LIV

PASCUAL Nebot ha averiguado, no sé cómo, la vida que yo hice en Madrid, que tuve algunos líos, y, además, ha dicho, y esto probablemente es invención suya, que he estado para profesar en un convento; por el pueblo me llama el Frare.

Me parece que Nebot y yo vamos a concluir mal; yo no le provocaré; pero el día que observe en él la señal más insignificante de burla, me echo sobre él como un lobo.

Alguna amiga ha tenido la piadosa idea de contarle a Dolores las invenciones de Nebot, y he encontrado a mi novia adusta y de malhumor. Yo me preguntaba: ¿qué le pasará?

Teníamos que ir a un huerto de la abuela de Dolores. Salíamos a las tres o tres y media de casa. Por delante íbamos: Dolores, Blanca, una amiga de las dos hermanas y yo, acompañándolas; detrás, mi futura suegra, la madre de la amiguita y mi tío.

Dolores, esquivando mi conversación y alejándose intencionadamente de mi lado. Llegamos a la casa de la abuela por un camino que cruza por entre naranjales llenos de azahar, que todavía tienen naranjas rojizas. Dolores echa a correr, y las otras dos hacen lo mismo.

«Nada, me persigue la mala suerte», murmuro, y me pongo a contemplar la casa filosóficamente. Esta es de piso bajo solo, pintada de azul, y se halla casi al borde de la carretera. En el centro tiene una puerta que conduce al zaguán, y a los lados, ventanas enrejadas.

El zaguán, que ocupa todo lo ancho de la casa, termina por la parte de atrás en una hermosa galería, cubierta por un parral por arriba y limitada a lo largo por una valla, en la que se tejen y entretejen las enredaderas, las hiedras y las pasionarias, formando un muro verde lleno de flores y de campánulas.

De la galería se baja por una escalera al huerto, y el camino que de aquí parte concluye en un cenador, un tinglado de maderas y de palitroques sobre los cuales se sostienen gruesos trozos de un rosal silvestre lleno de hojas, que derrama un turbión de sencillísimas flores blancas y amarillentas.

A la entrada del cenador, sobre pedestales de ladrillo, hay dos estatuas, de Flora y Pomona; en el centro, debajo de la cortina verde del rosal silvestre, una mesa rústica y bancos de madera. Nos sentamos. Todos hablaban, menos Dolores, que parecía ensimismada estudiando las figuras de los azulejos de la pared.

—¿Qué representan? —le pregunté yo, para decir algo.

—Es Santo Tomás de Villanueva —contestó Blanca—; está vestido de obispo con un báculo en la mano, y un negro y una negra rezan a su lado.

—El pintor comprendió la grandeza del santo —le dije a Dolores—. El negro y la negra no le llegan ni a la rodilla.

Dolores me miró severamente; habló con su hermana y con la amiga, y las tres, cruzando el jardín, subieron a la galería y desaparecieron. Di un pretexto para salir del cenador, entré en la casa, anduve buscando a Dolores y no la encontré. Volvía a reunirme con mi tío, cuando oí risas arriba; levanté la cabeza: Blanca y la amiga estaban en la azotea.

Subí por una escalerilla de caracol. Dolores, con la actitud que toma cuando se enfada, se apoyaba en un jarrón tosco de barro que tiene el barandado de la azotea, mirando atentamente, con los ojos más tenebrosos que nunca, las avispas que revoloteaban cerca de sus avisperos.

A los lados del huerto, se veían marjales divididos en cuadros por anchas y profundas acequias, en cuyo fondo verdeaba el agua.

Por la carretera, cubierta de polvo, iban pasando, camino del puerto, carros cargados de naranja; alguna canción triste y monótona llegaba hasta nosotros.

Me senté al lado de Dolores.

En un momento que vi muy ocupadas a Blanca y a la amiga en llamar a uno que pasaba por la carretera y en esconderse después, pregunté a Dolores la causa de la frialdad y del desdén que me demostraba.

Hizo un gesto de impaciencia al oírme, y volvió la cabeza; al principio no quiso decir nada; después me reprochó mi falsedad acremente:

—Eres un falso, eres un mentiroso.

—Pero ¿por qué?

—Tienes una querida en Madrid; lo sé.

—No es verdad.

—Si te han visto con ella.

—Pero ¿cómo me van a ver, si hace más de medio año que estoy fuera de Madrid?

—No, no me engañas; todas las mentiras que inventes serán inútiles.

Le juré que no era verdad, y apretado, sin saber qué explicación dar, le dije que había sido un perdido, un vicioso, pero que ya no lo era. Desde que la había conocido estaba cambiado.

—¿Y por qué no me has dicho eso? —preguntó Dolores.

—Pero ¿para qué te lo iba a decir?

—Porque es verdad.

Discutimos este punto largo rato; yo di toda clase de explicaciones, inventé también algo para disculparme. Dolores es tan ingenua, que no comprende la menor hipocresía.

Ya perdonado, le pareció muy raro que yo quisiera retirarme a un monte como un ermitaño, y cuando le explicaba mis dudas, mis vacilaciones, mis proyectos místicos, se reía a carcajadas.

A mí mismo la cosa no me parecía seria; pero cuando le hablé de mis noches tan tristes, de mi alma torturada por angustias y terrores extraños, de mi vida con el corazón vacío y el cerebro lleno de locuras…

Pobret! —me dijo, con una mezcla de ironía y maternidad; y no sé por qué entonces me sentí niño y tuve que bajar la cabeza para que no me viese llorar. Entonces ella, agarrándome de la barba, hizo que levantara la cara, sentí el gusto salado de las lágrimas en la boca, y, mirándome a los ojos, murmuró:

—Pero qué tonto eres.

Yo besé su mano varias veces con verdadera humildad, hasta que vi que Blanca y la amiga nos miraban en el colmo del asombro.

Dolores estaba azorada y comenzó a hablar y a hablar tratando de disimular su turbación. Yo la escuchaba como en un sueño.

Anochecía; un anochecer de primavera espléndido. Se veían por todas partes huertos verdes de naranjos, y en medio se destacaban las casas blancas y las barracas, también blancas, de techo negruzco.

Cerca, un bosquecillo frondoso de altos álamos se perfilaba delicadamente en el cielo azul oscuro, recortándose en curvas redondeadas. La llanura se extendía hacia un lado muda, inmensa, hasta perderse de vista, con algunos pueblecillos lejanos, con sus erguidas torres envueltas en la niebla; hacia otra parte limitaba el llano una sierra azulada, cadena de montañas altas, negruzcas, con pedruscos de formas fantásticas en las cumbres.

Enfrente se extendía el Mediterráneo, cuya masa azul cortaba el cielo pálido en una línea recta. Bordeando la costa se veía la mancha alargada, oscura y estrecha de un pinar, que parecía algún inmenso reptil dormido sobre el agua.

A espaldas velase la ciudad. Bajo las nubes fundidas se ocultaba el sol envuelto en rojas incandescencias, como un gran brasero que incendiara el cielo heroico en una hoguera radiante, en la gloria de una apoteosis de luz y de colores. Absortos, contemplábamos el campo, la tarde que pasaba, los rojos resplandores del horizonte. Brillaba el agua con sangriento tono en las acequias de los marjales; el terral venía blando, suave, cargado de olor de azahar; por el camino, entre nubes de polvo, seguían pasando los carros cargados de naranja…

Fue oscureciendo; sonaron a lo lejos las campanadas del Ángelus, últimos suspiros de la tarde. Hacia poniente quedó en el cielo una gran irradiación luminosa de un color verde, purísimo, de nácar.

El cielo se llenaba lentamente de estrellas; envolvía la tierra en su cúpula azul, oscura, como en manto regio cuajado de diamantes, y a medida que oscurecía, el mar iba tiñéndose de negro.

Sobre las hierbas, sobre las hojas de los árboles, se depositaba el húmedo rocío de la noche; temblaba el agua con brillo plateado en las charcas y en las acequias; el viento, oreado por el aroma del azahar, hacía estremecer con sus ráfagas frescas el follaje de los álamos y producía al agitar las masas tupidas y verdes de los bancales visos extraños y luminosos.

La frescura penetrante de los huertos subía a la azotea; mil murmullos vagos, indefinidos, suspiros de los árboles, resonar lejano dé las olas, susurro de las ráfagas de viento en las florestas, repercutían en el campo ya oscuro, y en el recogimiento de la noche armoniosa, alumbrada por la luz eterna de las estrellas, bajo la augusta y solemne serenidad del cielo y el reposo profundo de los huertos, comenzó a cantar un ruiseñor tímidamente.

Oscureció aún más; en el cielo brotaron nuevas estrellas, en la tierra brillaron gusanos de luz en las enramadas, y la noche se pobló de misterios.