.

La infancia la pasé en varios pueblos. Mi padre, militar por un capricho de su juventud, no tenía ningún amor por la milicia. Era un espíritu turbulento e inquieto. Una de las manifestaciones de su inquietud la constituía el afán de cambiar de pueblos, y en cada pueblo cambiar de casas. Aquella manía se la comunicó a mi madre, y los dos se pasaban la vida proyectando traslados que les desilusionaban en seguida. Por la manía ambulatoria de mis padres, mi infancia fue una serie de viajes por las ciudades españolas y una serie de mudanzas.

De chico, tales mudanzas y traslados me parecían una cosa muy divertida; luego, no sé a punto fijo por qué me han dejado un recuerdo triste.

La ilusión de los proyectos de mis padres se comunicaba a mí, y cuando estábamos en la casa que pensábamos abandonar, entre baúles, bultos, cajas y cuerdas de esparto, soñaba que íbamos en busca de un paraíso admirable, lleno de bellezas, que luego no resultaba más que una casa como otra cualquiera, en una calle, como otra cualquiera, de un pueblo como otro cualquiera, en el cual, en vez de hablarse el castellano con acento extremeño o navarro, se hablaba andaluz, catalán o gallego.

El momento más agradable de nuestra vida ambulante, el de más esperanza, era cuando se iba a dejar la casa antigua y se pensaba en cómo sería la nueva. El dormir en el suelo, el saltar sobre los montones de paja de maíz, que se sacaba de los jergones, me daba una impresión de alegría y me inducía a pensar en las delicias del salvajismo.

Los primeros días, cuando llegábamos a un pueblo, íbamos a alguna fonda no muy cara. Mis padres tenían mucha afición al teatro, y a veces me dejaban de noche solo, con lo cual pasaba yo unos miedos terribles. En ocasiones, quedaba encomendado a una criada que, para amenizar mi existencia, me contaba cuentos de ladrones y aparecidos, o de gitanos, con lo que me dejaba asustado para una semana.

El recuerdo del paso por los distintos pueblos por donde fue destinado mi padre se ha quedado en mí muy confuso, y las figuras de un papel de una habitación de Madrid se confunden con un asistente catalán de Lérida, y las garitas de la muralla de Pamplona, con las palmeras de Alicante.

La repetición de casas nuevas, calles nuevas, criadas nuevas, chicos de la vecindad nuevos, se ha confundido en mi memoria, formando una masa de recuerdos borrosa, que lo único claro que tiene para mí es el dar una resonancia triste dentro de mi espíritu.