MIS CONDICIONES DE CARÁCTER
EL que comience a leer este libro —dice Luis Murguía— y no sea partidario de las divagaciones, debe dejarlo cuanto antes, porque yo soy un divagador empedernido.
Soy un curioso de muchas cosas y necesito ondular y trazar curvas como los ríos.
No tengo nada de parnasiano ni de estilista: soy un psicófilo, y sólo el que sienta la psicofilia, como yo, podrá entretenerse leyendo mis cuartillas. Y basta de advertencia.
El otro día estaba leyendo cómo se forman las agallas en los robles por la picadura de un cínife, y encontraba cierta semejanza entre su génesis y la de algunos de mis sentimientos.
Se lo decía a mi amigo y pariente José María Larrea, y este me replicó:
—No creo que te considerarás hombre de agallas.
—No, no me considero un tipo templado y valiente, pero sí un tanto mortificado por los cínifes.
—A ti te habrán mortificado como a todo el mundo.
—Es muy posible que no me hayan dado más picaduras que a los otros, pero creo que las he sentido más.
Mi pariente no podía consentir tal superioridad, que yo me asignaba, y trató de demostrarme que si había sufrido picaduras de amor propio y de la sensibilidad, eran las mismas, exactamente las mismas, ni una más ni una menos, que las del resto de los mortales.
¡Qué estúpido sentido igualitario el de la mayoría! Ni siquiera se puede aguantar que alguien haya tenido un tifus extraordinario o una gripe de condiciones extrañas. ¡Qué falta de psicofilia!…
Pensando acerca de esta cuestión, de la formación y del desarrollo del carácter —sigue diciendo Murguía—, y pensando como el hombre desocupado que tiene muchas horas que perder, se me ha ocurrido escribir unas cuantas notas y divagaciones acerca de mi carácter. Supongo que el recordar lo pasado aclarará mi manera de ser, por ahora, para mí mismo oscura en su esencia.
Yo soy un ingenuo, un pequeño buscador de almas, un sentimental, para quien simpatizar con una persona o con una cosa es el hallazgo más agradable que se pueda tener en la vida.
Yo creo tener una sensibilidad más aguzada que el hombre corriente y normal. No sé si la palabra sensibilidad es la más adecuada para mi caso; sensibilidad parece indicar una facultad de impresionarse exclusivamente psíquica.
Mi facultad de impresión es tan psíquica como sensorial. No he poseído de chico ni una inteligencia fuerte, ni una voluntad tenaz. En cambio, mi vista ha sido casi perfecta; el oído, bueno, aunque no del punto de vista musical, y el olfato, finísimo. Llegué en cierta época a notar el olor de muchas personas, facultad muy desagradable y antisocial, que suprimí oliendo olores fuertes y fumando.
Yo no me siento un Homo Sapiens, de Linneo, sino un Homo Sensualis, de Epicuro.
Pienso en mí como tipo espiritual, y me figuro que no soy un vertebrado ni un articulado, sino una medusa de cuerpo blando para flotar libremente en la superficie del mar.
En el medio ambiente en que yo me he desarrollado, esta blandura vagabunda y congénita, esta sensibilidad, con su agudeza de los sentidos, no podía tener utilidad y empleo, y se pervirtió y se convirtió, con el tiempo, en una sensiblería, en un sentimentalismo perturbador.
Mi sensibilidad era como un órgano sin revestimiento, sin piel; así, el más pequeño contacto con la aspereza de la vida española me hacía daño.
No he podido dominar el sentimentalismo, y sólo a fuerza de tiempo he llegado no a mitigarlo, sino a insensibilizarme. Mi sentimentalismo durante mucho tiempo fue completamente absurdo y casi siempre ridículo. Me dolían las despedidas, el dejar un hotel vulgar en donde había pasado unas horas perfectamente monótonas; me angustiaba el abandonar un pueblo; parecía que iba dejando trozos de alma por los sitios por donde pasaba y que sentía un gran dolor por dejarlos allá lejos.
Como mis motivos sentimentales no se convertían casi nunca en actos, me quedaba un remanente de impresión que tenía que rumiar y luego criticar. Así me pasaba a veces largas horas, pensando en una tontería retrospectiva dicha hacía cuatro o cinco años, y me perturbaba y me avergonzaba como una cosa actual.
Después comencé a fingir la insensibilidad, para defenderme de la ridícula efusión experimentada por las cosas y las personas, y poco a poco, de la ficción de parecer insensible, pasé a la realidad de serlo.
—No tiene usted corazón —me han dicho algunas veces.
Generalmente, este reproche me lo han hecho gentes de esas que creen que el sentimiento es la retórica y la palabrería.
¿Cómo y cuándo la sensualidad mía se fue pervirtiendo y convirtiéndose en algo anómalo y puramente cerebral? ¿Cómo y cuándo mi sensiblería y mi sentimentalismo se convirtieron en burla y en tendencia irónica? No lo sé a punto fijo. Hay, sin duda alguna, cierta evolución inconsciente que se realiza de pronto en la oscuridad del cerebro, y se da uno cuenta de ella cuando ya está realizada. Supongo ahora que mi ficción de insensibilidad era un débil comienzo de ella y que después se convirtió en algo más fuerte y habitual.
Dicen que Spallanzani acostumbró a una paloma a comer carne y a un águila a alimentarse de pan.
Yo tengo más de águila vegetariana que de paloma carnicera.
No quiero decir con esto de águila que me crea un gran hombre, ni mucho menos, sino que quizá espontáneamente sea más carnívoro que granívoro, más agresivo que pacífico.
Siempre me han acusado de ser un poco bárbaro. Un amigo, estudiante de arquitectura, con quien solía pasear en el Retiro, me llevó una vez al Museo de Reproducciones, y me mostró una ánfora griega con unos bajorrelieves.
—Mira tu retrato —me dijo, enseñándome un fauno.
Era verdad: se parecía a mí.
—Tú debes ser un fauno por dentro —añadió.
—Sí —le contesté—; soy un fauno reumático, que ha leído un poco a Kant.