DOS años después, en una alcoba blanca, cerca de la cuna de un niño recién nacido, Fernando Ossorio pensaba. En una cama de madera, grande, que se veía en el fondo del cuarto, Dolores descansaba con los ojos entreabiertos, el cabello en desorden, que caía a los lados de su cara pálida, de rasgos más pronunciados y salientes, mientras erraba una lánguida sonrisa en sus labios.
La abuela del niño, con los anteojos puestos, cosía en silencio, cerca de la ventana, ante una canastilla llena de gorritas y de ropas diminutas.
Por los cristales se veían los campos recién labrados, los árboles desnudos de hojas, el cielo azul pálido.
El día era de final de otoño; los vendimiadores hacía tiempo que habían terminado sus faenas; la casa de labor parecía desierta; el viento soplaba con fuerza; bandadas de cuervos cruzaban graznando por el aire.
Fernando miraba a su mujer, a su hijo; de vez en cuando tendía la mirada por aquellas heredades suyas recién sembradas unas, otras en donde ardían montones de rastrojos y de hojas secas, y pensaba.
Recordaba su vida, la indignación que le ocasionó la carta irónica de Laura, en la cual le felicitaba por su cambio de existencia; sus deseos y veleidades por volver a la corte, lentamente la costumbre adquirida de vivir en el campo, el amor a la tierra, la aparición enérgica del deseo de poseer y poco a poco la reintegración vigorosa de todos los instintos, naturales, salvajes.
Y como coronando su fortaleza, el niño aquel sonrosado, fuerte, que dormía en la cuna con los ojos cerrados y los puñitos también cerrados, como un pequeño luchador que se aprestaba para la pelea.
Estaba robustamente constituido; así había dicho su abuelo el médico; así debía ser, pensaba Fernando. Él estaba purificado por el trabajo y la vida del campo. Entonces más que nunca sentía una ternura que se desbordaba en su pecho por Dolores, a quien debía su salud y la prolongación de su vida en la de su hijo.
Y pensaba que había de tener cuidado con él, apartándole de ideas perturbadoras, tétricas, de arte y de religión.
Él ya no podía arrojar de su alma por completo aquella tendencia mística por lo desconocido, y lo sobrenatural, ni aquel culto y atracción por la belleza de la forma; pero esperaba sentirse fuerte y abandonarlas en su hijo.
Él le dejaría vivir en el seno de la Naturaleza; él le dejaría saborear el jugo del placer y de la fuerza en la ubre repleta de la vida, la vida que para su hijo no tendría misterios dolorosos, sino serenidades inefables.
Él le alejaría del pedante pedagogo aniquilador de los buenos instintos; le apartaría de ser un átomo de la masa triste, de la masa de eunucos de nuestros miserables días.
Él dejaría a su hijo libre con sus instintos: si era león, no le arrancaría las uñas; si era águila, no le cortaría las alas. Que fueran sus pasiones impetuosas, como el huracán que levanta montañas de arena en el desierto, libres como los leones y las panteras en las selvas vírgenes; y si la naturaleza había creado en su hijo un monstruo, si aquella masa aun informe era una fiera humana, que lo fuese abiertamente, francamente, y por encima de la ley entrase a saco en la vida, con el gesto gallardo del antiguo jefe de una devastadora horda.
No; no le torturaría a su hijo con estudios inútiles, con ideas tristes; no le enseñaría símbolo misterioso de religión alguna.
Y mientras Fernando pensaba, la madre de Dolores cosía en la faja que habían de poner al niño una hoja doblada del Evangelio.
FIN