Personajes

Fernando Ossorio es el personaje protagonista indiscutible de Camino de perfección. Es un personaje decadente, que lucha entre la abulia y la voluntad. En el prólogo y en la primera parte aparecen palabras como «degenerado», «histérico», o expresiones como «algún resorte se ha roto en mi vida» (I, 11), «siento la vida completamente vacía» (II,16), «tengo el pensamiento amargo (…) Yo creo que es cuestión de herencia» (II,17).El personaje, pues, está definido desde una perspectiva interna, la de Fernando, y externa, la del narrador-testigo, como un degenerado, un abúlico y un histérico; y su modo de actuar en la primera y segunda parte confirma esta definición.

En la primera página de la novela nos dice el narrador que había visto a Fernando en la sala de disección quitando un escapulario de un cadáver, pues coleccionaba cintas y medallas que traían los cadáveres que llegaban al depósito. Hay, pues, en Fernando ciertas manías enfermizas y una tendencia sadomasoquista. El ambiente que le rodea, está presentado con rasgos de decadencia finisecular. La sala de la casa, «tenía un aspecto marchito que agradaba a Fernando» (V, 36). El ambiente moral también es de una gran decadencia: abandona sus amistades de bohemia y empieza a reunirse con señoritos viciosos. Vemos que Fernando es un personaje típico de la literatura finisecular, el modernismo. Otro de los rasgos de su personalidad es su misticismo, la novela se titula, como sabemos, Camino de perfección (Pasión mística). Pero, ¿cómo se entendía el misticismo hacia finales del siglo XIX? Guillermo Díaz-Plaja al estudiar el libro de Max Nordau, Degeneración, dice que el misticismo se podía resumir como «una cierta incoherencia de pensamiento, obsesión, excitabilidad erótica y una vaga religiosidad»[5]. Así pues, la conducta de Fernando Ossorio con sus excitaciones eróticas, sus alucinaciones y sobre todo, sus vagas ideas sobre la religión, son el resultado de esa idea de misticismo, que Baroja trata de explicar como influencia del ambiente social, familiar y hereditario. Otra característica de Fernando es su rebeldía contra la religión. Fernando se había criado entre la fe de su nodriza y la incredulidad de su abuelo. Agravada esta situación con los dos años reclusión en los escolapios de Yécora, así lo describe: «Era el colegio, con su aspecto de gran cuartel, un lugar de tortura; era la prensa laminadora de cerebros (…), la que cogía los hombres jóvenes, ya debilitados por la herencia de una raza enfermiza y triste, y los volvía a la vida (…) idiotizados, fanatizados, embrutecidos» (XXVII, 229). «Allí —había dicho Fernando en el prólogo— me hice vicioso, canalla, mal intencionado; adquirí todas esas gracias que adorna a la gente de sotana y a la que trata de intimar con ella (I, 11).»

Siguiendo con esta actitud antirreligiosa, en Madrid, estando con Laura (su tía) se propone besarla y acariciarla en el interior de la iglesia de San Andrés, Laura se escandaliza y le señala la presencia de un Cristo. Fernando por la noche tiene una alucinación y empieza a ver a un Cristo que lo miraba: ­«No era un Cristo vivo de carne, ni una imagen de Cristo; era un Cristo momia (…), que parecía haber resucitado de entre los muertos, con carne, huesos y cabellos prestados» (VII, 52).

En Toledo las visitas que hace a la iglesia de Santo Tomé para contemplar El entierro del conde de Orgaz, le excitan su espíritu. El cuadro parece asegurarle la existencia de una vida más allá de la muerte, pero las caras de los severos castellanos que contemplan el sepelio, expresaban un misterio y le perturban.

Durante su estancia en Toledo, la ciudad mística, se pregunta si había nacido para místico y con este propósito visita conventos, en uno de ellos cree descubrir a su alma gemela en Sor Desamparados. Lee los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola y asiste en las iglesias a los oficios divinos. A pesar de ello la fe no llega a su alma. Pero en medio de tal confusión, empieza a vislumbrar que la única salida será el amor: «La única palabra posible era amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo» (XXV, 158). Por eso la gran mística Santa Teresa había dicho. «El infierno es el lugar donde no se ama» (159). Entonces a través del amor empieza a pensar en los demás y a replantearse su vida sobre una base nueva: el amor. Renuncia a Adela, que le recuerda a Ascensión, la muchacha de Yécora, que había seducido años atrás. Fernando ha descubierto que el único camino es el amor, después añadirá el trabajo, así concluirá el «camino de perfección». Fernando ha triunfado, ha vencido la abulia, se ha curado física y espiritualmente; se ha reintegrado a la Naturaleza. Se casa con Dolores, después de vencer la oposición del padre de Dolores y derrotar a su rival, Pascual Nebot, novio de Dolores. Mediante el matrimonio con Dolores-madre-naturaleza y con su hijo ha terminado su camino de perfección. De ser, al principio un «degenerado» acaba siendo un individuo regenerado. ¿Qué nos dice Baroja de Fernando Ossorio?:

«El tipo del personaje a quien llamé Fernando Ossorio lo conocí muy poco. Le vi dos o tres veces, siendo yo estudiante del doctorado (…), y era amigo de un compañero mío médico. Él también había estudiado Medicina en Barcelona. Era joven y elegante (…), muy anticatalán (…) se mostraba lector entusiasta de Baudelaire y un poco decadente y satánico. Dijo que las mujeres no tenían interés, porque eran vulgares (…) Que para él El Greco era el primer pintor del mundo, y Bach, el mejor músico (…) No sé qué haría este joven. No oí hablar después de él (…) Este tipo, sin duda, lo engarcé yo con el pesimista, cuya novela había escrito cuando era estudiante y de aquí salió Camino de perfección».[6]

Otros personajes masculinos son Max Schultze, que es un alemán de Nuremberg, a quien encuentra en El Paular. Es devoto de la filosofía de Nietzsche y habla con Fernando de filosofía y de sus inquietudes. Schultze[7] le dice a Fernando «que le conviene castigar el cuerpo para que las malas ideas se vayan» (XV, 97). También le recomienda leer a Nietzche. Será su guía espiritual.

El arriero Nicolás Polentinos, de un estoicismo senequista, es su compañero de viaje de Segovia a Illescas. «La palabra del ganadero le recordaba el espíritu ascético de los místicos y de los artistas castellanos; espíritu anárquico cristiano, lleno de soberbias y de humildades, de austeridad y de libertinaje de espíritu» (XVII, 120).

Sin embargo los personajes femeninos tendrán, como veremos, más importancia en el itinerario físico y espiritual de Fernando Ossorio. Seis mujeres de muy distinta personalidad influyen en la existencia de Fernando Ossorio: Blanca, Laura, Sor Desamparados, Adela, Ascensión y Dolores.

Blanca, la mujer vestida de negro, «delgada, enfermiza, ojerosa», que tan misteriosamente pretende atraer a Fernando, tiene muy poca influencia en la evolución de Fernando.

Laura, absorbente y aniquiladora, contribuye con su voraz erotismo a impulsar a Fernando al peregrinaje, que es la base estructural de la novela. Laura tiene relaciones homosexuales con su doncella y eso es precisamente lo que atrae a Fernando Ossorio, sus tendencias sexuales anormales. Laura, objeto de la ciega pasión de Fernando, es presentada como una mujer ambigua, masculina en su aspecto, virago y de un violento atractivo sexual. «A Fernando le parecía una serpiente de fuego que le había envuelto en sus anillos y cada vez le estrujaba más y más» (V, 44); o «al lado de aquella mujer soñaba que iba andando por una llanura castellana, seca, quemada y que el cielo era más bajo, y que cada vez bajaba más, y él sentía sobre su corazón una opresión terrible» (VI, 46). Esta mujer, con su amor voluptuoso, sadomasoquista y perturbador, lo empuja a la naturaleza en busca de la paz deseada.

Sor Desamparados, monja de Toledo, es una mujer de cara pálida, ojos negros «llenos de fuego y pasión» (XXIX, 184), víctima de la sociedad, de la religión, condenada a vivir enclaustrada y sin amor. La pasión que siente Fernando por ella sirve para retar a la sociedad, romper sus tabúes, ya que la religión coarta y reprime los sanos instintos naturales. Sor Desamparados, surge tras la reja del coro, en el convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo, alta, pálida, delgada, «en cuyos ojos se leía el orgullo, la pasión»» (XXIX, 183). Este súbito y romántico amor por la monja, tiene algo de satanismo finisecular y de antirreligiosidad, que casa bien con el espíritu desequilibrado de Fernando en esta etapa. Sin embargo no logra seducir a la monja.

Fracasada esta aventura de Sor Desamparados, intenta seducir a Adela, una chica sencilla y buena, que pensaba que para casarse bastaba con saber arreglar la casa. La tentativa también fracasa por voluntad propia, porque Fernando empieza a descubrir el verdadero amor y a vencer sus instintos: «no, no era sólo el animal que cumple con una ley orgánica: era un espíritu, una conciencia» (XXXI, 197) «Ossorio entró en el cuarto, cogió a la muchacha en sus brazos, la estrujó y la besó en la boca. La levantó en el aire para dejarla en la cama, y al mirarla la vio pálida, con una palidez de muerto, que doblaba la cabeza como un lirio tronchado» (XXX, 196); el acto le recuerda la seducción de Ascensión en Yécora y allí dirige sus pasos.

Visita a Ascensión, la encuentra envejecida y triste, llena de odio y no quiere verle. Con el rechazo de Ascensión, Fernando se libra, al fin, del lastre del pasado: sus inclinaciones morbosas, místicas y románticas; y le permite hacerse cargo de su propia vida, como se demuestra en el capítulo XLVI con el cambio de narrador, siendo el propio Fernando, quien en primera persona nos cuente el nuevo rumbo que va a tomar su vida. Dolores, la mujer cristiana, sencilla, es la que logra anclar a nuestro héroe ofreciéndole un amor doméstico. Pero ante todo, Dolores es el símbolo de la Naturaleza, de la vida: «en su alma y en su cuerpo (…), creía Fernando que cabía más ciencia de la vida que en todos los libros» (LVII, 321-322).

En las relaciones con Ascensión, Blanca y Laura, predomina el instinto, el sexo, la voluptuosidad. Entre él y Ascensión no había verdadero amor, ni siquiera palabras tiernas, sencillamente deseo: «Al principio la muchacha opuso resistencia, se defendió como pudo, (…), después se entregó, sin fuerzas, con el corazón por el deseo, en medio de aquel anochecer de verano ardiente y voluptuoso» (XXXI, 198). Años más tarde, Fernando recordará su complejo de culpa ante tal situación y tratará de explicarlo por la influencia educativa recibida en Yécora, en donde le habían enseñado a considerar listo al hombre que engaña, a despreciar a la mujer seducida y a reírse del marido burlado… De estas seis mujeres «son —como dice José Ares Montes— Laura y Dolores —el malo y el buen amor— quienes más influyen en la vida de Ossorio: la primera absorbente y aniquiladora, contribuye con su voraz erotismo a impulsar a Fernando al peregrinaje que es la base estructural de la novela, mientras que Dolores, la mujer cristiana y hogareña, es quien consigue varar a nuestro héroe ofreciéndole un amor doméstico y domesticado.[8]»

Estos personajes femeninos desempeñan una función importante en la trayectoria espiritual del protagonista y en la estructura de la novela. Así en la primera parte, centrada en Madrid, estado inicial de la degeneración, Blanca y Laura ocupan el espacio libre que deja el protagonista. En la segunda parte, subunidad B, centrada en Toledo, la ocupan Sor Desamparados y Adela, que demuestran la capacidad de Ossorio de relacionarse con el exterior de una forma normal, no conflictiva, no como con su tía Laura. Las partes tercera y cuarta abarcan los episodios centrados en Yécora, Marisparza y un pueblo de la provincia de Castellón, y los personajes femeninos son Ascensión y Dolores, que representan, la primera el rechazo del pasado, presidido por el mal (la degeneración) y Dolores simboliza el matrimonio espiritual con Dios o con la vida natural y el equilibrio psicológico (la regeneración individual), en el que se darán fundidos, el amor físico y el espiritual, esto es el verdadero amor.