El punto de vista narrativo

En cuanto al punto de vista de la narración, los dos primeros capítulos están escritos en primera persona, pero en pasado, por un narrador-testigo: «Entre los compañeros que estudiaron medicina conmigo, ninguno tan extraño y tan digno de observación como Fernando Ossorio» (I, 7). Los capítulos III al XLV están escritos en 3.ª persona por un narrador con una omnisciencia parcial, su omnisciencia total sólo afecta al protagonista, en quien está focalizada la narración. El narrador desconoce lo que pasa o pasó en el interior de los personajes. Pero en el capítulo XLVI hasta el LVI se vuelve a la 1.ª persona. Es Fernando, quien a modo de diario se hace responsable de sus decisiones. Hay una intromisión circunstancial de Baroja para introducir las confidencias de Ossorio: «¿Fue manuscrito o colección de cartas? No sé; después de todo, ¿qué importa? En el cuaderno de donde yo copio esto, la narración continúa, sólo que el narrador parece ser, en las páginas siguientes, el mismo personaje» (XLVI, 177).De este modo será el propio Fernando, quien nos contará su llegada a la casa de sus tíos y, sobre todo, la atracción por su prima Dolores, y todo ello frente al Mediterráneo (en un innominado pueblo costero de Castellón), con un paisaje grato, apacible y sugestivo para Fernando. Estamos lejos de la tierra seca y calcinada, de la mujer implacable e incansable, de sexualidad agresiva y bestial de su tía Laura. En el capítulo LVII vuelve la narración a la tercera persona[9] y Fernando ya está casado con Dolores. Todo le parece lleno de encanto y vuelca su ternura en su mujer. Ella es vista como un «gran río adonde afluía él. Sí, era ella el gran río de la Naturaleza, poderosa y fuerte» (LVII, 321), y a ella afluye él. Fernando siente culminar esa plenitud de vida alcanzada, ese «camino de perfección» y quiere proyectar de cara al futuro las victorias que no había conseguido consigo mismo. Ve al niño dormido en la cuna, «como un pequeño luchador que se apresta pata la pelea, y pensaba que había que tener cuidado con él, apartándole de las ideas perturbadoras, tétricas, de arte y religión» (LX, 334).Pero lo irónico en Camino de perfección es que a todos los proyectos pedagógicos para su hijo recién nacido: «No, no le torturaré (…) con estudios inútiles, con ideas tristes, no le enseñaría símbolo misterioso de religión alguna (…) Él dejaría a su hijo libre con sus instintos: si era león no le arrancaría las uñas; si era águila no le arrancaría las alas» (335). Y a todo ello respondía la abuela del niño queriéndole preparar también su futuro, de una manera a la del padre, aplicándole el símbolo religioso: la hoja doblada del Evangelio en la faja. ¿Pesimismo final, después del optimismo de los cuatro últimos capítulos? Realismo amargo, más bien, ya que es muy difícil ganar la batalla contra los símbolos seculares y las creencias seculares arraigadas. También parece sugerirnos, el individualista Baroja, que el «camino de perfección» ha de recorrerlo cada uno.