LIX

LLEGARON a Tarragona y se hospedaron en un hotel que estaba próximo a una iglesia. Los primeros días pasearon a orillas del mar; el Mediterráneo azul venía a romper las olas llenas de espuma a sus pies.

Luego se dedicaron a visitar la ciudad. Fernando cumplía sus deberes de cicerone con satisfacción infantil; ella le escuchaba aquel día sonriendo melancólicamente. En algunas callejuelas por donde pasaban las mujeres, sentadas en los portales, les miraban con curiosidad, y ellos sonreían como si todo el mundo participase de su dicha.

Entraron en la catedral, y como Dolores se cansara pronto de verla, salieron al claustro.

—Aquí tienes una puerta románica que será del siglo XI o XII.

—¿Sí? —dijo ella sonriendo.

—Mira el claustro qué hermoso es. ¡Qué capiteles más bonitos!

Los contemplaron largo tiempo. Aquí se veían los ratones qué han atado en unas andas al gato y lo llevan a enterrar; por debajo de las andas va un ratoncillo, que es el enterrador, con una azada; en el mismo capitel el gato ha roto sus ligaduras y está matando los ratones. En otra parte se veía un demonio comiéndose las colas de unos monstruos; una zorra persiguiendo a un conejo, un lobo a un zorro, y en las ménsulas aparecían demonios barbudos y ridículos.

Fernando y Dolores se sentaron cansados.

Hacia un hermoso día de primavera; llovía, salía el sol.

En el jardín, lleno de arrayanes, piaban los pájaros volando en bandadas desde la copa de un ciprés alto, escueto y negruzco, al brocal de un pozo; de dos limoneros desgajados, con el tronco recubierto de cal, colgaban unos cuantos limones grandes y amarillos.

Había un reposo y un silencio en aquel claustro, lleno de misterio. De vez en cuando, al correr de las nubes, aparecía un trozo de cielo azul, dulce, suave como la caricia de la mujer amada.

Comenzaron a cruzar por el claustro algunos canónigos vestidos de rojo; sonaron las campanas en el aire. Se comenzó a oír la música del órgano, que llegaba blandamente, seguida del rumor de los rezos y de los cánticos. Cesaba el rumor de los rezos, cesaba el rumor de los cánticos, cesaba la música del órgano, y parecía que los pájaros piaban más fuerte y que los gallos cantaban a lo lejos con voz más chillona. Y al momento estos murmullos tornaban a ocultarse entre las voces de la sombría plegaria que los sacerdotes en el coro entonaban al Dios vengador.

Era una réplica que el huerto dirigía a la iglesia y una contestación terrible da la iglesia al huerto.

En el coro, los lamentos del órgano, los salmos de los sacerdotes, lanzaban un formidable anatema de execración y de odio contra la vida; en el huerto, la vida celebraba su plácido triunfo, su eterno triunfo.

El agua caía a intervalos, tibia, sobre las hojas lustrosas y brillantes; por el suelo las lagartijas corrían por las abandonadas sendas del jardín, cubiertas de parásitas hierbecillas silvestres.

Fernando sentía deseos de entrar en la iglesia y de rezar; Dolores estaba muy triste.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su marido.

—¡Oh, nada! ¡Soy tan feliz! —y dos lagrimones grandes corrieron por sus mejillas.

Fernando la miró con inquietud. Salieron de la iglesia. En la plaza, el secreto fue comunicado. Dolores tenía la seguridad. Una vida nueva brotaba en su seno; Fernando palideció por la emoción.

Volvieron al Collado. A los seis o siete meses, Dolores dio a luz una niña que murió a las pocas horas. Fernando se sintió entristecido. Al contemplar aquella pobre niña engendrada por él, se acusaba a sí mismo de haberle dado una vida tan miserable y tan corta.