AL publicar una nueva edición de La Sensualidad pervertida, libro de un escritor ignorado y de otra generación, no tenemos el propósito de revelar a un autor ilustre, ni de sacar a la superficie una joya literaria.

Nada menos literario que esta obra. Luis Murguía, indudablemente, no era un literato, ni siquiera un dilettanti de la literatura, sino un curioso, un aficionado a la psicología y un crítico de una sociedad vieja, arcaica y rutinaria. Su libro, bastante paradójico, pretende ser un documento y dar una impresión exacta de la sociedad española de a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, sociedad regida todavía por el capitalismo, el militarismo y la teocracia, y que sucumbió por completo en la Revolución de 1948. A nosotros, españoles de la segunda mitad del siglo XX, que vivimos en pleno industrialismo, nos produce una impresión de pasado lejano el ambiente que pinta Murguía. ¡Lástima que el libro no esté bien concluido y que se halle escrito a la carrera y, a veces, telegráficamente!

Luis Murguía, al contarnos su vida, demostró una vagabundez de pensamiento, casi siempre sin sentido y en algunas pocas ocasiones amena. Se ve que, a pesar de no tener una formación intelectual seria, nuestro autor pretendía crearse una cultura y armonizar sus ideas generales. Se ve también que Murguía no aspiró a escribir un libro artístico, sino que se dejó llevar por el placer melancólico del recuerdo.

De Luis Murguía, hombre, no sabemos más que lo que él nos cuenta de sí mismo: que fue un curioso de muchas cosas, un sentimental, un cínico y un pequeño buscador de almas.

Comprobar qué grado de verdad hay en lo que dice, es imposible. Su libro termina al llegar él a las proximidades de la vejez. ¿Qué hizo luego nuestro autor? Lo ignoramos.

Por lo mismo que desconocemos en absoluto su final, quisiéramos saber cómo acabó la vida, qué hizo en la vejez este hombre de un espíritu crítico y negativo, melancólico y descontento; pero no hemos llegado a obtener el menor dato acerca de su existencia fuera de su libro.

Así, pues, nos contentaremos con lo que él dice y le dejaremos en el uso de la palabra.