LVII

SE casaron y fueron a pasar un mes al Collado, una casa de labor de la familia.

Fernando sentía amplio y fuerte, como la corriente de un río caudaloso y sereno, el deseo de amor, de su espíritu y de su cuerpo.

Algunas veces, la misma placidez y tranquilidad de su alma le inducía a analizarse, y al ocurrírsele que el origen de aquella corriente de su vida y amor se perdía en la inconsciencia, pensaba que él era como un surtidor de la Naturaleza que se reflejaba en sí mismo, y Dolores el gran río adonde afluía él. Sí; ella era el gran río de la Naturaleza, poderosa: fuerte; Fernando comprendía entonces, como no había comprendido nunca, la grandeza inmensa de la mujer, y al besar a Dolores, creía que era el mismo Dios el que se lo mandaba; el Dios incierto y doloroso, que hace nacer las semillas y remueve eternamente la materia con estremecimientos de vida.

Llegaba a sentir respeto por Dolores como ante un misterio sagrado; en su alma y en su cuerpo, en su seno y en sus brazos redondos, creía Fernando que había más ciencia de la vida que en todos los libros, y en el corazón cándido y sano de su mujer sentía latir los sentimientos grandes y vagos: Dios, la fe, el sacrificio, todo.

Y llevaban los dos una vida sencillísima. Por las mañanas iban a pasear al monte; ella, ligera, trepaba como un chico por entre los peñascales; él la seguía, y al abrazarla, notaba en sus ropas y en su cuerpo el olor de las hierbas del campo. No era una felicidad la suya sofocante; no era una pasión llena de inquietudes y de zozobras. Se entendían, quizá, porque no trataron nunca de entenderse.

Fernando sentía un desbordamiento de ternura por todo: por el sol bondadoso que acariciaba con su dulce calor el campo, por los árboles, por la tierra, siempre generosa y siempre fecunda.

A veces iban a algún pueblo cercano a pie y volvían de noche por la carretera iluminada por la luz de las estrellas. Dolores se cogía al brazo de Fernando y cerraba los ojos.

—Tú me llevas —solía decir.

—Pero me guías tú —replicaba él.

—¿Cómo te voy a guiar yo si tengo los ojos cerrados?

—Ahí verás…

Algunas noches se reunían los mozos y mozas del Collado y había reunión y baile. Se efectuaban estas fiestas en el zaguán blanqueado, que tenía dos bancos a ambos lados de la puerta en los que se sentaban chicos y chicas. En la pared, en un clavo, colgaban el candil, que apenas iluminaba la estancia.

Templaba un mozo la guitarra, el otro la bandurria, y, tras algunos escarceos insubstanciales, en los que no se oía mas que el ruido de la púa en las cuerdas de la bandurria, comenzaban una polca. Después de la polca se arrancaban con una jota, que repetían veinte o treinta veces.

Aquel baile brutal, salvaje, que antes disgustaba profundamente a Ossorio, le producía entonces una sensación de vida, de energía, de pujanza. Cuando, a fuerza de pisadas y saltos, se levantaba una nube de polvo, le gustaba ver la silueta gallarda de los bailarines: los brazos en el aire, castañeteando los dedos, los cuerpos inclinados, los ojos mirando al suelo; las caderas de las mujeres, moviéndose y mareándose a través de la tela, incitadoras y robustas. De pronto, la canción salía rompiendo el aire como una bala; la bandurria y la guitarra hacían un compás de espera para que se oyese la voz en todo su poder; los bailarines, trazando un círculo, cambiaban de pareja, y, al iniciarse el rasgueado en la guitarra, comenzaban con más furia el castañeteo de dedos, los saltos, las carreras, los regates, las vueltas y los desplantes, y mozos y mozas, agitándose rabiosamente, frenéticamente, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, en el aire turbio apenas iluminado por el candil de aceite, hacían temblar el pavimento con las pisadas, mientras la voz chillona, sin dejarse vencer por el ruido y la algarabía, se levantaba con más pujanza en el aire.

Era aquel baile una brutalidad que sacaba a flote en el alma los sanos instintos naturales y bárbaros, una emancipación de energía que bastaba para olvidar toda clase de locuras místicas y desfallecientes.