LVIII

DEJARON el Collado. Fernando trató de enseñar a su mujer Madrid y París; Dolores no quiso. Habían de hacer como todos los recién casados del pueblo: ir a Barcelona.

En el fondo temía las veleidades de Fernando.

—Bueno, iremos a Barcelona —dijo Ossorio.

Fueron en un tren correo, completamente solos en el vagón. Salieron a despedirles todos los de la familia.

Comenzó a andar el tren; hacía una noche templada. El cielo estaba cubierto de negros nubarrones; llovía.

Al pasar por una estación dijo Dolores:

—Mira, ahí en un convento de ese pueblo decía Pascual Nebot que tú te querías meter fraile.

—Antes, no me hubiera costado mucho trabajo.

—¿Por qué?

—Porque no te conocía a ti.

Hubo un momento de silencio.

—Mira, mira el mar —dijo Dolores con entusiasmo, asomándose a la ventanilla.

Algunas veces el tren se acercaba tanto a la playa, que se veían a pocos pasos las olas, que avanzaban en masas negras y plomizas, se hinchaban con una línea brillante de espuma, se incorporaban como para mirar algo y desaparecían después en el abismo sin color y sin forma. Era una impresión de vértigo lo que producía el mar, visto a los pies, como una inmensidad negra, confundida con el cielo gris por el intermedio de una ancha faja de bruma y de sombra.

A veces, en aquel manto oscuro brotaba y cabrilleaba un punto blanco y pálido de espuma, como si algún argentado tritón saliese del fondo del mar a contemplar la noche. De la tierra húmeda venía un aire acre con el gusto de marisco.

Salió la luna del seno de una nube, y rieló en las aguas. Como en un plano topográfico se dibujó la línea de la costa, con sus promontorios y sus entradas de mar y sus lenguas de tierra largas y estrechas que parecían negros peces monstruosos dormidos sobre las olas.

A veces la luna vertía por debajo de una nube una luz que dejaba al mar plateado, y entonces se veían sus olas redondas, sombreadas de negro, agitadas en continuo movimiento, en eterna violencia de ir y venir, en un perpetuo cambio de forma. Otras veces, al salir y mostrarse claramente la luna, brillaba en el mar una gran masa blanca, como un disco de metal derretido, movible, que se alargara en líneas de espuma, en cintas de plata, grecas y meandros luminosos que nacían junto a la orilla y ribeteaban la insondable masa de agua salobre.

De pronto penetró el tren en un túnel. A la salida se vio la noche negra; se había ocultado la luna. El tren pareció apresurar su marcha.

—Mira, mira —dijo Dolores mostrando un faro y sobre él, una como polvareda luminosa. El faro dio la vuelta; iluminó el tren de lleno con una luz blanca, que se fue enrojeciendo y se hizo roja al último.

Producía verdadero terror aquella gran pupila roja brillando sobre un soporte negro e iluminando con su cono de luz sangrienta el mar y los negruzcos nubarrones del cielo.