El paisaje

En Camino de perfección (Ares Montes, 1972: 511-515) existe otro protagonista testigo del deambular de Fernando Ossorio que es el paisaje. Las descripciones de los paisajes se ajustan al estado de ánimo de Fernando en las diferentes etapas de su camino llamado irónicamente de «perfección»; porque su contacto con cualquier manifestación de misticismo (Toledo: sus iglesias, sus conventos, el Greco) o del ascetismo (San Ignacio de Loyola) acaba exacerbando su estado de ánimo, en vez de curarlo. Sólo el contacto con la Naturaleza le sana y rellena de vida. El camino, la peregrinación de Fernando Ossorio desde Madrid hasta un pueblo costero de la provincia de Castellón ofrece una gran variedad de paisajes. Así pinta los alrededores de Madrid:

«El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. A lo lejos por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, se ocultaba el sol, echando sus últimos resplandores naranjados sobre las copas verdes de los árboles (…).

La sierra se destacaba como una mancha azul violácea, suave en la faja del horizonte cercana al suelo (…). Al ocultarse el sol se hizo más violácea la muralla de la sierra (…) Sopló un ligero vientecillo; el pueblo, los cerros, quedaron de un color gris y de un tono frío; el cielo se oscureció (…) —¡Condenada Naturaleza! —murmuró Ossorio—. ¡Es siempre tan hermosa!» (II, 15-16).

Sin duda hermosa a través de la visión tétrica, que de ella nos da Baroja en sus paisajes castellanos. Es un paisaje a veces nítido, plástico como el fondo de un cuadro de Patinar. Es un paisaje dramático, vivo que proyecta la pasión de Fernando. Veamos un ejemplo del atardecer en la sierra:

«Pasaban nubes blancas por el cielo y se agrupaban formado montes coronados de nieve y de púrpura; a lo lejos, nubes grises e inmóviles parecían islas perdidas en el mar del espacio con sus playas desiertas. Los montes que enfrente cerraban el valle tenían un color violáceo con manchas verdes de las praderas» (XV, 99).

Una de las cosas más significativas en la sucesión de paisajes que presenta Camino de perfección es el violento contraste entre la visión del paisaje castellano y el levantino, con lo que quiere expresar el estado de ánimo de Fernando Ossorioy no la diferencia natural entre las dos regiones. Los adjetivos «tétrico, lúgubre, siniestro, repulsivo, infernal, roñoso, estéril, árido, desolado calcinado», y los sustantivos «polvo, sangre, amarillez y melancolía», abundan en los primeros capítulos, que son los que corresponden a las tierras castellanas y manchegas. En cuanto a los seres humanos hay «hombres sañudos», tipos de aspecto brutal y de mala catadura; las mujeres tienen «carnes duras», denegridas, terrosas y las miradas son hoscas y pérfidas. En Segovia sólo ve «unas cuantas viejas con caras melancólicas y expresión apagada y señoritillas de pueblo que cantaban canciones de zarzuela madrileña» (XVI, 109). Son frecuentes las comparaciones siniestras: «las casas de Segovia son amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos con manchas de sangre coagulada»; y más adelante: «Los pináculos de la catedral parecían cipreses de algún cementerio» (XVI, 113-114); de Illescas dice el narrador: «unas cuantas tapias y casas blancas que parecían huesos calcinados por un sol de fuego» XIX, 129).

Todo este paisaje cambia cuando Fernando se adentra en la región levantina y no sólo por el cambio geográfico, sino por el cambio de estado anímico. Los adjetivos que ahora aparecen son de signo positivo: «encantador, luminoso, claro, sonriente, agradable, armonioso». Hay dos únicas notas negativas, que se encuentran en estos últimos capítulos, que presagian algo inquietante. La primera es cuando Fernando y Dolores viajan en tren hacia Tarragona y contemplan un faro en la noche: «Producía verdadero terror aquella gran pupila roja brillando sobre un soporte negro e iluminado con un cono de luz sangrienta el mar y los negruzcos nubarrones del cielo» (LVIII, 327). En el capítulo siguiente Dolores anuncia a Fernando que va a tener un hijo: es la niña que murió a las pocas horas de nacer. La segunda nota negativa aparece en el último capítulo. Han tenido un nuevo hijo, Fernando hace proyectos sobre su educación: «El día era de final de otoño (…); el viento soplaba con fuerza; bandadas de cuervos cruzaban graznando el aire» (LX, 333). Y las últimas palabras de la novela reflejan el dudoso éxito del proyecto educativo de Ossorio para su hijo: «Y mientras Fernando pensaba, la madre de Dolores cosía en la faja que había de poner al niño una hoja doblada del Evangelio».